XIV

Cambridge, noche del 10 de agosto de 1690

John Wickins había llegado a Cambridge en 1663 y ahora conocía tan bien la ciudad como el rostro de su madre. Conocía todas las esquinas, sabía entre qué dos adoquines de la ruta habitual de sus paseos crecía una planta o una hierba, conocía a todos y cada uno de los profesores titulares de cada college y a todos y cada uno de los habitantes de la ciudad con los que se cruzaba por la calle. Durante casi treinta años había mantenido gustosamente una serie de hábitos que apenas había tenido que modificar, como comprar los libros en la misma librería, rellenar el tintero en la misma papelería, hacerse la ropa con el sastre de siempre, ahora ya avejentado, cortada al estilo de siempre, y comprar el rapé al mismo proveedor que se lo facilitaba desde hacía veinte años o más. Pero ese día se marchaba, y la ciudad ya no le parecía la misma de antes.

Había ido muy apurado toda la jornada y había alquilado un caballo para volver de Oxford ese mismo día. Llegó al anochecer. Dejó el caballo en manos del mozo de cuadra del college, que se había ocupado de darle de comer y lavarlo. Wickins no solía darse esa clase de lujos, pero tenía grandes planes que llevar a cabo y no podía malgastar el tiempo viajando a paso de tortuga en un coche abarrotado. No podía decirse que no le entusiasmara la idea de ocupar el puesto de rector del St. Mary’s de Oxford que acababan de ofrecerle. Era una oportunidad que no podía dejar pasar. Había llegado el momento de decir adiós a Cambridge y a todo lo que suponía vivir allí.

Eso, por descontado, implicaba también despedirse de Isaac Newton, con quién había mantenido una relación muy extraña todos esos años. Se habían conocido en su primer curso en la universidad, en una época en que ambos se sentían abatidos y no precisamente entusiasmados con la gran mayoría de los estudiantes. Los dos habían llegado a Cambridge creyendo que estaban a punto de sumergirse en un apasionante universo académico, cuando en realidad lo que se encontraron fue que eran muy pocos los estudiantes interesados en otros menesteres que no fuesen la bebida, el juego y las rameras. Wickins y Newton procedían de entornos similares, de origen hidalgo. Su padre había sido maestro de escuela, mientras que el de Newton había muerto antes de que naciera su hijo, y su madre se había vuelto a casar con el vicario del pueblo. Ni el uno ni el otro tenían nada que ver con la mayoría de los jóvenes que habían ingresado en la universidad el mismo año que ellos. La mayor parte de esos muchachos eran hijos de ricos terratenientes o de comerciantes acaudalados. Pero hasta esos mendrugos eran mejores que los más perezosos y estúpidos de todos los estudiantes: los inmundos vástagos de la nobleza, cuya familia se encargaba de comprar con dinero los logros académicos de sus hijos.

Atravesó el patio del Trinity College y cruzó el arco por el que se accedía a la escalera. Caminaba despacio, casi como si intentase demorar lo inevitable. En esta ciudad había vivido buenos momentos. Reconocía que había llevado una vida rutinaria y prosaica, dedicada al estudio y, después, a sus indagaciones teológicas. Pero también había combinado éstas con los ratos en que había ayudado a Newton en su trabajo científico, copiándole textos y echándole una mano en lo que buenamente podía. Y ahora tenía la certeza de que, gracias a eso, había estado más cerca del gran Isaac Newton que cualquier otro hombre. Por otra parte, hubo momentos en que la necesidad física les había proporcionado un grado inigualable de intimidad, algo de lo que jamás hablaban y que mantuvieron en el más absoluto de los secretos. Además de todo ello estaba, por supuesto, el verdadero motivo por el que Wickins había mantenido tal grado de cercanía con aquel hombre, la razón por la que se había atrevido a conocer personalmente a Newton y a trabar amistad con él: Wickins estaba convencido de que era el hombre más peligroso de la Tierra.

Llegó a la puerta que daba a sus aposentos compartidos, tiró de la cadenilla en la que llevaba prendida la llave que guardaba en uno de los bolsillos del blusón, y abrió con ella la cerradura. La entrada y las estancias a derecha y a izquierda del pasillo estaban en penumbra. Al fondo, había una ventana abierta por la que entraba una brisa cálida. La puerta de su alcoba estaba cerrada; la de la derecha, la de la habitación de Newton, por donde se accedía también a su laboratorio estaba entornada. Reinaba un silencio desacostumbrado. El único sonido que se oía procedía de una pareja de tordos que se habían hecho el nido en un olmo situado justo delante de la ventana abierta.

Sintió que le asaltaban las dudas, una fuerte oleada de incertidumbre respecto de los planes que había trazado. Éste era su hogar. Aquí se sentía seguro. ¿Estaría haciendo lo correcto al echarlo todo por la borda para emprender una vida nueva en Oxford?

De lo que sí estaba seguro era de haber terminado su cometido en Cambridge. Había sido una labor de la máxima importancia, imposible haberse marchado antes de acabarla. Por eso, al menos a este respecto, no albergaba ningún sentimiento de culpabilidad. La conjunción de los planetas estaba prevista para la noche siguiente, la del 11 de agosto, y era evidente que nadie se disponía a hacer el experimento. Si no lo estaba preparando Newton, no había nadie más que tuviese la capacidad, los conocimientos y la ambición necesarios para llevarlo a cabo. Sus amistades de Oxford habían estado al acecho de cualquier señal reveladora, pero no parecía que se estuviese preparando nada sospechoso. La semana anterior habían tenido noticia de un asesinato, pero ninguno de ellos dudó de que la chica hubiese muerto a manos de su amante, que se había matado a continuación. O por lo menos eso era todo lo que habían logrado establecer. Pero hasta sus amigos tenían que reconocer que era muy fácil maquillar muchos crímenes y que nunca podrían estar realmente seguros de lo que había pasado en determinados casos. Aunque lo más importante del asunto, pensó Wickins mientras se quitaba la cartera del hombro, la chaqueta y el sombrero, y los dejaba en los colgadores del vestíbulo, era que la Esfera de Rubí estaba, casi con toda certeza, a salvo en su receptáculo. Y no había aparecido ningún genio de la alquimia en posesión de los antiguos códigos y los conocimientos herméticos necesarios para apoderarse de tan valioso objeto.

Wickins se sorprendió de ver abierta la puerta que daba al laboratorio de Newton. La ropa de la cama estaba amontonada en un extremo. Había platos de comida en el suelo sin que nadie se ocupase de ellos. Tenía la ventana abierta, y en el ancho alféizar había un cuenco con agua. Agua limpia, intacta. Wickins se dirigió a la puerta del laboratorio sorteando los obstáculos, con el corazón en un puño y un repentino temor irracional que lo inundaba de pies a cabeza. Newton había protegido su intimidad con muchísimo cuidado.

Su amigo no le había oído llegar. Estaba de espaldas a la puerta del laboratorio, y el resplandor del fuego iluminaba una parte de la cara. Sujetaba con mimo un objeto en las palmas de las manos, algo que Wickins jamás había visto en el mundo real, un objeto que pertenecía al mundo de la mitología pero que, sabía era real, más sagrado de lo que podía expresarse con palabras, el nexo entre todos los significados: la Esfera de Rubí.

Creyó que iba a proferir un grito, pero, afortunadamente, no emitió el menor sonido. En un esfuerzo casi sobrenatural, consiguió llevarse la mano a la cara y pellizcarse la mejilla con las uñas, un gesto prácticamente involuntario, como para convencerse a sí mismo de que seguía vivo, de que lo que estaba viendo era absolutamente real.

Uno de los tordos se había posado en el alféizar y daba golpecitos en el recipiente del agua. Newton, de pronto, dio media vuelta.

Durante los dos segundos siguientes un millón de pensamientos se agolparon en la mente de Wickins. Pero sólo fue consciente de dos: uno le decía que pusiese pies en polvorosa, que saliese a toda prisa en dirección a Oxford para avisar a sus amigos. El otro impulso le gritaba que entrase en el laboratorio y cogiese la Esfera.

En el lapso de tiempo que necesitó para cubrir la distancia que lo separaba de la silla en la que estaba Newton, el científico se había puesto de pie y se había armado de valor para hacer frente a la acometida.

Pese a tener casi cincuenta años y haber dedicado toda la vida al estudio, Newton era asombrosamente ágil. Wickins alargó la mano para quitarle la Esfera, pero Newton se hizo a un lado y perdió el equilibrio. Wickins contuvo la respiración, clavó la mirada en el hombro de Newton y consiguió evitar la caída agarrándose a la mesa que había junto a la chimenea. Justo al darse la vuelta, vio que Newton trataba de coger un fajo de papeles que había en otra mesa.

—¡Isaac, no puedes hacer esto! —gritó Wickins—. ¡Por favor! ¡Sabes que no…!

Pero Newton no le hacía caso. Wickins se dio cuenta al instante de que estaba desperdiciando saliva, por lo que se apoderó de él un repentino arrebato de furia que lo impulsó a lanzarse tras Newton de un brinco y agarrarlo por el hombro. El científico se retorció y se zafó de Wickins, que giró sobre sí mismo y pudo ver la Esfera en la mano derecha de su compañero de alojamiento. Entonces, como si todo sucediese a cámara lenta, Newton cerró la mano alrededor de ella y el puño fue directo hacia la cara de Wickins. Éste esquivó el puñetazo por poco y, al virar bruscamente a un lado, descargó un manotazo en la cara de Newton, dejándole un arañazo en la mejilla. Newton aulló y, cegado de ira, se abalanzó sobre Wickins y le propinó un puñetazo en la mandíbula.

—¡Es… mía! —gritó, con los ojos como dos brasas encendidas.

Wickins trastabilló hacia atrás y acabó estampándose contra las estanterías. El cabezazo que dio en la madera provocó que un montón de tarros y botellas se tambalearan y se hicieran añicos en el suelo, excepto una que contenía un líquido amarillento, en cuya etiqueta podía leerse «Aceite de Vitriolo», y que fue a caer justo en el hombro de Wickins. El impacto provocó que saltara el tapón de corcho y el contenido se derramó en el brazo del erudito.

Wickins gritó de dolor. Pero antes de que el grito hubiese terminado de salir de su boca, Newton, con el semblante de un maníaco furibundo, dio un paso hacia delante y le propinó una patada en la cara. Wickins se desplomó en el suelo, boca arriba, inconsciente.

Cuando recobró el sentido, todo estaba a oscuras. El fuego había ido apagándose, hacía frío y el olor era tan fuerte que casi le costaba respirar. Pero lo que más le revolvió fue un inconfundible tufo a carne en mal estado.

Se levantó del suelo. Le dolía de tal manera la cabeza que estuvo a punto de caer de rodillas. Además, notaba un dolor punzante en un brazo. Tambaleándose, llegó a la habitación contigua, donde había un poco más de luz. Había salido la luna y una neblina plateada lo envolvía todo. Wickins se miró el brazo. Se le había quemado un trozo de tela de la camisa y tenía una ampolla en la piel y la carne enrojecida. Se acercó al alféizar, empapó en el agua del cuenco una camisa que encontró en la habitación y se humedeció el brazo.

Así que Newton tenía la Esfera de Rubí… Su peor pesadilla se había hecho realidad. Intentó razonar, a pesar del dolor. Se lo facilitó el agua fresca con que se empapaba el brazo, pero la quemadura era brutal y se sentía como si tuviese a veinte obreros dando mazazos dentro de su cabeza, golpeándole el cráneo empeñados en deshacer un montículo de roca resistente.

Se acordó del reloj que tenía Newton en su alcoba y fue a consultarlo. Había pasado ya la cuarta hora después de la media noche. Seguramente había estado mucho tiempo inconsciente. Juró entre dientes. Cogió agua del cuenco con las manos, se enjuagó la boca y escupió, dejando una mancha roja en el agua.

Trató de reflexionar, pero el dolor le asfixiaba los pensamientos. Newton se había marchado y en esos momentos podría encontrarse en las cercanías de Oxford. O tal vez hubiese ido a otra parte para prepararse. Quedaban menos de veinticuatro horas para la conjunción planetaria. ¿Qué podía hacer? Podría enviar un mensaje a Oxford, pero no iba a dejar en manos de un mensajero una tarea tan trascendental. Además, ¿qué diría en el mensaje?

Al poco rato salía por la puerta en dirección a las cuadras con la chaqueta y el sombrero puestos y la cartera colgada al hombro.

El mozo no se alegró, precisamente, cuando lo vio aparecer por el establo, pero un chelín lo animó y llevó al sabio al interior de la cuadra. El muchacho le contó que esa noche Newton había estado por allí, pero que no le había dicho nada y que se le veía más abstraído y malhumorado que de costumbre.

Wickins se decidió por una yegua zaina, una de las mejores monturas del establo, y dio el pago al mozo dentro de un sobre sellado que debía ser entregado al administrador. Antes de salir, le dijo al muchacho que se lo explicaría todo al jefe de cuadras en cuanto regresase, unos días después; que tenía un asunto urgente del que debía ocuparse y que, sencillamente, no podía esperar ni un minuto. Entonces, con el cuerpo molido, Wickins sacudió las riendas con ímpetu, hizo dar media vuelta a la yegua, enfiló hacia las puertas y salió por la calzada principal.

En dos horas llegó a Ickwell, a 96 kilómetros al oeste de Cambridge, y mientras el sol ascendía tras los setos de espino, una nueva montura, un rucio castrado, lo llevó a Brill, a Horton-cum-Studley y, a continuación, a Islip, tras lo cual salió al camino que lo conduciría hasta la puerta este de Oxford. Una hora y media después llegaba a las murallas de la ciudad. Se metió por Merton Street al trote, desmontó y dejó el caballo en manos de un mozo. Entonces, fue directo al University College.

—¡Mierda! —exclamó Robert Hooke cuando John Wickins terminó de contar lo sucedido—. ¡Mal rayo lo parta! —Y aspiró por la nariz una buena dosis de rapé.

Estaban sentados en unos espaciosos aposentos del University College que daban a The High. Se trataba del alojamiento del que disfrutaba Robert Boyle todos los meses de agosto como parte de su retribución. Wickins estaba exhausto y sentía punzadas de dolor en la cabeza y en el brazo. Lo había recibido el propio Boyle quien, pese a tener aspecto frágil y cansado él también, había insistido en inspeccionarle las heridas y en tratárselas de inmediato. Con delicadeza de experto exploró la piel dañada y le puso una venda apretada en el antebrazo para protegerle la ampolla. Después, aplicó en la cabeza dolorida de su colega un emplasto hecho con orina de gato y excrementos de roedor, que consideraba particularmente eficaz contra los dolores de cabeza. Mientras el anciano se ocupaba de sus males, Wickins fue describiendo lo acontecido en Cambridge. Boyle escuchaba con serenidad, lanzando un suspiro aquí y un leve gruñido allá. De tanto en tanto se detenía, dejaba en suspenso la tarea de curarle las heridas, y levantaba la vista para mirar a Wickins a la cara; sus penetrantes ojillos verdes buscaban algo indefinible. Entonces apareció Hooke, respondiendo al mensaje urgente que le había llevado un lacayo. Su reacción fue totalmente opuesta a la de Boyle: bramó, soltó exabruptos y maldiciones, y se dejó caer en una silla, junto al hogar vacío.

—¡Esa criatura abominable! ¡Esa… esa… lavativa! —gruñó, y buscó entre los pliegues de la ropa su bolsita de rapé.

Pese a su padecimiento, a Wickins aquello lo escandalizó.

—Señor, os lo ruego, conteneos…

—¿Por qué habría de contenerme? —le espetó Hooke—. Es la mejor manera que hay de describir a vuestro apreciado catedrático lucasiano. Es más, quizá sea una descripción demasiado benévola. Y podría añadir que vos, señor, no sois mucho mejor que él.

En ese momento entendió perfectamente por qué Newton lo aborrecía tanto. El cuerpo atrofiado y retorcido de Hooke era casi tan repulsivo como su personalidad.

—Vamos, vamos, caballeros —intervino Boyle—. Creo que John no tendría ningún reparo en reconocer ante nosotros dos que ha cometido algún que otro error en relación con su compañero de alojamiento. Pero lo esencial ahora es elaborar soluciones, no recriminaciones.

—Ya os lo advertí a los dos —insistió Hooke. Y mirando alternativamente a Wickins y a Boyle, añadió—: La ambición de ese hombre no conoce límites. En Londres, después de la charla de Wren, os dije, señor, que Newton había averiguado algo de mucho valor.

—Ni siquiera recuerdo haberlo visto allí —repuso Boyle.

—Estaba de pie, al fondo del salón, cerca de la puerta.

Lo vi desde el estrado. No me equivoqué. Y se marchó nada más concluir Wren su parlamento.

—Y os asegurasteis preguntándoselo a Wren.

—Exacto, eso hice —respondió Hooke casi en un susurro—. Pero no quiso decirme nada. Nunca he sido de su agrado.

Wickins no pudo reprimir un resoplido de mofa.

—Maestro —dijo éste, dirigiéndose a Boyle—. Siento en el alma haberme comportado de una manera tan estúpida. Sin embargo, si me concedierais expresar un solo atenuante en mi favor, diría simplemente que si hubiésemos albergado auténticas sospechas de que Newton tenía conocimiento de la Esfera de Rubí, me habría resultado casi imposible creer que supiese cómo arrebatarnos el preciado objeto delante de nuestras narices, ni habría podido creer que, de haber sido así, hubiese tenido la más remota idea de qué hacer con ello.

—¡A vos, zopenco, os encomendamos la misión de vigilar al demonio! —exclamó Hooke.

—Caballeros —dijo Boyle—. Esta triste mañana no tengo ni la energía ni la intención de repetirme. Deben acabar con esta actitud maliciosa. De lo contrario, podría echarse todo a perder. Si no adoptan desde este instante una actitud inteligente y digna, nuestro amigo Isaac Newton se nos impondrá. Porque, no nos engañemos, es un contrincante extraordinario.

Guardaron silencio unos minutos. Por una ventana abierta entraban los ruidos de la ciudad y Wickins reparó en ellos de repente. Eran casi las nueve en punto y, si bien Oxford estaba prácticamente vacía de estudiantes, la ciudad revivía con el bullicio de los comerciantes y de los vendedores ambulantes, el trasiego de carretas por The High y, un poco más allá, el estrépito de martillos y el silbido seco de unas sierras cortando madera, señal de que los obreros estaban trabajando ya en las reparaciones del tejado del College.

—¿En qué pensáis, Maestro? —Hooke contuvo el impulso de mirar a Wickins—. Conocéis de sobra mis sentimientos hacia Newton. Es insoportablemente engreído. Hay quien lo sabe de primera mano y por amarga experiencia. Pero sólo un tonto negaría que es un hombre brillante.

—Habláis lisa y llanamente, como de costumbre, Robert. Pero decís verdad, sin duda. Me duele decirlo, pero me temo que debemos ponernos en lo peor. Newton estará trabajando con otros. Es una necesidad que ni siquiera él puede eludir, por mucho que le desagrade, como es natural. También debemos asumir que estos hombres llevan un tiempo en esta ciudad y, aunque no hayamos conseguido enterarnos, lo cierto es que ya se han manchado las manos de sangre. Todos sabemos lo que entraña el ritual. —Miró a sus dos invitados con semblante serio—. Caballeros, por culpa de nuestra inacción, nos enfrentamos ahora a un peligro espantoso. Cada uno de nosotros —y miró fijamente a Hooke con tanta intensidad, que habría amedrentado a hombres mucho más fuertes— debe hacer todo lo que esté en su mano para detener esta noche al catedrático lucasiano. El tiempo corre en nuestra contra, amigos míos. Hay que iniciar los preparativos inmediatamente.