El Acólito había aguardado pacientemente casi seis horas metido en el coche, apenas sin apartar la vista de una de las casas adosadas de Princess Street: el número 268. Había visto entrar y salir a sus ocupantes y a sus amigos. A las 18:04 llegaron los dos estudiantes que compartían la casa con Simon Welding, el novio de Samantha. Veintisiete minutos después aparecieron dos chicas, Kim Rivedon y Claudia Meacher, alumnas de tercero de la Universidad Oxford Brookes. Los cuatro permanecieron en la casa veintiún minutos y salieron juntos a las 18:52. Por lo que sabía desde que los vigilaba y por lo que le habían dicho sus contactos, hasta las once, por lo menos, no cabía esperar que volviesen a casa los dos estudiantes que vivían con Simon Welding en Princess Street 268, Dan Smith y Evelyn Rose, y las dos chicas. A las 19:32, Simon Welding llegaba con su viejo y abollado Mazda. No volvería a salir vivo de la casa.
A las 20:58 el Acólito salió del coche. Se había puesto unas fundas de plástico en los zapatos y llevaba una caja de metal, sin ninguna característica especial, en la mano izquierda. La caja tenía unos cierres recios y medía 30 centímetros de largo por 25 de ancho y 25 de alto. Era una caja para transporte de órganos, con control de temperatura, una de las cinco que había encargado a un especialista de Austria, que había fabricado cada una según las especificaciones que él le había dado personalmente. En la mano derecha llevaba una pequeña bolsa negra de plástico, con la cremallera echada y cerrada con un pequeño candado. Miró a ambos lados de la calle. Al final había un pub bullicioso, y en perpendicular a Princess Street discurría la transitada Cowley Road, una importante vía de acceso al centro urbano viniendo de Londres y del este. Tanto uno como otra quedaban ocultos tras el codo que formaba la calle, y que convertía ese tramo en un rincón más tranquilo y oscuro. Entró en el jardín por la portezuela de madera y rápidamente se dirigió a la entrada lateral, que daba a un paso que recorría un costado de la casa y desembocaba en el jardín de la parte trasera.
El angosto pasadizo estaba muy oscuro, pues las nubes tapaban la luna y apenas llegaba el resplandor acerado de las farolas más cercanas. A dos tercios del camino se detuvo. Desde la calle no se le veía. Dejó la caja y la bolsa en el suelo, abrió el candado y la cremallera y extrajo con tiento un traje de plástico transparente, un par de guantes, una visera y una capucha. Con sumo cuidado se puso el traje y se abrochó los cierres de velero de cuello, muñecas, tobillos y cintura, hasta quedar totalmente cubierto, hasta el último milímetro. A través del plástico consultó el reloj de pulsera. Eran las 21:04.
El jardín estaba descuidado y lleno de hierbas en la parte trasera. El Acólito andaba despacio, en silencio, en dirección a la puerta de la cocina, a la que se accedía directamente desde el jardín. Una vez dentro esperó a ver si oía ruido en el interior de la vivienda. No se escuchaba nada, salvo lejanas ráfagas de música que parecían venir del piso de arriba.
Cruzó la cocina, salió al pasillo y subió por las escaleras con paso lento, deliberado. Tenía los cinco sentidos alerta, estaba preparado para cualquier contingencia. Llegó al rellano y fue comprobando que todas las habitaciones estuviesen vacías para cerciorarse de estar a solas con su presa y, entonces, se dirigió al dormitorio que daba a la fachada principal. Ahora sí distinguía la música: el alegro del Cuarteto de Cuerda en Re Menor, de Schubert, una de sus piezas favoritas. Se quedó quieto junto a la puerta, a la escucha de cualquier sonido humano que se oyese por encima de la música. Pero lo único que pudo detectar fue una respiración profunda y el típico gemido de vez en cuando. Abrió la puerta sigilosamente y se quedó mirando la habitación.
Samantha estaba encima, con la espalda arqueada y la cara vuelta hacia el techo. Simon tenía las manos en los pechos pequeños y firmes de ella y contemplaba su expresión extasiada. El Acólito se estremeció de manera casi imperceptible, afectado por una mezcla de sentimientos: celos, desagrado, fascinación. Combinados, generaron en su interior una oleada de energía sexual que le recorrió la columna vertebral. Notó que se ponía tenso. Entonces, consciente de que no podía esperar ni un minuto más, apoyó en el suelo el maletín de metal, extrajo del bolsillo un escalpelo, lo sacó de la funda y, dando tres rápidos pasos hacia delante, se colocó al pie de la cama mucho antes de que Simon y Samantha se percatasen de su presencia.
Con un solo gesto habilísimo, echó atrás la cabeza de Samantha y le sajó el cuello de un tajo. Le cortó la yugular, la sangre salió disparada en todas direcciones, empujó el escalpelo hacia abajo y le seccionó los músculos de la laringe. El grito que brotó de su boca enmudeció de inmediato. La chica cayó al suelo agarrándose la garganta. Entre los dedos se le escapaba la sangre a borbotones. Levantó la vista hacia el Acólito. Lo miró con unos ojos enormes, tratando en vano de entender.
Simon estaba petrificado por el impacto. El Acólito aprovechó esos segundos para cortarle el cuello de oreja a oreja con tal ímpetu, que estuvo a punto de decapitarlo. La sangre roció la visera del Acólito y la enjugó con la manga. El cuerpo de Simon Welding se convulsionó varias veces y de la boca le brotó un chorro de sangre oscura que le cubrió la cara con una máscara líquida de color rojo.
El Acólito saltó de la cama mientras el joven se contorsionaba entre las sábanas empapadas, y se acuclilló al lado de Samantha. La joven todavía estaba viva. No podía perder ni un segundo. Le puso una mano en la frente y la otra en el cuello y, con un simple giro, le partió dos vértebras cervicales, la C-1 y la C-2. El cuerpo de la chica se distendió al instante.
Acercó la caja metálica y la colocó a su lado. A continuación, dio la vuelta a Samantha para dejarla boca abajo. Con dos movimientos sencillos, le abrió el cuerpo practicándole sendas incisiones de 23 centímetros a cada lado de la columna. Apartó la carne. Podía verle la caja torácica. De uno de los bolsillos de cremallera del traje de plástico sacó una sierra quirúrgica a pilas y serró los huesos en cuestión de segundos. Apartó las costillas y, con el escalpelo, fue seccionando cuidadosamente los vasos sanguíneos y los conductos que entraban en los riñones.
Abrió la caja para transporte de órganos. El Acólito notó el frío en las manos y vio cómo se derramaba por los bordes el vapor congelado. De la cama le llegó un poderoso gorgoteo. A continuación, se hizo el silencio. Simon Welding acababa de expirar.
El Acólito metió las manos enguantadas en el cálido interior del cuerpo de Samantha Thurow. Extrajo lentamente los riñones, metió cada uno en una bolsita de plástico transparente, las selló y las colocó delicadamente dentro de la caja. De un bolsillo lateral de la caja sacó una moneda. Con mucho cuidado, la depositó en la abertura derecha del espinazo de la chica. Luego sacó una toallita impregnada en jabón y se limpió con ella las manos enguantadas y la sangre del asa y de la tapa de la caja metálica. Tras terminar la operación volvió a guardarse la toallita en el bolsillo. Por último, enfundó la cuchilla del escalpelo y lo guardó en ese mismo bolsillo.
A las 21:13 exactamente, nueve minutos después de haber entrado en la casa, se encontraba de nuevo en el angosto pasadizo oscuro que discurría por la parte lateral de la vivienda. Allí se quitó la visera, los guantes, el traje de una pieza y las fundas de los zapatos, poniendo especial esmero en evitar que la más mínima gota de sangre o partícula de tejido le rozase la piel o la ropa. Se puso entonces otro par de guantes de plástico limpios, así como fundas limpias en los zapatos, sacó una bolsa pequeña del bolsillo de los pantalones y metió en ella el mono de plástico, la visera, los guantes, el primer par de fundas de zapatos, el escalpelo y las toallitas. A continuación, se quitó los guantes limpios, los metió también en la bolsa y la selló. Cogió del suelo la caja de los órganos y, rápidamente, salió a la parte delantera de la casa. Acurrucado, escudriñó la calle. Justo dos casas más allá, hacia Cowley Road, una pareja caminaba en su dirección. Se agachó aún más. La pareja pasó por su lado; la chica iba soltando risitas.
Cuando llegaron al final de la calle y se perdieron de vista, el Acólito volvió a mirar a izquierda y derecha. Nadie. Con rapidez, pero con calma, superó el murete del jardín. Abrió el maletero del Toyota con la llave, en vez de hacerlo con el mando. Metió dentro la caja de los órganos y la sujetó con dos correas de cuero. Dejó la bolsa de plástico al lado, cerró el maletero y rodeó el coche para abrir la puerta del conductor. Una vez dentro, se quitó las fundas de los zapatos y las metió en una bolsa de plástico, que dejó encima del asiento. Se limpió las manos con una toallita y la metió también en esta bolsa. Treinta segundos después circulaba en dirección al centro de Oxford, tarareando la sonata para piano de Beethoven que emitía el aparato de música, muy satisfecho con la obra de esa noche.