XIII

—Pero ¿de verdad piensas seguir adelante con esa historia? —preguntó Jo, sin terminar de creérselo.

—No seas tan negativa. No se puede decir precisamente que sea una novata en materia criminal, ¿no te parece? ¿Ya no te acuerdas de cómo me ganaba el pan antes de convertirme en insigne novelista? —replicó Laura.

Era el primer día que Jo se levantaba de la cama desde el accidente. Estaba recostada en el sofá de Philip, con una manta de viaje por los hombros y una taza de sopa caliente en las manos. Llevaba un pijama tres tallas más grande, como mínimo, con un estampado blanco y negro imitando la piel de vaca. El reloj de pie del vestíbulo acababa de dar las seis, y Laura y Philip acababan de contarle lo que había ocurrido en esos dos días, justo hasta la visita de Laura a James Lightman aquella misma tarde.

—Además —añadió Laura animosamente—, creo que he dado con todo un descubrimiento.

Philip se enderezó en el sillón.

—¿Qué tipo de descubrimiento?

—El resultante de pasarse cuatro horas de intensa búsqueda en la Bodleian. Las monedas son una réplica de unas conocidas como monedas Arkhanon. Son las monedas egipcias más antiguas que se conocen. Datan del 400 a. C. aproximadamente. Hasta entonces funcionaba sólo el trueque. Pero lo más importante es que estas monedas fueron diseñadas por alquimistas que trabajaban al servicio de los faraones. Según un autor, la imagen de las mujeres con el cuenco en alto tiene que ver con la obsesión de los alquimistas con el concepto del holismo, es decir, la relación entre elementos aparentemente no relacionados.

—Bueno, claro, en el Antiguo Egipto había alquimistas, ¿no? —dijo Philip—. Creo recordar que fue en ese período cuando empezó toda esa obsesión por fabricar oro y hallar el elixir de la eterna juventud.

—Mamá… esto… —Jo frunció el entrecejo—. ¿No es una sarta de chorradas todo ese cuento de la alquimia?

—Espera, escucha todo lo que tengo que contaros, ¿vale? —dijo Laura.

Philip y Jo se miraron el uno al otro y guardaron silencio.

—Bien. Bueno, la cosa es así: resulta que una de las relaciones que más interesaba a los alquimistas era la conexión entre el hombre y el universo. La inmensa mayoría de los alquimistas se dedicó a trazar paralelismos entre el cuerpo humano, los planetas, las estrellas y el movimiento de los cielos. Creían que la bóveda celeste se reflejaba en la figura humana. Que Dios había creado esos patrones, esas imágenes repetidas, si lo preferís, y que ellos tenían el cometido de desentrañar dicha relación. Algo así como un deber sagrado.

—¿Y tú crees que todo eso tiene algo que ver con los asesinatos? —Philip parecía completamente perdido.

—Los alquimistas creían que la única manera de fabricar oro era descubriendo antes la mítica Piedra Filosofal, una sustancia mágica que, unida a cualquier metal base, podría convertirlo en oro puro. Y solamente los nobles de espíritu, o sea, aquellos alquimistas que realmente entendiesen el aspecto holístico del universo y que fuesen capaces de liberar su mente para dejarla flotar junto al espíritu universal, serían los llamados a descubrir la Piedra Filosofal. Y un detalle fundamental: el alquimista establecía una relación entre cada metal y cada parte del cuerpo.

—No sigas —la interrumpió Philip—. Ahora nos dirás que para ellos el oro estaba relacionado con el corazón y la plata con el cerebro, ¿a que sí?

—¡Diez puntos extra para el señor Bainbridge! Pero ahí no queda la cosa. Los alquimistas creían que el cuerpo humano y la bóveda celeste eran un reflejo exacto el uno del otro. De modo que también los planetas se podían asociar con los diferentes órganos del cuerpo…

—¿Mami? A ver si lo he entendido bien —intervino Jo—. Te has pasado la tarde entera buscando relaciones alquímicas entre… ay, ¿cómo era?… Entre el oro, el sol y el corazón humano. ¿Y cuándo aparece Santa Claus en el cuento este?

—La cuestión es —dijo Laura— que es muy posible que exista una relación entre los asesinatos y toda esta superchería, sencillamente porque el asesino cree en ella, aunque sea un disparate.

Jo parecía bastante abochornada.

—Está bien, mami…

—Aún hay más —replicó Laura—. Si es que queréis que os lo cuente, claro está.

—¡Sí, por favor! —Jo puso los ojos en blanco. Laura sonrió burlonamente.

—Si creéis que lo que os acabo de contar es extraño, ya veréis, porque ahora viene la parte realmente estrambótica. Hubo alquimistas que dedicaron toda su vida a la ingrata tarea de buscar la Piedra Filosofal, consistente en mezclar varios metales para crear una sustancia mágica que creían que era capaz de transmutar en oro los metales básicos. Esta búsqueda que ha consumido y exprimido siglos de esperanzas, desde la Antigüedad hasta…, bueno, hay quien dice que sigue habiendo alquimistas en nuestros días. Pero la cuestión es que el esfuerzo que se ha dedicado a fabricar la Piedra ha sido fabuloso. El adepto tenía que seguir una serie de instrucciones sacadas de muchas fuentes diferentes. Y se pasaban meses, a veces años enteros, con un único experimento.

»En definitiva, mientras leía todo esto, empecé a preguntarme por la motivación que los animaba. Entonces, medité sobre las principales conexiones que habían establecido los alquimistas y, de pronto, caí en la cuenta de que la mayoría también debieron de ser astrólogos. En mi época estudiantil estuve muy metida en la astrología. Pero al poco tiempo lo dejé. —Miró por el rabillo del ojo a Jo, que sacudía la cabeza—. Los alquimistas actuaban guiándose por la posición de los astros, y llevaban a cabo cada fase del proceso en determinadas fechas, coincidiendo con alineamientos astrológicos importantes.

Su público era todo oídos.

—Según ellos, hay un día del año que es el más importante de todos. El equinoccio vernal.

—¿El equi-qué? —preguntó Jo.

—El equinoccio vernal, el primer día de la primavera, a partir del cual los días empiezan a alargarse —le aclaró amablemente Philip.

—Exacto. Para los alquimistas, era el día más propicio para comenzar cualquier plan de acción nuevo. Era el día en que muchos alquimistas daban comienzo a una nueva tanda de experimentos encaminados a la obtención de la Piedra Filosofal. Es el veinte de marzo, es decir, hace dos días… el día del primer asesinato.

—¿Qué estás pensando, Laura? —preguntó Philip al cabo de unos segundos—. Bueno, pone un poco los pelos de punta, supongo… pero ¿en qué nos ayuda esto para atrapar al asesino de estas mujeres?

—No he dejado de darle vueltas a esa pregunta desde que salí de la biblioteca esta tarde. No sé si tendrá alguna utilidad directa, pero sí podría impedir que se produzcan más asesinatos.

—¿Ah, sí? ¿Cómo?

—Piénsalo un poco. Monroe te contó que los de la científica concluyeron que a Rachel Southgate la mataron la noche del veinte. Ese día el Sol entraba en Aries y la Tierra cruzaba el equinoccio vernal. Para el asesino, marcaba un nuevo comienzo, la puesta en marcha de algún proyecto.

—¡Qué lindeza! —exclamó Jo—. Menudo «proyecto».

—Hablo desde el punto de vista del asesino.

—Ya lo sé. Es que…

—A lo que voy —siguió diciendo Laura— es a que el momento elegido para cometer el segundo asesinato tiene también una explicación astrológica. Sabe Dios cuál será… Pero así es. Y si el asesino ha planeado un tercer o un cuarto asesinato, también estarán vinculados a una fecha y una hora precisas.

—Tiene su lógica, me parece a mí —murmuró Philip.

—¡Claro que la tiene! —replicó Laura—. Lo malo es que yo no entiendo ni jota de estas cosas.

—Pues a mí no me mires —dijo Jo—. Yo sólo soy matemática.

—¡¿Cómo has dicho?! —exclamó Laura, soltando una carcajada.

—Iba a decir que a lo mejor es tu día de suerte.

—¡No me digas!

—Tom. Es deprimente, pero está metidísimo en esas cosas. No me cabe en la cabeza… Un chico tan brillante en todo lo demás… —dijo Jo, con un toque de pijerío british en la última frase—. Por cierto, se supone que iba a venir ahora. Debe de estar al caer.

—¿Ah, sí? —intervino Philip.

—Espero que no te moleste, papá. Quería ver cómo estaba.

Philip levantó las palmas de las manos.

—No, para nada.

—Haremos que se gane a pulso la cena —dijo Laura.

Tom llegó veinte minutos después. Sin contar las fundas de aluminio en dos dedos de la mano izquierda para curarse de las pequeñas fisuras que se había producido en el accidente de coche, su aspecto era sorprendentemente saludable. Era jugador de la selección de rugby de Oxford por Oriel College, estudiaba Medicina, medía 1,92, pesaba algo más de 90 kilos y no tenía un gramo de grasa en el cuerpo. Era un joven muy apuesto, de mandíbula cuadrada, grandes ojos azules y el pelo castaño ondulado y bien cortado. Se sentó en el sofá al lado de Jo y, mientras Philip iba a la cocina a por una bebida para Tom, Laura le explicó lo que estaba pasando.

—¡Vaya! —exclamó, una vez Laura terminó su monólogo—. ¿Y todo esto va en serio?

—Eso me temo —contestó Philip, que volvía ya al salón y le tendía un vaso con zumo de arándanos—. Creo que Laura no se ha ahorrado ninguno de los detalles más escabrosos.

—¡Espero! —exclamó Tom, riéndose—. Entonces, ¿crees que el asesino está planeando sus próximos movimientos en función de un calendario astrológico?

—Aún no estoy segura.

—Pero lo que sí sabes con certeza es que el asesino cometió el primer crimen coincidiendo más o menos con el equinoccio vernal, y que dejó una moneda de oro y que… —hizo una pausa— le extirpó el corazón a la chica. El segundo asesinato se produjo menos de doce horas después, el asesino dejó una moneda de plata y se llevó el cerebro de la desdichada víctima.

—Exacto.

—Bueno, respecto a las relaciones, estás en lo cierto. El cerebro se relaciona con la plata y con la Luna. Es decir, yo diría que es evidente que en el momento en que se produjo el segundo asesinato, la Luna estaba entrando en Aries.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Jo.

—¡Claro! —exclamó Laura—. ¿Cómo no se me había ocurrido antes?

—¿El qué? —preguntó Philip.

—Bueno, ahora me parece evidente. El Sol, la Luna y los planetas se desplazan por el firmamento, ¿verdad? —explicó Laura—. El paso del Sol por cada uno de los signos astrales a lo largo del año es lo que dota de significado a los doce signos del Zodíaco. ¿Me equivoco, Tom? —Tom asintió en silencio—. De este modo —siguió diciendo—, durante todo el primer mes del año se ve el Sol en Capricornio, luego en Acuario, luego en Piscis y así sucesivamente. El Sol entra en Aries a última hora de… ¿qué día?, el veinte de marzo, o a primera hora del veintiuno. Que, a su vez, coincide con la fecha del equinoccio vernal. Después pasa por Tauro y continúa por el resto de los signos. Pero a lo largo del mes, los planetas y la Luna pueden también entrar y salir del signo zodiacal.

—Pero es un fenómeno que no se da con tanta frecuencia —puntualizó Tom—. Es posible que la Luna y los planetas se encuentren al otro lado del firmamento durante todo el mes. Sin embargo, a veces entran, uno detrás del otro, en el signo astral.

—Sí, p… —empezó a decir Jo.

Pero Tom se le adelantó:

—Ya sé lo que vas a decir, Jo. Hemos tenido esta conversación infinidad de veces. Para ti todo esto son estupideces, pero tienes que diferenciar la verdadera astrología de la mierda que se publica en las revistas femeninas y en los suplementos dominicales. Eso es pura invención, y su único fundamento es la imaginación del chalado que lo escribe. Un astrólogo bien formado trata un conjunto mucho más complejo de conceptos, y tiene en cuenta el efecto de todos los cuerpos celestes, no sólo del Sol.

—¿Lo cual implica… —apuntó Philip— que a veces esos otros cuerpos celestes siguen al Sol en su paso por el signo zodiacal correspondiente y que de ese modo afectan en algo la influencia astrológica?

—Exactamente.

—Entonces, podría ser que la Luna hubiese entrado en Aries justo después de que éste empezase a ser el signo del momento, y ésa sería la conexión con la fecha y la hora del segundo asesinato.

—Me apostaría algo.

—Sí, pero un momento… Seguramente me echaréis a la hoguera, pero ¿no veis que hay un error básico? ¿Cuánto tiempo hace que se empezó a hablar de signos del zodíaco? ¿Diez mil años?

—Bueno, no tanto —respondió Tom—. La astrología empezó en Mesopotamia hacia el año cuatro mil antes de Cristo, si no estoy equivocado.

—Vale, pues lo que sea —dijo—. Hace seis mil años. La cuestión es que es imposible que las constelaciones sean hoy como lo eran entonces porque, vistas desde la Tierra, las estrellas se desplazan en el transcurso de unos cuantos miles de años. Las constelaciones no tienen la misma forma que en la Antigüedad y, por descontado, no se encuentran en el mismo sitio que ocupaban entonces.

—Jo, eso es irrelevante.

—¿Por qué?

—Porque sólo a un astrólogo de revista le importaría.

Jo seguía sin entenderle.

—Piénsalo —dijo Laura—. El que todos los astros se hayan desplazado uno o dos signos zodiacales más allá, no tiene la menor importancia, excepto si de verdad te interesa atribuir rasgos de personalidad a los nacidos bajo un signo concreto. Ya sabes: que si eres Acuario, eres una persona poco convencional y tu punto débil son los tobillos. Este tipo de chorradas.

—El corrimiento celeste es un fenómeno que los auténticos astrólogos tienen en cuenta —intervino Tom.

—Pero el equinoccio vernal ya no cae en Aries —dijo Philip.

—No tiene la menor importancia, a no ser que te creas las predicciones astrológicas del suplemento dominical.

Jo lanzó un suspiro.

—Supongo.

Laura sonrió burlonamente.

—No pasa nada, nena, eres matemática.

Jo rió con resignación y dio un sorbo al tazón de sopa.

—Bueno —añadió Philip—. Al parecer, a nuestro asesino le inspira la astrología. Lo único que tenemos que hacer es centrarnos en lo que piensa él, no en lo que pensemos nosotros.

—Vale —dijo Laura, levantando las manos—. Volvamos al asunto que de verdad nos ocupa. Tom, en tu opinión, ¿es posible que la Luna entrase en Aries justo en el momento en que se produjo el segundo asesinato?

—Bueno, se puede averiguar fácilmente —respondió él.

—¿Ah, sí?

—Sí, no hay más que mirarlo en almanac.com. Yo estoy suscrito.

—¡Lo que faltaba! —exclamó Jo.

Tom se levantó y fue al ordenador que había en una mesa, al lado del sofá.

—¿Está conectado? —preguntó.

—Sí. Tengo banda ancha —dijo Philip, que se acercó también al terminal.

Tom tecleó almanac.com en Google. La página se abrió al instante, e introdujo su clave de identificación. A continuación apareció un menú. En la columna de la izquierda había un cuestionario con casillas vacías para escribir la respuesta.

Laura se unió a ellos. Jo, por el contrario, permanecía sentada en el sofá.

—Sólo tengo que introducir unos números —dijo Tom—. La página es genial, tiene un programa que calcula la ubicación de los planetas y de la Luna en cualquier momento, desde ahora hasta el año tres mil. —Tecleó algo en el ordenador—. Vale, entonces: la Luna, fecha: veintiuno de marzo de dos mil seis. —A continuación, introdujo unos cuantos números más, escribió la respuesta a una serie de preguntas y dio a BUSCAR.

El resultado apareció a una velocidad increíble.

—Estupendo —dijo Tom.

—¿Qué dice? —preguntó Laura, incapaz de encontrarle sentido a los datos.

—La Luna entró en Aries a las tres cuarenta y siete de la madrugada del veintiuno de marzo.

—Que podría coincidir exactamente con la hora del segundo asesinato —apuntó Philip, evidentemente impresionado.

—¿Monroe no tenía dudas en cuanto a la hora? —preguntó Laura.

—Según dijo, su equipo de la científica afirmaba con absoluta seguridad que el asesinato se había cometido entre cuatro y seis horas antes de que yo me presentase en la escena del crimen, minutos antes de las ocho y media. Es decir, el asesinato tuvo que haberse producido entre las dos y media y las cuatro y media de la madrugada.

—Oye, Tom, ¿con ese programa se puede seguir el rastro de cualquier planeta, igual que has hecho con la Luna? —preguntó Laura.

—Sí.

—Tenemos que averiguar si alguno va a entrar en Aries, y cuándo. ¿Podemos ir uno por uno?

—Mejor aún —repuso él—: te puedo decir el movimiento de todos los planetas en cualquier momento del futuro que quieras, por lejano que sea.

—No exageres, Thomas —intervino Jo, alegremente—. Sólo hasta el año tres mil.

Philip reprimió una risa, pero Tom no hizo ni caso y se puso a escribir en el teclado. Primero contestó a una serie de preguntas conforme se las iba pidiendo el ordenador y luego dio a BUSCAR otra vez, tras lo cual se recostó en la silla, diciendo:

—Adelante, ahora te toca a ti.

Esta vez el resultado tardó un poco más en aparecer, quizás unos veinte segundos. Entonces, se abrió otra pantalla llena de diagramas y listas numéricas.

—¿Qué dice? —preguntó Laura, impaciente.

—Estoy en ello —contestó Tom. Bajó con el ratón, escudriñó la pantalla y cerró los ojos para concentrarse bien—. ¡Jesús!

—¿Qué pasa? —preguntó Philip.

—Algo gordo de verdad.

—¿Serías tan amable…? —lo incitó Laura, en un susurro.

—Perdonad. Sólo muy de vez en cuando se produce una conjunción de planetas.

—¿Como si los planetas se alinearan? —quiso saber Philip, interrumpiéndole.

—Eso es. Dos o más cuerpos celestes, como la Luna y los planetas, estarán en fila india, vistos desde la Tierra. Una conjunción de dos planetas o de un planeta y la Luna, digamos, es un fenómeno más o menos frecuente. Se denomina conjunción de tres cuerpos. Más raro es ver una conjunción de cuatro cuerpos; sólo pasa cada equis años. Dentro de una semana exactamente, el treinta y uno de marzo o, para ser exactos, a los pocos minutos de la media noche, la Luna y tres planetas estarán colocados casi en línea recta, formando una conjunción de cinco cuerpos con el Sol. Es un fenómeno tan poco frecuente que quizá sólo haya tenido lugar unas diez veces en el último milenio, más o menos.

Laura fue la primera en reaccionar.

—O sea, que en el transcurso de los próximos días tres planetas más entrarán en Aries, ¿no?

—Sí, señora.

—¿Puedes averiguar cuáles?

—Ya lo he hecho —respondió Tom, y señaló la pantalla—. Venus, Marte y Júpiter, por ese orden.

—¿Cuándo?

—Júpiter justo pasada la media noche del treinta y uno de marzo; Marte unas horas antes, durante la noche del treinta; y Venus… vamos a ver —dijo, moviendo la rueda del ratón para bajar por la pantalla—. Venus entra en Aries esta misma noche, a las nueve y ocho minutos.