XVIII

A las cinco de la mañana, la casa de Philip poseía un encanto especial que había estado ausente de la vida de Laura en las últimas dos décadas, como mínimo. Greenwich Village, a esa hora, era como cualquier otra hora del día o de la noche. Se oía el ruido del tráfico, las sirenas, el estruendo de las bocinas de los coches. Era un runrún de fondo, y sólo reparaba en él cuando no se oía. Aquí, en este pueblo soñoliento del condado de Oxford, antes del alba, el tráfico de Nueva York le pareció tan irreal como Pinocho.

Se había envuelto los hombros con un chal de lana y estaba intentando entrar en calor, pegada a la estufa, mientras esperaba que hirviese el agua. Luego, con una humeante taza de café cargado en la mano, cruzó el vestíbulo y fue a la salita principal, de techo bajo, vigas vistas y ventanas de arco con vidrieras emplomadas. Los tablones del suelo crujieron y, pensando en Philip y en Jo, que todavía dormían en el piso de arriba, cerró la puerta al pasar. Encendió un par de lámparas y se acercó a la chimenea, que aún desprendía algo de calor de la velada anterior, cuando con la ayuda de Tom habían averiguado datos sobre las fechas de los asesinatos, de los ya perpetrados y de los que no le cabía duda de que se cometerían. De hecho, si estaba en lo cierto, tendría que haber otra joven yaciendo sin vida en algún lugar no muy lejos de allí, cuyo cadáver probablemente no se habría encontrado todavía.

Mientras daba sorbitos al café, se paseó por la habitación mirando distraídamente los cuadros que Philip tenía en las paredes. Había tres pintados por su madre, fantásticas y atrevidas manchas de color en los que se veía, en primer plano, unas figurillas alargadas y finas, como a punto de ser engullidas por algo horrible, indescriptible. Ninguno de esos cuadros hubiera desentonado en un dúplex de Manhattan o en un estudio de Milán. Seguro que habría más de uno así en ese tipo de sitios, pensó.

En lo tocante al arte en general, Philip tenía un gusto ecléctico. Al lado de los cuadros modernos de su madre había unos óleos Victorianos y hasta un par de paisajes de principios de los cuarenta. Junto a ellos, en esa misma pared, se veían también algunas de sus fotografías predilectas, principalmente imágenes abstractas de mediados de los ochenta. Y también había colgado unos cuantos retratos de familia antiguos, del siglo XIX, de tatarabuelos con sombrero y pechera almidonada.

Tom había hablado como de pasada sobre algo en lo que entonces apenas había reparado, pero que ahora volvía a su recuerdo y llamaba a gritos su atención. Se sentó y se quedó mirando la ceniza y las brasas de la chimenea. Y entonces lo recordó. Tom les había descrito la conjunción de cinco cuerpos celestes. «Es tan poco común —había dicho—, que quizá sólo haya ocurrido unas diez veces en los últimos mil años aproximadamente».

—¡Claro! —exclamó—. ¡Claro! Diez veces en los últimos mil años aproximadamente. Lo que significa que en un pasado no demasiado remoto se ha producido varias veces.

Se puso de pie de un brinco y se acercó al ordenador. Abrió el Netscape y buscó en «Historial» la página de inicio de almanac.com. Tom le había dejado su contraseña por si la necesitaba. Repasó mentalmente lo que el joven había hecho la noche anterior y tecleó la información en las casillas conforme el cursor iba saltando de una a otra; cuando acabó, pulsó INTRO. Bebió un poco de café y esperó a que cambiase la pantalla y apareciese otra página. En un recuadro, en la parte inferior de la pantalla, que llevaba por título «Conjunciones de cinco cuerpos astrales 1500-2000», vio una lista con tres fechas: 1564, 1690, 1851.

Laura sonrió para sí y tamborileó en la mesa con las yemas de los dedos. Entonces volvió al teclado y salió de la página, abrió Google y escribió: «1851+Oxford+asesinatos».

Los resultados de la búsqueda la defraudaron. El buscador, con su método inimitable, sacó a la luz un variopinto ramillete de enlaces a páginas en las que aparecían esas tres palabras, pero sin ninguna conexión plausible entre ellas. El primero de la lista ofrecía información sobre la Exposición Universal de 1851. A continuación, aparecían referencias al asesinato, ese año, de un policía en el sur de Londres. Otras páginas daban la definición de «asesinato» según el Oxford Dictionary, ofrecían información sobre libros publicados en 1851 con la palabra «asesinato» en el título o un incongruente enlace a través del cual uno podía empaparse de todo lo que quisiera saber sobre la obra de un dúo norteamericano de pop acústico llamado Asesinato en Oxford.

Google le brindaba más de dos mil enlaces a páginas en las que figuraban esas tres palabras y Laura estaba dispuesta a no darse por vencida. Las dos páginas que venían a continuación estaban llenas de curiosidades sin ningún valor, más vínculos al diccionario Oxford y aún más información relativa a la Exposición Universal. Justo cuando estaba a punto de probar otra combinación de palabras, abrió la pantalla de los enlaces 60 al 80 y, de pronto, algo le llamó poderosamente la atención. Más o menos en mitad de la pantalla había un enlace que decía: «¿Locura victoriana? El Hermano Norman así lo ve». Puso el puntero encima del enlace e hizo clic.

Se trataba de una página web un tanto chillona y de andar por casa. Gran parte del contenido era bastante delirante. Llevaba por nombre «Archivo del Hermano Norman sobre la teoría de la conspiración». Laura supuso que su creador, el tal Norman, era un obseso de los temas típicos, de conspiraciones como el incidente Roswell, el asesinato de Kennedy, la muerte en París de la princesa Diana, el complot de la CIA para inculpar a un inocente Bin Laden de los atentados del 11-S. Lo mismo de siempre. Ninguno de los llamativos títulos que aparecían en el margen izquierdo y que, al parecer, ofrecían «Nuevas revelaciones que harán tambalear tu mundo», merecía interés. Impaciente, recorrió con la rueda del ratón y, de pronto, encontró una entrada que le pareció algo más prometedora: «La matanza de Oxford: ¿un Charles Manson de la era victoriana?».

Para su desilusión, sólo contenía tres párrafos. En ellos el Hermano Norman describía, con estilo apasionado, los escasos datos conocidos por los aficionados de la teoría de la conspiración. A saber: que durante el verano de 1851 se cometieron tres asesinatos en Oxford, Inglaterra, con el resultado de tres mujeres asesinadas y mutiladas. ¿Pudo tratarse de un joven Jack el Destripador, casi cuarenta años antes de que reapareciese en la zona este de Londres? ¿Fue una conspiración propagada por el propio Parlamento británico? ¿No tuvo cierto cariz de rito satánico?

De repente, se sintió cansada. Se frotó los ojos y apuró el café. ¿Hasta qué punto podía fiarse de esa información? Si se había cometido una serie de asesinatos en Oxford en 1851, ¿cómo es que hasta ese momento no había oído hablar de ellos? Estaba mirando la pantalla, sin verla realmente, sino dejando vagar los pensamientos con libertad.

Mil ochocientos cincuenta y uno, pensó. Más de un siglo y medio. Tal vez por eso los crímenes habían caído en el olvido. Hasta se preguntó si en aquel entonces habría existido una policía en condiciones. Si se habrían divulgado los sucesos con todo detalle. Si habría siquiera periódicos en Oxford ciento cincuenta años atrás.

Demasiados interrogantes y demasiado pocas respuestas. Peor aún: cada vez que creía destapar un vértice del misterio, le llovían encima más acertijos sin resolver. Sólo contaba con piezas sueltas del rompecabezas, elementos que no encajaban de ninguna manera. De hecho, eran piezas que parecían corresponder a rompecabezas totalmente diferentes entre sí, y lo único que encontraba una y otra vez eran fragmentos nuevos del puzzle que parecían no guardar relación alguna con el resto. Se planteó indagar en otras páginas web dedicadas a la teoría de la conspiración, pero la idea no la sedujo mucho.

Sin embargo, ahora estaba segura de que un asesino estaba actuando según un rocambolesco plan de acción inspirado en la astrología. Y, si se podía conceder algo de crédito al Hermano Norman, había ocurrido algo bastante similar durante la última conjunción, y tal vez también en las ocasiones anteriores. El nexo de unión era la astrología, lo esotérico, una disparatada conexión con la alquimia. De poco le valían ahora, ante este enigma, los años que había pasado rastreando homicidios y casos de corrupción en Nueva York. Pero, mientras miraba fijamente la pantalla azul del ordenador, emborronadas las palabras del Hermano Norman, Laura supo exactamente cuál debía ser el paso siguiente.

Dos horas después estaba en el tren camino de Londres, mirando por el cristal mugriento de la ventanilla, viendo pasar a toda velocidad los campos cubiertos de rocío. No había despertado a Philip, pero le había dejado una nota en la que, simplemente, le comunicaba que iba a Londres todo el día para seguir una nueva línea de investigación, y le pedía que, en caso de que hubiese alguna novedad, la llamase inmediatamente al móvil.

Ahora consideraba un deber ineludible ir a ver a Charlie Tucker. Había sido uno de sus mejores amigos en su época de estudiante universitaria. Al terminar la carrera, habían mantenido contacto durante un tiempo. Charlie era una de las personas más interesantes y dinámicas que había conocido. Venía de una familia de clase obrera, oriunda de Essex, lo que le confería un toque pintoresco. El padre tenía un puesto en un mercado de fruta del Southend y su madre, ex stripper, falleció de cáncer a los treinta y nueve años. Charlie había ingresado en Oxford con las calificaciones más altas de aquel año, pero aborrecía todo lo relacionado con la ciudad y su universidad. Activista socialista, en tres ocasiones se había librado por los pelos de ir a la cárcel. Y antes de haber cumplido los veintiún años, el MI6 ya lo había investigado por su participación en un grupo de extrema izquierda. En el tercer curso de la carrera pasaba tanto tiempo en actos de sabotaje de la caza del zorro, manifestaciones y actividades anarquistas encubiertas, que estuvo a punto de perderse un examen final importantísimo. Pero lo más alucinante fue que, a pesar de todo eso, acabó la carrera de Matemáticas con matrícula.

Laura nunca había mostrado el menor interés por la política, y seguramente ésa fue una de las razones por las que habían hecho tan buenas migas. La política británica contemporánea nunca le había interesado mucho. Sin embargo, como estadounidense, le fascinaba la de los siglos anteriores, y había influido mucho en sus estudios de Arte del Renacimiento. Le gustaba la energía, el ingenio y la aguda inteligencia de Charlie. Y suponía que ella le gustaba a él porque le importaban un pimiento sus ideas políticas puesto que era una página en blanco donde podía escribir el eslogan político que le diese la gana.

Justo cuando Laura se iba de Oxford, Charlie empezaba un doctorado en Codificación basada en la Teoría de Grupos que, según le contaba en sus cartas, era la cosa más alejada de las trivialidades humanas que uno pudiese echarse a la cara. Parecía bastante contento con el curso. Hasta que, sin razón aparente, lo dejó y desapareció del mapa. En la última carta que le mandó desde Oxford le comunicaba que se marchaba. Sin más explicaciones. Sin más detalles.

Y ahí había quedado la cosa. Hasta que un año antes Laura recibió una postal en su apartamento de Greenwich. Era de Charlie, con matasellos de Londres. Iba a Estados Unidos. ¿Le apetecía una cita en Nueva York?

Por supuesto, Charlie desdeñó la ciudad, pero en sus ojos Laura había visto la irreprimible admiración que le causaba el innegable glamour que lo envolvía todo. Cuando fueron a un restaurante de la 34 Oeste, él desplegó todo un arsenal de comentarios despectivos sobre la vanidad que destilaba Manhattan. Pero Laura sabía que, muy en el fondo, reconocía que Nueva York era un lugar asombroso. Y eso, por mucho que se obstinara en decir lo contrario, no podía disimularlo.

Charlie había cumplido los cuarenta unos años antes y, tal como él mismo admitía, estaba cansado. Cansado del radicalismo. Cansado de ver los escasos resultados de tantos esfuerzos. Cansado de la vida. Poco le faltaba para tirar la toalla, le había dicho. Hacía unos diez años había empezado a escribir un libro sobre el grupo de matemáticos del siglo XIII que después se conoció como los Calculadores de Oxford: William Heytesbury, Richard Swineshead, John Dumbleton y Thomas Bradwardine, este último el más destacado de todos. Pero no había llegado a terminarlo porque sus indagaciones lo arrastraron a una línea de investigación que lo llevó al filósofo hereje Roger Bacon y, de ahí, al esoterismo medieval, todo un mundo nuevo para él.

Como consecuencia —le había contado—, hacía unos años había cambiado la política por otros temas más interesantes: los estilos de vida alternativos. Se metió de lleno en el misticismo, el esoterismo y lo que él denominaba «el punto débil rico del intelecto». Abrió una tiendecita cerca del British Museum, en Bloomsbury, que llamó Ciervo Blanco y que estaba especializada en literatura oculta y alternativa. La tienda le daba para ir tirando, y le procuraba tiempo y recursos para ahondar en sus investigaciones particulares.

Todos estos cambios en la vida de Charlie le causaron cierta sorpresa a Laura. Ella nunca había sentido el menor interés por el esoterismo. Sin embargo, al cabo de un rato, mientras le escuchaba, empezó a parecerle lógico que un hombre como Charlie se sintiera tan absorbido por esa línea de pensamiento. De rebote, su visita había despertado en ella la idea de escribir una novela de intriga sobre Thomas Bradwardine y sobre una conspiración para asesinar al rey Eduardo II. Ahora, camino de Londres, con la esperanza de encontrar a Charlie sentado tan ricamente en su tiendecita, le entraron remordimientos por no haberse puesto en contacto con él en las tres semanas que había pasado en Inglaterra y por no haberlo llamado siquiera para anunciarle su visita.

Llegó a la estación de Paddington pasadas las 8:30 y cogió el metro a Warren Street. Una vez allí, atrapada en el denso tráfico de la mañana, se dio cuenta de que seguramente era demasiado pronto para encontrar a Charlie. Para matar el rato, se tomó un café y un cruasán en un Starbucks y luego fue dando un paseo por Tottenham Court Road, en dirección sur. Consultó su correo electrónico en un cibercafé, compró el periódico y se tomó una segunda taza de café antes de reanudar la marcha, ahora en dirección sur. Pasó por delante del Centre Point y siguió por New Oxford Street hasta la bocacalle que daba a Museum Street, donde estaba el Ciervo Blanco. Mientras se dirigía hacia allí, llamó a Philip al móvil. Pero saltó el contestador.

Nada más doblar por Pied Bull Yard, una callejuela de menos de cuatro metros de ancho y visible desde el British Museum, vio el diminuto escaparate abarrotado de libros. Encima de la entrada había un rótulo pintado, muy a la antigua, con un esplendoroso ciervo blanco.

Desde el exterior la tienda parecía sin vida, en silencio. Pero la puerta se abrió suavemente cuando Laura la empujó. El aire estaba cargado, olía a papel viejo y a humo de cigarrillos. Del techo agrietado pendía una única bombilla; no había moqueta y los tablones de madera estaban desgastados. En cuanto a las paredes, estaban cubiertas hasta el último milímetro de estantes repletos de libros de todas las formas, colores y tamaños. El local era un tanto lúgubre, pero sorprendentemente agradable.

Al fondo había un vetusto escritorio con patas talladas de madera de fresno, bastante feas. Estaba cubierto de papeles. A un lado había un ordenador con pinta de viejo, y al otro un cenicero a rebosar de colillas. Junto a la mesa, una papelera, también hasta los topes de bolas de papel y demás desperdicios. Detrás del escritorio había una puerta abierta que daba a una despensa; del interior salía una mortecina luz anaranjada. Laura oyó que dentro silbaba una tetera. Al poco, salió un hombre y se dirigió al escritorio.

Parecía no haberse percatado de su presencia. Un cigarrillo encendido le colgaba de los labios, y llevaba una taza grande y mugrienta. Laura carraspeó.

—¡Santo Dios! —exclamó él, y dejó la taza encima de la mesa con tan poco cuidado que el té con leche se derramó encima de un montón de papelotes. Apagó el cigarrillo en el cenicero y rodeó la mesa hacia ella con los brazos abiertos—. ¡Laura, criatura! —dijo al abrazarla.

Ella se rió y lo abrazó también.

Charlie la apartó, extendiendo los brazos.

—¡Estás más delgada, niña! ¡Y llevas el pelo cortísimo! —hablaba con el más puro acento de Essex, como si nunca hubiese vivido en Oxford, ni tuviese nada que ver con la literatura oculta ni llevase un lustro en Bloomsbury—. ¿Una taza?

—No, gracias, Charlie. Tengo cafeína para un año entero. ¡Vaya, chico, qué alegría verte!

Charlie le ofreció asiento en una silla vieja y maltrecha, que limpió antes con la mano. Y se dirigió a la puerta de entrada para echar el pestillo y dar la vuelta al cartel de «abierto».

—Nunca se sabe… Con la de hordas que nos visitan… —Se echó a reír mientras se sentaba en la silla que tenía al otro lado de la mesa.

Charlie nunca había sido lo que se dice un dechado de buena salud; siempre estaba paliducho y por debajo de su peso, pero ahora se le veía francamente demacrado y aparentaba muchos años más que los cuarenta y cuatro que tenía en realidad. Desde que se vieran la última vez el año anterior, en ese lapso de tiempo había perdido pelo, peso e incluso el poco color que tenía en la cara. Tenía muy mal aspecto, como si padeciese una enfermedad terminal, concluyó Laura.

—Charlie, odio tener que decírtelo, pero tienes un aspecto espantoso.

Él se encogió de hombros.

—He estado trabajando a tope, Laura. Pero me siento genial. Lo único es que se me está cayendo el pelo —dijo, y se dio unos tirones a los cabellos finos y grasientos que le cubrían las orejas—. Pero no te preocupes por mí —cogió un paquete de tabaco que tenía al lado de un montón de papeles, encima de la mesa; sacó un cigarrillo y lo encendió con un mechero de otra época—. Cuenta, ¿qué te trae por estos pagos?

—Bueno, a decir verdad, tú…

—¡Vamos, anda ya!

—Empecé a escribir una novela sobre Thomas Bradwardine. ¿Recuerdas que hablamos de él esa noche en Nueva York? Cuando te fuiste, empecé a tejer una pequeña trama.

—Dices que empezaste. En pasado. ¿Te ha dado el famoso bloqueo del escritor?

Laura echó un vistazo a su alrededor, a los miles de volúmenes que forraban las paredes, desde el suelo hasta el techo. De repente, se sintió muy pequeña.

—No, sólo que se me ha ocurrido una idea mejor.

—Continúa.

—¿Has visto las noticias sobre los asesinatos de Oxford?

—Sí —respondió él en tono enigmático.

—En fin, ¿me puedo fiar de ti? ¿Cómo viejos amigos que somos?

—Por supuesto. —Ahora exhibía una expresión de sorpresa y, a la vez, de haberse sentido un tanto herido por la pregunta—. Eso ya lo sabes…

—Sí, es verdad, perdona. Es que… la policía no ha divulgado todo lo que sabe. Pero, de todos modos, tampoco quieren admitir lo que hay. O, por lo menos, no querían admitirlo cuando hablé con ellos la última vez.

—Me hablas con acertijos, Laura.

—La cuestión es que estos asesinatos poseen un elemento de tipo ritual. No, más que eso: el asesino va siguiendo un plan de acción que se basa en la astrología.

Charlie entornó los ojos. Dio una larga calada al cigarrillo.

—Dices que el asesino actúa según un plan de acción. Eso implica que en tu opinión aún no ha terminado.

—Eso es exactamente lo que creo. Me temo que sólo acaba de empezar.

—Muy bien —replicó Charlie con parsimonia, y se recostó en la silla. Volvió a dar una calada y escudriñó a Laura entre la nube de humo que se formó entre ellos—. ¿Por qué no me lo cuentas todo desde el principio? Necesito hacerme una composición de lugar.

Laura le contó hasta donde se atrevió. Cuando hubo terminado, se asustó al ver que su amigo había empalidecido aún más.

—Tú sabes algo, ¿no es así, Charlie?

Él dio una última calada al cigarrillo y sacó otro del paquete, que encendió con la punta roja medio apagada del primero.

—¿Por qué dices eso?

—Te conozco. ¿O no te acuerdas ya?

Laura observó que tenía las uñas sucias y que el índice y el corazón de la mano derecha, entre los que sujetaba el cigarrillo, tenían unas manchas de color naranja.

—Mira, lo único que sé es lo que se rumorea. Así funciona el esoterismo en la actualidad. Todo por internet, lo que se divulga en las salas de chat. Pero tenemos que ser discretos. Si conoces el lenguaje, puedes estar en el ajo, como se dice.

—¿Y qué cuentan los que están en el ajo, Charlie?

Cuando dio otra calada profunda, su cara se transformó en la faz de una calavera.

—Está pasando algo gordo. Algo muy gordo y muy chungo.

—¿Qué quieres decir?

—Un grupo de gente, un grupito muy reducido, que se mantiene en el anonimato, ya me entiendes, está jugando a juegos muy peligrosos.

—¿En Oxford?

—En Oxford.

—¿Qué clase de juegos?

—Eso, cariño, no lo puedo decir, porque no lo sé.

—¿No lo sabes? ¿Y no puedes aventurar una hipótesis?

—La gente está demasiado nerviosa y no habla mucho de esta historia.

—Vale. —Laura no podía disimular la exasperación que sentía—. Comprendo que es un asunto delicado, pero deja los detalles al margen y cuéntamelo a grandes rasgos.

Charlie estaba succionando otra vez el cigarrillo y llenó el aire de más humo gris. Al final, dijo:

—Se rumorea que están implicadas manos muy viejas. No sé qué andarán haciendo. Ni quiero saberlo, si te digo la verdad. Pero he oído… —Hizo una pausa de unos diez segundos antes de seguir—. He oído que hay un manuscrito de por medio.

—¿Un manuscrito?

Charlie asintió.

—¿De qué tipo?

Charlie apagó el cigarrillo, dio un trago al té y cogió el mechero. Lo encendió y lo apagó cerrando la tapa. Laura hizo lo posible por no inmutarse, pero cuando él hubo repetido la operación cuatro veces más, de pronto alargó el brazo y le quitó el mechero.

—Charlie… ¿Qué manuscrito?

—Laura, linda, te lo diría si lo supiera. Pero, ya ves, eso es todo. Ahora ya sabes lo mismo que yo. Sea quien sea el que está detrás, se trata de alguien importante. Y no sólo dentro del mundillo. En este asunto está implicado alguien con mucho poder.