XI

—El viejo Fotheringay, del St. John’s, me ha contado lo del accidente de Jo —dijo James Lightman, volviéndose hacia Laura mientras se dirigían a su despacho por el pasillo.

Los muros, el suelo y el techo eran de piedra caliza y el sonido de sus pisadas reverberaba alrededor. Laura subió tras él la amplia escalinata de mármol y divisó al otro lado de una puerta los rimeros de los libros que llenaban de arriba abajo las paredes de una sala enorme en la que entraba el sol a raudales.

—Perdona que no te llamase, James. Estos días han sido una locura.

—Tranquila, Laura, me hago cargo. La parte buena es que, por culpa del accidente, te quedarás un poco más. Hace sólo un par de días me estabas diciendo adiós.

—Me ha dado tiempo para hacer unas pesquisas. Por lo menos una semana más.

Habían llegado al despacho de Lightman y él mantuvo abierta la recia puerta de roble para que Laura pasase. Entró y miró alrededor, presa del mismo impacto sensorial de antaño, cuando entró allí por primera vez, a los dieciocho años. El despacho ocupaba una sala de techo abovedado y tenía las paredes repletas de libros antiguos, antigüedades y objetos curiosos, como un búho disecado dentro de una vitrina de cristal, o una pirámide de metal, extraños instrumentos de cuerda o cajas de marquetería procedentes del norte de África. Se oía una música de fondo, una composición de Bach.

Poco más de una semana después de su llegada a Oxford, pasaba la primera mañana en la Bodleian, dichosa de constatar que tenía acceso a la biblioteca más exclusiva del mundo. Fue una experiencia particularmente memorable. Se encontraba en la sección de Historia del Arte recién restaurada cuando, de pronto, justo detrás de ella, se desplomó una librería y le cayeron encima un montón de gruesos volúmenes.

Tuvo mucha suerte, pues salió únicamente con unas magulladuras en el brazo derecho. Casi al instante apareció James Lightman que, asumiendo el control de la situación con su habitual amabilidad no exenta de firmeza, se empeñó en que Laura se sentase un momento para comprobar que se encontraba bien. En el mismo despacho le ofreció un té bien cargado y unas galletas, y le preguntó por sus asuntos personales. Aquello fue el comienzo de lo que acabaría convirtiéndose en una estrecha amistad, que conservarían a lo largo de todo el tiempo que Laura pasó en Oxford y que sobreviviría a su regreso a Estados Unidos y a sus infrecuentes visitas a Inglaterra. Durante los años de Oxford, Lightman fue para ella una especie de tío adoptivo, una figura paterna infinitamente más próxima que sus verdaderos padres, que se encontraban a casi diez mil kilómetros. Lightman y ella tenían muy buena sintonía desde el punto de vista intelectual, pese a dedicarse a ramas muy diferentes. Él era un erudito eminente, reconocido en el mundo entero como la máxima autoridad en lenguas muertas, con especial interés por la literatura helenística y romana. En cuanto a Laura, su época favorita era el Renacimiento y la recuperación de la influencia clásica en el arte, y conocía a James Lightman por un libro sobre pintura clásica que había leído a los quince años, cuando todavía era una niña precoz y estudiaba en el instituto, en Santa Bárbara.

Hasta varios meses después de conocer personalmente a Lightman, Laura no se enteró de que había estado casado con la heredera de una inmensa fortuna, lady Susanna Gatting de Brill, y que tanto ella como su hija, Emily, habían muerto en un accidente de tráfico en 1981, unos meses antes de que Laura llegase a Oxford. Emily habría tenido casi exactamente la misma edad que ella.

Lightman iba a sentarse en una gastada butaca Chesterfield de piel, delante de la mesa del despacho, mientras le indicaba a Laura que hiciese lo mismo, cuando de pronto ella se dio cuenta de que había alguien más en la habitación. Sentado en un sillón, junto a la pared más distante del escritorio de Lightman, había un joven trajeado de negro, con camisa blanca y la melena repeinada hacia atrás con gomina. Tenía la nariz larga como un pájaro, y unos pómulos muy salientes.

—No conocías a Malcolm, ¿verdad, Laura? Malcolm Bridges, mi ayudante. Malcolm, te presento a Laura Niven.

Bridges se puso en pie y le tendió una mano huesuda.

—He oído hablar mucho de usted —dijo con el semblante totalmente inexpresivo.

Tenía una voz sorprendentemente grave, y un deje galés que recordaba un poco a Anthony Hopkins. No encajaba con su aspecto.

—Cosas buenas, espero. —Laura escudriñó el rostro de Bridges. Había algo en aquel desconocido que la desagradó al instante, pero no hubiera sabido decir de qué se trataba. Entonces, se volvió hacia Lightman—. Espero no haberte pillado en mal momento.

—No, no, no seas boba —repuso el viejo—. Malcolm, hemos terminado ya con los preparativos de la noche de copas, ¿verdad?

—Sí, creo que sí. Me encargaré de organizarlo todo. —Bridges recogió unos papeles de una mesita baja—. Laura, espero volver a verla pronto —añadió, volviéndose hacia ella.

Luego, se dirigió a la puerta y salió.

Lightman se recostó en el Chesterfield.

—Bueno, ¿en qué puedo ayudarte, querida? —le preguntó—. Esta mañana por teléfono se te oía muy exaltada.

Laura escudriñó aquel rostro tan familiar, con sus ojos castaño oscuro, párpados pesados, el pelo blanco, largo e indomable. En ocasiones, parecía el vivo retrato de W. H. Auden de mayor; en otras, un patriarca bíblico sin las barbas. Laura sabía que aún no tenía setenta años, pero parecía mayor de lo que era. Su tez poseía una textura semejante al cuero y tenía la frente tan llena de arrugas y surcos que, vista de cerca, recordaba una imagen de la superficie de Marte tomada por la NASA.

—Es por el libro en el que ando metida —contestó.

—¿La novela sobre Thomas Bradwardine?

—Bueno, no exactamente. —Estaba un tanto azorada—. De momento he decidido aparcar ese proyecto. Voy a escribir una historia ambientada en el presente, de intriga y asesinatos.

—¡Vaya!

—Estoy pensando ambientarla aquí, en Oxford, o en Cambridge quizá. Todavía no lo tengo claro.

—¡Oh, Laura! ¡Por lo que más quieras, que no sea «el otro sitio»! ¡Es un vertedero infame!

Laura sonrió.

—Quiero vincular los asesinatos con algo ritual. En un primer momento se me ocurrió un cuchillo que se emplease en alguna ceremonia, pero anoche empecé a barajar la idea de unas monedas. La policía las encuentra siempre cerca de los cuerpos de las víctimas.

—¿Monedas?

—Sí, monedas antiguas. Lo malo es que no sé absolutamente nada del tema.

Lightman se inclinó para coger de una mesilla auxiliar que había junto a la butaca un curioso aparato, consistente en un muelle muy apretado y con dos asas. Laura se lo quedó mirando, atónita.

—Artritis —dijo Lightman—. El médico me ha aconsejado que estruje este cacharro cinco minutos cada hora, para que no se me agarrote definitivamente la muñeca. —Puso los ojos en blanco—. No me convence nada. —Y, después de ejercitarse un par de veces más con el muelle, levantó la vista hacia Laura—. Pero ¿cómo puedo ayudarte? Las monedas no son precisamente mi especialidad.

—Yo… bueno… pensé que aquí en la Bodleian habría documentación de primera. Lo malo es que ya no soy socia. Mm… ¿pueden hacerse socios los turistas americanos?

Lightman se echó a reír.

—Sólo los muy especiales… Veamos, supongo que tendrás prisa, como suele ser propio de ti.

Laura ladeó la cabeza.

—Me temo que no puedo evitarlo.

—En fin, tenemos una sección excelente dedicada a numismática. Podría bajar contigo y dejarte encarrilada. Creo que podemos olvidarnos de rellenar los impresos hasta otro día.

Lightman se puso en pie y, por primera vez, pareció reparar en el atuendo de Laura.

—¡Dios Santo, Laura! ¡Ése es el colgante que te regalé…! ¿Cuándo fue?

Era un ópalo, colgado de una delicada cadena de plata. Laura se lo había puesto por la mañana sin darse cuenta de que era el colgante que Lightman le había regalado hacía años.

—Cuando estudiaba aquí —contestó Laura—. Debió de ser en 1983. Hace mucho tiempo. Pero me lo pongo casi todos los días.

—¿Te he contado alguna vez que era la piedra del signo de mi hija?

—No, no me lo habías dicho.

—Bueno, es igual. En marcha.

Abajo, en la biblioteca, Laura siguió a Lightman por los pasillos de parqué que atravesaban de punta a punta la sala principal, entre hileras de inmensas estanterías de madera de roble. Llegaron al fondo de la sala y Lightman cruzó una puerta muy alta. Tomaron el pasillo que se abría a la izquierda, giraron a la derecha para atravesar un pasadizo abovedado, y entraron en otra sala, igual que la principal pero de dimensiones más reducidas. A mitad de camino Lightman giró de nuevo a la derecha y se detuvo delante de unas estanterías de la pared. Frente a ellas había una mesa grande, con un ordenador. Esa zona de la biblioteca estaba desierta.

—Ésta es la sección —dijo Lightman, y se puso a revisar los estantes—. Creo que aquí encontrarás lo que andas buscando. Si necesitas algo, la señora Sitwell está a la vuelta de la esquina —señaló hacia el fondo de la sala—. Conoce esta sección como la palma de la mano. Pero, si quieres más información, no dudes en pedírmela. Arriba me espera un poco de papeleo engorroso. —Se inclinó hacia ella y le dio un pellizco suave en la mejilla—. Antes de irte, pasa a decirme adiós.

Laura tomó asiento y se quedó mirando todos aquellos libros. De repente, sintió una punzada de remordimiento por haberle contado semejante trola al viejo. Pero tampoco tenía muchas opciones, razonó.

No tenía muy claro lo que estaba buscando y cogió del estante un libro titulado Ancient Coins, publicado por Oxford University Press. Sacó la copia de la fotografía que Philip le había impreso y el cuaderno en el que había dibujado grosso modo el reverso de la moneda.

A los pocos minutos estaba al corriente de que, si bien las primeras acuñaciones de la historia se atribuyen a los griegos, las monedas más antiguas que se conocen proceden de la región de Licia, en Asia Menor. Se encontraron debajo de un templo del siglo VI a. C. dedicado a Artemisa. Por el aspecto, las monedas halladas en las dos escenas del crimen podrían haber salido de Egipto, pero el libro no ofrecía información alguna sobre monedas antiguas procedentes de dicho rincón del mundo.

Bajó otro tomo de la estantería: Coins of Antiquity, de Luther Neumann. Casi al principio del libro había un par de párrafos especulativos sobre monedas egipcias y sobre piezas del período inmediatamente posterior a la absorción de Egipto por el Imperio romano. De todos modos, la información no parecía muy relevante y el autor del libro apenas daba una breve explicación sobre la posibilidad de que el diseño de las primeras monedas de Egipto fuese obra de alquimistas y ocultistas, obsesionados con el oro y con otros metales preciosos. Bajo el reinado de determinados faraones, esos hombres habían sido magos de la Corte.

Estaba a punto de colocar el libro en su sitio, cuando de pronto se le ocurrió una extraña idea relacionada con algo que James acababa de decirle.

—El ópalo era la piedra del signo de mi hija —dijo Laura en voz alta, repitiendo las palabras de Lightman, y volvió a abrir el libro. Encontró la página que acababa de leer y la palabra «alquimista» se destacó del resto.

Notó cómo se le aceleraba el pulso. Puso el cuaderno encima del libro, pasó la hoja y anotó: «Alquimista», «Mago», «Antiguos egipcios», «Piedras zodiacales», «Oro y plata», seguidas de cuatro grandes signos de interrogación.

A continuación, dejó en las estanterías Coins of Antiquity y Ancient Coins, y echó un vistazo al catálogo informatizado por si podía encontrar algún otro libro relacionado con las monedas más antiguas de la historia. Sólo encontró un título: un libro de la era victoriana titulado Lost Numismatics, obra de un tal Samuel Cohen, catedrático. Después realizó otra búsqueda introduciendo «alquimistas egipcios». Aparte de unas cuantas obras actuales de corte sensacionalista de las que, consideró, no podía fiarse, lo único que encontró fue un tratado original, otro volumen Victoriano ridículamente oscuro: Las artes ocultas de los faraones, escrito por un tal Erasmus Fairbrook-Dale.

Estaba empezando a disfrutar con aquello. Le recordaba su época de estudiante, agradables tardes enteras metida en salas como ésa, siguiendo pistas que la iban llevando de un concepto a otro, por un camino serpenteante a través de un laberinto intelectual. Quizá —pensó al abrir Lost Numismatics y pasar sus enormes páginas con un cuidado exagerado— eso era lo que la había alentado, en un primer momento, a iniciarse en el periodismo de sucesos: la emoción de rastrear las pistas de un misterio. De ser así, también la habría llevado, inexorablemente, a dedicarse a la narrativa policíaca.

De repente, lo encontró. En el centro de la página 9 aparecía una ilustración: dos discos, las dos caras de una moneda. El primero representaba a cinco mujeres ataviadas con largas túnicas flotantes, que sostenían en alto, con los brazos extendidos, un cuenco grande y hondo. Al lado estaba la otra cara de la misma moneda: la cabeza de un joven faraón. Era ligeramente diferente de la que se veía en la fotografía de Philip, pero todo lo demás era idéntico. Con un entusiasmo creciente, leyó el texto que aparecía debajo de los dos detallados dibujos:

Conocidas como las monedas Arkhanon —h. 400 a. C., región de Napata—, son obra de los magos de la Corte del rey Alara. Fabricadas a mano, cada moneda lleva grabada una imagen que refleja la preocupación de los antiguos egipcios por la unidad de todas las cosas, por el emparejamiento holístico de elementos complementarios. En este ejemplo vemos una moneda de oro que contiene la imagen, de cinco mujeres que sostienen una representación del sol. En el mismo yacimiento se han encontrado otras dos monedas Arkhanon muy parecidas: una de plata que reproduce la misma imagen de las cinco mujeres, sosteniendo un cuenco en el que se ve una imagen de la luna, y una tercera moneda de hierro con otra esfera —que algunos expertos consideran una representación del planeta Marte— sostenida en alto por otras cinco figuras femeninas ataviadas, igualmente, con túnicas.

—¡Madre mía! —exclamó Laura en voz alta—. ¡Pero que lista soy!

Pasó entonces al otro libro, Las artes ocultas de los faraones. Lo hojeó y fue leyendo párrafos al azar, hasta que se encontró con un capítulo titulado: «El nacimiento del holismo».

Tres horas más tarde, Laura emergió al exterior del edificio, donde el sol de una tarde esplendorosa se abría entre los nubarrones bajos. La calle de la biblioteca resplandecía, empapada por un chaparrón, y por encima de la Radcliffe Camera se veía un tenue arco iris. Pero ella iba absorta en sus pensamientos, en un mundo antiguo de magia y ocultismo, entusiasmada por haber hallado lo que tal vez fuese una pista fundamental.