El despacho del comisario Monroe era tan austero como él. La mesa ocupaba un tercio de la habitación y, a excepción de un ordenador de última generación, de un par de teléfonos y una bandeja con lápices, no había nada más. De las paredes no colgaba ni un cuadro, y sólo tenía una planta, una cinta medio muerta, cuyas lastimosas hojas caían por el lateral de un archivador. En cada esquina de la mesa había unas sillas raídas, enfrentadas a la de Monroe, que era una giratoria de PVC y respaldo bajo. Sin embargo, en lo primero en que se fijaba uno no era en estos objetos, sino en el olor que allí reinaba: una mezcla desagradable de aromas a comida rápida. Saltaba a la vista, pensó Laura cuando tomó asiento en la silla que le ofrecía el comisario, que Monroe era un hombre para el que comer como Dios manda representaba una pérdida de tiempo y de recursos.
Una pared de cristal recorría de lado a lado y de arriba abajo todo el frente del despacho. Desde allí se veía la planta sin tabicar, llena de mesas de trabajo, paredes cubiertas de gráficos y tablas, pantallas parpadeantes, ordenadores manejados por policías de uniforme y agentes de paisano que tomaban café, miraban atentamente el contenido de la pantalla que tenían delante, hablaban con vehemencia, se recostaban en el respaldo de la silla, con los pies encima de la mesa, revisaban documentos, se pasaban los dedos por el pelo, anotaban cosas en cuadernos, tecleaban, hablaban por teléfono, conversaban, escuchaban. Eran las 19:45, pero podría haber sido cualquier hora del día o de la noche. El lugar estaba excesivamente iluminado, había mucho ruido y toda la planta bullía de actividad. Laura sabía por su larga experiencia, que las comisarías, fuera cual fuese la ciudad en la que se encontraban, no dormían jamás.
Casi con un sobresalto se dio cuenta de que tanto Monroe como Philip la estaban mirando fijamente.
—Muy bien, señora Niven. —Monroe no apartó de ella sus intensos ojos negros—. Dispone usted de cierta información que considera podría sernos de utilidad para la investigación.
Su voz no denotaba más que una pizca del escepticismo y de la impaciencia que, sin duda, sentía aquel hombre. No era la primera vez que Laura se topaba con este tipo de individuos. De hecho, los había conocido a montones. Monroe, según lo analizaba ella, era un estereotipo, el equivalente británico de los endurecidos polis de carrera que había conocido en su época de reportera de sucesos. Los individuos como el comisario eran impermeables a la mayoría de las armas que ella sabía emplear para salirse con la suya cuando se encontraba en compañía masculina, eran inmunes al talento para la persuasión que utilizaba con tanta eficacia. Pero al mismo tiempo, era perfectamente consciente de que los Monroe del mundo eran los mejores polis. Eran hombres que, al menos por fuera, parecían no tener vida privada ni lastres emocionales ni nada que los debilitase o distrajese de la tarea que tuviesen entre manos.
—En efecto —respondió ella—. Y creo que es muy importante.
—Vaya, me tranquiliza usted.
Miró de nuevo a Philip para comprobar que le daba su aprobación para relatar toda la historia, y empezó a explicarle lo que había descubierto, los hallazgos en almanac.com y la previsión de la conjunción planetaria. El comisario se mantenía casi imperturbable, salvo por algún frunce ocasional del entrecejo para dar a entender que le prestaba atención. Cuando Laura hubo terminado, él se recostó en la silla y cruzó los brazos sobre el pecho. Tenía arremangadas las mangas de la camisa, y le quedaban tan apretadas que parecía que de un momento a otro se le iba a rasgar la tela.
—Astrología —dijo.
La palabra, sin más acompañamiento, sonó redonda, al más puro estilo de los condados de los alrededores de Londres, como un eco que resonase en el tronco hueco de un roble. Miró hacia el techo,
—Sé lo que está pensando. Claro, la cosa suena, bueno…, rara, imagino.
—Está convencida de que nuestro asesino sigue un plan de acción escrito en las estrellas, un chalado que va matando por ahí según un plan cuidadosamente diseñado.
—Sí.
—¿Y todo por esas coincidencias que ha descubierto?
Laura se puso tensa.
—Ya lo sé, señora Niven —Monroe levantó una mano para evitar que le replicase—. Ya sé que para usted no son coincidencias.
—Comisario, a mí me parece que estos datos son algo más que una coincidencia —intervino Philip—. Yo no creo en la astrología, por si lo dudaba usted. Y sé que Laura también es muy escéptica.
—Miren, señor Bainbridge, señora Niven. Entiendo adónde quieren ir a parar. Me doy perfecta cuenta de que no hace falta ser un loco de la astrología para sacar la conclusión de que determinado asesino está actuando según las normas de este supuesto arte, pero ¿no les parece que están dándole demasiadas vueltas a una serie de hechos que podrían explicarse de mil maneras diferentes?
En el trayecto en coche a la comisaría, Philip había advertido a Laura de que Monroe era un hombre difícil de convencer. De hecho, había añadido, es un hombre difícil, y punto.
—¿Como cuáles? —le desafió Laura.
—Es posible que el asesino esté dejándonos pistas falsas. Que nos quiera hacer creer que está actuando según un disparatado plan de acción, sólo para despistarnos. O, más sencillo aún, podría ser una mera coincidencia, como dije antes.
—No me creo ninguna de esas explicaciones —dijo Laura, impaciente—. No me trago que alguien sea capaz de planear dos asesinatos que encajan a la perfección con los datos que hemos encontrado, sólo para hacer, acto seguido, algo completamente diferente. Y menos aún, que dichos datos no sean más que una serie de coincidencias.
Gracias a los años de experiencia, había aprendido a calar a la gente y a hacer que los demás viesen en él lo que él quería que vieran. Y Monroe no pudo evitar un sentimiento de admiración por esa norteamericana. Tenía coraje. Pero no por ello dejaba de oponerse a sus teorías.
—Entiendo el razonamiento físico, señora Niven. Soy consciente de que los fenómenos astronómicos, a diferencia de la interpretación astrológica, son irrefutables. Pero ¿qué grado de precisión ofrece ese programa informático?
Laura se quedó desconcertada unos segundos. Monroe aprovechó la repentina ventaja que le daba.
—Toda su teoría depende de la precisión de las horas calculadas, que vincula cada asesinato con la entrada de cada planeta en… ¿cómo era?… Ah, sí, en Aries, ¿verdad?
—No tengo motivos para creer que esa página web no sea precisa —dijo Laura.
—¿Y qué me dice de la hora en la que se cometieron los asesinatos?
—Rachel Southgate fue asesinada entre las siete y las ocho treinta de la tarde noche del veinte de marzo —contestó Philip—. Jessica Fullerton en la madrugada siguiente, en algún momento entre las dos y media y las cuatro y media.
—Sí, pero usted sabe que la policía científica no es capaz de determinar el momento del fallecimiento con la exactitud que necesitan. En ese sentido, la astrología parece una ciencia infinitamente más precisa. —Monroe esbozó una sonrisa forzada.
—Eso es una estupidez, y lo sabe, comisario —replicó Laura—. En todo esto hay algo más que una coincidencia. Además, ¡por Dios Santo!, han muerto dos jóvenes. ¿Acaso tiene usted alguna teoría mejor?
Acababa de meter la pata, y se dio cuenta en cuanto salieron las palabras de su boca. Philip le lanzó una mirada irritada.
Monroe mantuvo su actitud fría como el hielo.
—No le quepa duda de que soy consciente de la situación. Y claro que tenemos nuestras propias teorías. Les estoy muy agradecido por dedicarnos su tiempo. Ahora, si me disculpan…
—¡¿Qué?! —exclamó Laura—. ¿No va a tener en cuenta nada de lo que le he contado, cuando el próximo asesinato está programado para minutos después de las nueve? Dentro de… —consultó rápidamente la hora en el reloj de pulsera— poco más de una hora.
—Me temo que no, señora Niven. Mis recursos son limitados. Tengo a un equipo de veinte policías siguiendo varias líneas de investigación, digamos, más ortodoxas. Aparte, ¿qué es exactamente lo que espera que yo haga?
Buena pregunta, desde luego. Tanto Laura como Philip habían ido pensando en ello en el coche, pero ni ella ni él habían llegado a mencionar el tema. Por muy acertadas que fuesen sus tesis, y por mucho que el comisario las hubiese dado por válidas, ¿de qué les servía esta información en ese preciso instante?
—Mire, señora Niven —añadió Monroe, con una suavidad nada característica en él—, aprecio su interés. Agradezco sus buenas intenciones, pero…
—No pasa nada. —Laura agarró el bolso y se puso en pie—. Disculpe que le hayamos molestado. Le dejaremos seguir sus propias líneas de investigación. Sólo espero que esté en lo cierto.
Cuando Mark Langham vio entrar por la puerta de batientes del laboratorio de Criminalística al comisario Monroe con cara de malas pulgas, se volvió hacia el técnico de la científica con cara de «¡Vaya por Dios, ya está torcido otra vez!» y acudió a su encuentro.
—Más vale que tengas buenas noticias —le manifestó Monroe.
Langham se limitó a guiarlo en silencio hasta una mesa blanca de plástico y cristal que ocupaba en el centro de la sala. El tablero era en realidad una caja con luz interior y superficie de cristal, encima de la cual habían extendido una lámina de plástico de unos treinta centímetros cuadrados que semejaba una placa de rayos X. En el centro de la lámina se veía una imagen alargada, en blanco y negro, de casi ocho centímetros de largo, con uno de los ángulos ovalado y puntitos y rayas por todo el borde.
—¿Qué es? —preguntó Monroe.
Langham acercó una lente a la imagen.
—Mírala más de cerca.
Monroe se pegó a la lente y la desplazó por toda la lámina de plástico.
—Un fragmento de huella —dijo Langham con toda naturalidad—. Las marcas del borde… puntadas. Zapatos caros.
Monroe se irguió.
—¿Hechos a mano?
—Muy posiblemente.
—¿Algo más al respecto?
—A juzgar por esta imagen parcial, parecen de un cuarenta y tres, ancho normal.
—¿Dónde estaba? —preguntó Monroe.
De pronto, parecía bastante más animado.
—En los alrededores de la casa, cerca de donde vararon la batea —dijo, y le pasó varias copias en blanco y negro de la huella apenas perceptible en el barro.
Mientras Monroe las estudiaba, Langham rodeó la mesa luminosa para acercarse a una de las encimeras del laboratorio. Era de acero prensado, de una pulcritud inmaculada. Arrimados a la pared había una hilera de varios aparatos con visores digitales y diseño limpio y plástico. Delante de ellos había un par de placas Petri.
—Hemos encontrado estos fragmentos dentro de la huella. —Langham extrajo uno con unas pinzas—. Cuero nuevo de buena calidad.
—¿Y esto otro?
Langham sacó de la otra placa un fragmento de tamaño similar y de un material de color verde.
—Plástico. Una variante de polipropileno, para ser exactos. Pero también de altísima categoría: un crospolímero caro, extremadamente liviano, pero muy resistente.
—¿Y estaba en la huella?
Langham asintió.
—Y, en cantidades microscópicas, en el rastro que iba desde el dormitorio de la primera planta de la vivienda hasta el amarradero de la planta baja, en la parte trasera de la casa.
—¿Puedes averiguar algo más sobre este plástico? Quiero saber qué tiene de especial —preguntó Monroe.
—Por desgracia, no es un material tan raro. Además, en los fragmentos que hemos encontrado hasta ahora no hay muescas de ninguna clase. Sería fantástico encontrar un fragmento de un centímetro cuadrado con la marca del fabricante.
—Sí, claro, y tu mujer te va a suplicar que le hagas el amor esta noche.
Langham se echó a reír y, avanzando un paso, se colocó frente a la primera placa Petri.
—Es posible que tengamos más fortuna con éste. No verás en Woolworths muchos zapatos hechos a mano con esta clase de piel.
Monroe cogió las pinzas y levantó el trozo de cuero hacia la luz. En apariencia, no tenía nada de especial: una tira marrón de no más de dos centímetros de largo.
—Consultaré en la base de datos y mandaré a alguien a visitar a los zapateros de la ciudad. ¿Crees que pertenece a unos zapatos nuevos?
—La piel sí, y la huella es extraordinariamente limpia. Supongo que cabe pensar que les cambiaron la suela hace poco.
Monroe pasó las pinzas a Langham.
—No nos hagamos muchas ilusiones. Y… de momento, no digas nada a nadie, ¿entendido? —Dicho esto, echó a andar con pasos largos hacia la puerta, que quedaba detrás de Langham—. Buen trabajo, Mark —dijo sin volverse.