XVII

Oxford, velada del 11 de agosto de 1690

Eran las seis de la tarde cuando el coche de punto bajó por Headington Hill, a una milla de las murallas de la ciudad. Seguía haciendo un calor sofocante. En la Bear Inn un criado le subió la maleta por la escalera de caracol y le preguntó si deseaba que le sirviesen algo de comer en su habitación. Una vez a solas, Newton pudo descansar, disfrutar de la soledad y meditar sobre las últimas veinticuatro horas.

Había salido de Cambridge como alma que lleva el diablo, dejando extenuado a su pobre caballo. Pero después de cambiar dos veces de montura —la primera en Standon Puckeridge y después en Great Hadham—, había completado el trayecto en poco más de cuatro horas, arribando a la capital antes del mediodía. Como de costumbre, en el viaje había utilizado el falso nombre de William Petty, y como tal había pernoctado en la Taberna del Cisne, en Grays Inn Lane, en la City de Londres.

Durante todo el viaje y después, en la serenidad de la noche, había reflexionado sobre la tarea que le esperaba y había recordado una y otra vez el horror que había dejado atrás, en Cambridge. Aún no podía entender del todo qué era lo que se había apoderado de Wickins. Tal vez, caviló, se tratase de algún tipo de poder inherente a la Esfera, que causaba este efecto en determinadas personas. Pero de una cosa estaba seguro: el extraño incidente ocurrido en su laboratorio había exacerbado su ya de por sí intensa sensación de peligro. Se daba cuenta de que podía haber enemigos esperándolo en cualquier esquina. No podía fiarse de nadie. Por eso, había decidido hacer todo lo posible para confundir a cualquier rival en potencia, para despistar a quien creyese que podía robar la inestimable Esfera. Por eso viajó a la capital a caballo, y luego tomó el coche de punto que se dirigía a Oxford, como hacía la mayoría de los viajeros que iban a la ciudad. Le dolía terriblemente el arañazo que le había dejado Wickins en la cara, pero no podía hacer gran cosa por disimular las marcas. Lo único era guardar las distancias con un discreto disfraz. A las cuatro de la madrugada, sin haber podido descansar, lo despertó un sirviente y reanudó el viaje a Oxford, adonde llegaría al cabo de trece horas.

Ahora, instalado en la posada, Newton se sintió repentinamente agotado y con necesidad de dormir. Pero la emoción lo mantenía despierto. Cenó con avidez un caldo, leyó un poco a la luz del crepúsculo, siguió con la mirada, sin inmutarse, una rata que cruzó correteando el suelo de madera y, tal como habían acordado, a las diez en punto oyó acercarse a su amigo por el pasillo y llamar suavemente a la puerta de la alcoba. Se levantó, fue hacia la puerta y se encontró frente a Nicolás Fatio du Duillier. Con su melena de rizos negros, parecía más joven y más apuesto de lo que recordaba, y eso que sólo habían estado tres semanas sin verse. Newton lo hizo pasar. El joven dio un paso al frente con una sonrisa amplia y los dos hombres se abrazaron.

—Vuestra cara —dijo Fatio, angustiado.

—No es nada —replicó Newton con impaciencia, y se giró.

—Parecéis afligido, amigo mío. ¿Ha ocurrido algo?

—Un percance sin importancia, en Cambridge. Nada de lo que debáis preocuparos, mi buen Fatio. Y ahora, decidme: ¿lo tenéis todo preparado?

—He hecho todo lo posible, señor. Lo que me pedisteis no es tarea sencilla. El procedimiento normal no da mucho fruto, pero creo haber hecho todo lo que podría hacer un hombre. Landsdown y yo llevamos dos semanas aquí y hemos recogido todo lo necesario. A diario compruebo los cofres y, aunque no podemos perder ni un segundo, tengo fe en que todo estará bien.

Newton escudriñó el hermoso rostro del joven.

—Eso son buenas noticias.

—¿El tesoro está a salvo?

—Por supuesto que sí. Ahora repasemos una vez más todo el procedimiento.

Treinta minutos después salían juntos de la posada.

Hasta el college había un corto paseo, que hicieron en silencio. Allí los esperaba un tercer hombre, al que siempre se referían como Landsdown. Era más alto aún que Fatio du Duillier, más corpulento, y empezaban a vérsele canas en las sienes. Pero los dos estaban ligeramente encorvados.

—Me alegro de veros —dijo Landsdown—. ¿Lo traéis todo?

Newton se dio unas palmaditas justo debajo del hombro izquierdo, por encima del blusón.

—Todo bien.

—Entonces, deberíamos proceder. Seguidme.

Landsdown los llevó al patio, lo cruzaron y pasaron por una puerta que daba a un pasillo largo y estrecho, con muchas puertas a izquierda y derecha. Al llegar a la cuarta puerta de la izquierda, los tres se detuvieron. Landsdown sacó una llave que llevaba guardada en un pliegue de los bombachos y abrió con ella la cerradura. Giró el pomo y empujó suavemente la puerta.

Justo detrás de ellos había otra puerta. También la abrió y al otro lado apareció una escalera de piedra, empinada y angosta, que descendía a un lugar que estaba totalmente a oscuras. En lo alto de la escalera había una antorcha encendida, prendida en un soporte de la pared. Landsdown la cogió, la levantó y se metió por el vano.

Tras bajar un corto tramo de escalones, se encontraron en una estancia con las paredes cubiertas de estantes de arriba abajo, en los que se almacenaban varios cientos de botellas de vino, oporto y brandy. Era la bodega del college. Landsdown los llevó hasta la otra punta de la estancia abovedada y se detuvo al llegar a la pared. Estaba fría y húmeda al tacto. Landsdown pasó lentamente la palma de la mano por el muro. Sostenía la antorcha muy cerca de la piedra, pero parecía que se guiaba más por el tacto que por la vista. Al poco, detuvo la mano en un punto y enganchó un dedo en una pequeña arandela de metal oscuro, cuya circunferencia no era mayor que una guinea. Tiró con fuerza, y los tres oyeron un sonido parecido al de la caída de un peso pesado. Muy lentamente, en el muro se abrió un panel. La abertura tenía una anchura no mayor que la espalda de un hombre.

Landsdown se volvió hacia sus compañeros.

—Bien, caballeros, está a punto de comenzar nuestro trabajo de esta noche. ¿Estáis preparados para proceder?

Y, sin esperar respuesta, Landsdown dio la vuelta, se agachó y se metió por el hueco oscuro, por el que apenas cupo.