VIII

Londres, octubre de 1689

Gresham College, en el corazón de la City, era un oasis en medio de las miserias e inmundicias de Londres. Si bien sus edificios eran viejos y estaban desmoronándose, y pese a las peticiones, cada vez más insistentes, de reurbanizar el lugar, poseía una tranquilidad y un encanto cautivador que no encajaba en absoluto con su lamentable estado de conservación. Además, resultaba excesivamente modesto como lugar de encuentro habitual de algunas de las mentes más excelsas de todas las épocas, pasadas y futuras.

Hacía casi treinta años que Christopher Wren y un puñado de allegados colegas fundaron la Royal Society, que había crecido a gran velocidad, contaba con las bendiciones del monarca y había recibido el nombre con el que se la conocía. Pero en los últimos tiempos dicho nombre estaba de capa caída. En parte, el problema al que se enfrentaba ese grupo de hombres ilustres era que nunca habían podido establecer una sede fija durante mucho tiempo. La primera había estado allí mismo, envuelta en el apagado esplendor de Gresham College, pero tras la doble tragedia de la epidemia de peste de 1665 y del Gran Incendio del año siguiente, la universidad fue requisada, en primer lugar, por el gremio de comerciantes de la City, cuya sede había quedado destruida y, a continuación, fue convertida en Bolsa de Cambio temporal, hasta que finalizase la construcción del nuevo centro financiero. Entonces, el duque de Norfolk ofreció la biblioteca de la Casa Arundel, de la que era propietario, como sede de la Royal Society, que se trasladó allí con sus libros, sus artilugios de experimentación, sus sextantes, sus mapas, sus telescopios y sus microscopios. El palacete se encontraba a unos tres kilómetros en dirección oeste, en una de las calles que daban al Strand. Durante un tiempo, la Sociedad prosiguió allí sus reuniones, en las que se debatían las últimas ideas científicas y se llevaban a cabo las investigaciones que organizaba su encargado de experimentos, Robert Hooke. En la época de la Casa Arundel, la Sociedad empezó a publicar libros: Micrographia, del propio Hooke, y Sylva, de John Evelyn. Además, siguiendo con la tradición iniciada por las primeras sociedades científicas de la Italia de Galileo, creó una publicación periódica, las Transacciones Filosóficas, en la que se daba cuenta de los diversos descubrimientos, conferencias y demás trabajos de los miembros de la sociedad. Sin embargo, unos años después de instalarse en la Casa Arundel, se vieron obligados a trasladarse de nuevo a Gresham, a unas salas reservadas al efecto por el influyente Hooke, miembro de la universidad.

Dos minutos antes de dar las seis, mientras el cielo se teñía de naranja al oeste y se iba apagando paulatinamente, Isaac Newton cruzó el patio principal de Gresham College. A pesar de conocer todos los detalles de su historia, apenas sentía afinidad con esa sociedad en la que había ingresado cuando contaba veintinueve años, hacía ya diecisiete. Los ilustres miembros de la Royal Society habían publicado su Principia Mathematica, libro que le había convertido en la figura científica más importante del mundo. Aun así, en la última década Newton no había asistido a sus reuniones más que en contadas ocasiones. Era incapaz de considerar amigo a ningún miembro del grupo y, como mucho, sólo otorgaba cierta confianza a tres personalidades de la comunidad científica. El anciano Robert Boyle era una de ellas; el joven genio Edmund Halley, otra; y la tercera, el hombre que lo había convencido para que abandonase su reclusión en el Trinity College de Cambridge y acudiese a Londres aquella tarde: el imponderable Christopher Wren.

Con todo, la razón principal de su conspicua ausencia de las reuniones de la Society había sido la aún más perceptible presencia de Robert Hooke en ellas. Nada más conocerse, aquel hombre se había convertido en un enconado enemigo de Newton y cuando, en 1676, los socios eligieron a Hooke para suceder a Henry Oldenburg en el cargo de secretario, Newton puso su renuncia sobre la mesa. Persuadido por quienes lo consideraban demasiado valioso como para perderlo, había acabado claudicando, no sin antes proclamar que sólo asistiría a las reuniones cuando le viniese bien.

Newton comprendía que la gente lo tomase por un hombre difícil. Rehuía la compañía de los demás y le traía sin cuidado que con ello pudiera herir la sensibilidad de los que tenía a su alrededor. Era un hombre que se bastaba solo para todo, y se enorgullecía de ello. No necesitaba de nadie. Pero la gente sí lo necesitaba a él, y en el futuro esa dependencia sería aún mayor, de eso estaba seguro. Este tipo de consideraciones habían sido las que lo habían mantenido encerrado en su laboratorio de Cambridge. El único hombre en quien había depositado cierta confianza era John Wickins, experto en Teología y compañero suyo de alojamiento desde hacía más de veinticinco años. Sin embargo, caviló mientras atravesaba el patio, cruzaba un pasadizo abovedado y tomaba el pasillo de piedra que desembocaba a la izquierda, ni siquiera Wickins entendía algo más que una pequeña fracción de su pensamiento, y desconocía casi por completo lo que sucedía en ese laboratorio que estaba tan próximo a su alcoba.

Meditando sobre estas cuestiones, Newton rememoró la mañana en que, seis meses atrás, se había visto obligado a modificar el rumbo de sus investigaciones. Fue la mañana en la que había tenido conocimiento de la existencia de la Esfera de Rubí. Se trataba de su mayor secreto, y de ningún modo pensaba hablar del asunto con nadie. Se había pasado los días y las noches dedicado casi exclusivamente a rumiar sobre el significado del mensaje que había dejado George Ripley. Se había leído de cabo a rabo todos los libros que poseía, había vuelto a Londres a rebuscar en esa húmeda cueva que era la librería de Cooper en Little Britain, y había sobornado al librero para que le dejase fisgar en sus mohosos almacenes.

Evidentemente, Ripley se refería en su escrito a un antiguo artilugio que poseía una importancia crucial. La Esfera de Rubí era, sin lugar a dudas, el eslabón perdido, la clave del universo. La descripción de semejante maravilla estaba escrita por un hombre que vivió dos siglos antes y que fue un estudioso de gran talento e integridad. Sin embargo, aun con dichas pistas, Newton no podía hacer gran cosa sin tener en sus manos la Esfera. Debía averiguar dónde se escondía.

Una semana antes había recibido una invitación bellamente estampada de Christopher Wren, convocándole a una reunión extraordinaria de la Royal Society en Gresham College, organizada con ocasión del vigésimo aniversario de la construcción del Sheldonian Theatre de Oxford, primer encargo realizado por Wren y brillante comienzo de la carrera profesional del arquitecto.

En un primer momento, sintió la tentación de dejar la cartulina encima del montón de papelotes de su mesa, donde se olvidaría de ella exactamente igual que hacía con casi todas las demás invitaciones, solicitudes y correspondencia con otros colegas. Sin embargo, aparte de Wickins, Wren era lo más parecido que tenía a un amigo y lo respetaba más que a cualquier otro mortal.

Llegó a la doble puerta del salón de conferencias, respiró hondo y giró los dos picaportes. La sala tenía algo más de diez metros cuadrados, pero Wren, ex presidente de la Society y uno de los hombres más conocidos de Inglaterra, era capaz de atraer multitudes, por lo que la estancia estaba a rebosar. Newton no tuvo más remedio que quedarse de pie, junto a la puerta.

Desde allí inspeccionó la sala. De planta rectangular, tres de las paredes estaban forradas de estantes desde el suelo hasta el techo, ocupados hasta el último centímetro con libros cuyos lomos de piel resultaban ilegibles a la tenue luz del par de candelabros que iluminaban la estancia. La pared libre estaba pintada de azul grisáceo, pero aquí y allá el revoque se había desconchado y se veía una grieta enorme que la recorría de punta a punta y continuaba por el techo semejante a una enredadera.

Aquella tarde debía de haber en torno a cien socios reunidos en la sala. Newton conocía de vista a casi todos, pero personalmente sólo a unos pocos. En primera fila estaban Halley y, junto a él, Samuel Pepys con una chaqueta de un naranja chillón. En la siguiente fila estaba John Evelyn, metiendo los dedos en el saquito de cuero gastado en el que llevaba el rapé. En la silla contigua estaba sentado el pintor de la Society, Godfrey Kneller, al que había conocido en Cambridge unos meses antes, cuando el artista había ido a visitarlo con el fin de preparar su último encargo, un retrato del titular de la cátedra Lucasiana. En la otra punta de la sala estaba Robert Boyle, un hombre de una altura y delgadez llamativas; al resplandor de las velas, su peluca blanca parecía tener un brillo casi sobrenatural. Unas filas más atrás, Newton vio a dos italianos que solían acudir como invitados a los encuentros de la Society: Giuseppi Riccini y Marco Bertolini, llegados de Verona tres meses antes. Los dos extranjeros habían generado cantidad de habladurías debido a su gusto por los mollies, es decir, por muchachitos vestidos de niña que prestaban servicios eróticos especializados. A su izquierda, distinguió el encantador perfil de Nicolás Fatio du Duillier, un joven extraordinariamente interesante al que le habían presentado apenas unas semanas antes. El joven se volvió y, al verlo, le dedicó una breve y cálida sonrisa.

En el estrado, al fondo de la sala, se sentaban Robert Hooke y el presidente de la Royal Society, John Vaughan, tercer conde de Carbery, resplandeciente con su casaca de brocado púrpura y oro y su empolvadísima peluca. Si para Newton el conde encarnaba las más excelsas virtudes y atributos de la nobleza inglesa, la desagradable alimaña que tenía sentada al lado representaba lo peor que pudiera encontrarse en este planeta. Jorobado y deforme, con menos de metro y medio de altura con los tacones puestos, era como si Hooke se hubiese encogido en la silla. Newton lo aborrecía con toda su alma. Y sabía que el sentimiento era recíproco. Era consciente de que el secretario haría lo que fuese con tal de desacreditarlo y difamarlo. Y no pudo evitar recordar con regocijo una misiva particularmente hipócrita que dirigió a aquel enano en la que introdujo el comentario de que si él, Isaac Newton, había conseguido en su vida algo importante como científico, había sido gracias a auparse sobre los hombros de unos gigantes.

De repente, Wren salió al estrado. Los miembros de la Society se pusieron en pie todos a una y aplaudieron antes de volver a ocupar sus asientos en silencio.

Wren tenía un aspecto magnífico y se conducía con la dignidad propia de un rey. Hasta Newton tuvo que reconocerlo. El hombre se merecía la aclamación. Era un erudito de gran notoriedad, amén de catedrático de Astronomía, arquitecto de renombre internacional, autor de experimentos médicos y escritor genial, pese a lo cual era extremadamente modesto. Unos años antes, siendo Newton un muchacho, Wren fue el primero que observó los anillos del planeta Saturno. No obstante, el astrónomo holandés Christiaan Huygens publicó antes que él sus propias observaciones y recibió los laureles del hallazgo. Wren se lo tomó con serenidad y absoluta magnanimidad, una postura que a Newton le costaba sobremanera entender. De todos modos, en algún rincón oculto de su alma sabía que Wren era mejor hombre que él precisamente por haber sido capaz de semejante muestra de elegancia.

A lo largo de los siguientes treinta minutos Wren tuvo hechizado a su público. Su voz, baja y melodiosa pero en ningún momento soporífera, encandilaba al oyente y tornaba interesantes y fáciles de visualizar hasta los aspectos más técnicos de lo que estaba describiendo. Ilustrando la ponencia con dibujos que él mismo había confeccionado, empezó por explicar a los reunidos cómo había diseñado el Sheldonian Theatre, para pasar a describir a continuación los desafíos de tipo técnico que semejante proyecto había planteado a un joven arquitecto que se sentía, a la par, nervioso y deseoso de impresionar a sus señores. Durante las numerosas fases del proceso de construcción, Wren dibujó los planos e hizo el croquis de cada etapa de la construcción del teatro, desde los planos de planta que le habían valido la adjudicación del proyecto, hasta la grandiosa inauguración del edificio, en 1669, cinco años después del inicio de las obras.

Newton escuchó con deleite las explicaciones de Wren, pero en un momento dado se sorprendió dando vueltas otra vez al problema que tan absorto lo había tenido desde el mes de febrero: el significado del críptico mensaje de Ripley. La sala se tornó borrosa y el sonido de la voz de Wren se desvaneció. Como si sostuviese el documento en la mano, Newton podía ver las palabras de Ripley, el mensaje en clave y el extraño dibujo. Su memoria fotográfica era capaz de reproducir hasta la última arruga del pergamino. Sin embargo, una memoria tan prodigiosa casi no le había servido de ayuda en sus esfuerzos por comprender el significado del mensaje, lo cual lo tenía sumido en la mayor de las frustraciones.

—Fue algo asombroso… —estaba diciendo Wren—. Los cimientos estaban casi terminados y les puedo asegurar que me daba una rabia espantosa que se produjesen más retrasos. Pero aquello me había picado la curiosidad. Autoricé la dedicación de una jornada de trabajo, plazo que consideré razonable, a la excavación de la extraña construcción. Al terminar el día no quedaban dudas al respecto: debajo de esa parte de Oxford había un sistema de cuevas naturales y, posiblemente, muy numerosas. Tomé debida nota en mi diario y, con permiso del director del vecino Hertford College, tendí un pasadizo desde la cavidad subterránea hasta los sótanos de la universidad, con la idea de regresar algún día para averiguar más sobre el asunto. Pero, lamentablemente, eso fue hace veinticinco años y los encargos recibidos de Su Majestad desde entonces han mantenido a raya mi entusiasmo.

El público rió con ganas y Wren respiró hondo.

—Bien, ruego disculpen la digresión. En cuanto a la construcción de la techumbre…

Newton sintió un cosquilleo en la base de la columna, que le fue subiendo en oleadas, lentamente, por el tronco. Transfigurado, con la mirada fija en el insigne arquitecto, pudo, más que oír, sentir, las palabras de Ripley retumbándole en la cabeza: «Busca la Esfera bajo la Tierra; está envuelta en un ovillo de piedra, con las grandes enseñanzas arriba y la Tierra abajo».

Newton llamó suavemente a la puerta de la antesala contigua al salón principal de conferencias, se asomó y encontró a Wren solo, quitándose la peluca y tratando de poner algo de orden en su mata de pelo gris.

—¡Vaya, qué sorpresa más grata! —exclamó con una sonrisa.

—¿Puedo molestaros un momento, sir Christopher? —preguntó Newton en voz baja, contenida.

—Naturalmente, sir. Pasad. Tomad asiento. ¿Os ha resultado entretenida la charla?

—Sí, sí, mucho —respondió Newton en tono grave.

Estaba intentando controlar la emoción.

—Vuestra presencia me honra en grado sumo, sir. Por cierto, esta tarde la concurrencia era de lo más exquisita, ¿verdad? Y bien, ¿en qué puedo ayudaros?

Wren dejó de toquetearse el pelo y empezó a quitarse la casaca. Newton observó que tenía cercos de sudor.

—Vuestra descripción de la construcción del Sheldonian me ha parecido fascinante. Sin embargo —dijo, y vaciló un momento—, me ha llamado especialmente la atención vuestro comentario sobre la existencia del sistema subterráneo de cavernas.

—¿Ah, sí? Me dejáis anonadado, sir —repuso Wren en un tono deliberadamente apagado—, pensé que lo que más os habría gustado sería la explicación de la hazaña ingenieril, la genialidad del diseño, el extraordinario encaje de las fuerzas de la naturaleza.

—Os lo ruego, disculpadme —respondió—. No fue mi intención…

—Era una broma, Isaac. ¡Oh, dioses! Debe de ser cierto lo que dicen de vos: que nunca os reís y que sólo se os ha visto hacerlo una vez.

Wren se dio cuenta de que realmente había ofendido al científico, y le puso una mano en el hombro, diciendo:

—Perdonadme. No pretendía ofenderos, amigo mío.

Newton dio un paso atrás e hizo una reverencia.

—Y no lo habéis hecho, descuidad. Sir, toda vuestra conferencia me ha maravillado, pero el capítulo de la cueva me ha fascinado. Tal vez el interés que ha despertado en mí sea consecuencia de alguna inexplicable conexión primigenia en el interior de mi cerebro. Fuera lo que fuese, quisiera conocer más detalles.

—Por desgracia, no puedo añadir nada más a lo que dije antes. Sucedió hace un cuarto de siglo. Yo era joven e idealista, y creía que podría volver algún día para explorar el terreno a capricho.

—Pero ¿hay o no hay cuevas debajo del Sheldonian?

—¡Oh, sí que las hay! Pero por desgracia nadie las ha explorado aún.

—¿Dejasteis constancia de su distribución en algún dibujo?

—No.

—¿Y qué fue lo que visteis exactamente? A Newton le costaba evitar que se le notase en la voz el creciente nerviosismo.

Wren frunció el entrecejo.

—Recuerdo que había dos aberturas. Tuve a los obreros excavando a su alrededor durante un día, como dije. Dejaron al descubierto un tejado liso, un pasillo serpenteante, unos túneles. Envié a dos hombres a inspeccionarlos con una linterna. Sí, ahora lo recuerdo bien. Tardaron una barbaridad en volver y estuvimos a punto de mandar un equipo de búsqueda cuando, de pronto, reaparecieron. Tenían mala cara y se les veía como afectados por algo.

Newton enarcó una ceja.

—¿Qué les había acontecido?

—Conseguí sonsacarles dos o tres detalles. Al parecer, pasada la abertura empezaba una especie de laberinto. Pero hasta en ese punto se mostraron confusos. Uno de los hombres dijo que se trataba de un entramado de túneles que obedecía a causas naturales, pero el otro estaba convencido de que era creación del diablo. Por supuesto, estamos hablando de hombres supersticiosos e ignorantes, pero en aquel entonces no podía permitirme prescindir de personas más inteligentes que ellos. Quizá fuese algo estúpido por mi parte desviarme de las obras que se me habían encomendado. Al parecer, había una serie de pasillos naturalmente excavados que conducían al Hertford College, por el sureste, y a un punto situado justo debajo de la Biblioteca Bodleian, al sur casi exacto. Por propia experiencia, sabía que en el Hertford College los sótanos se extendían por el subsuelo hacia el exterior mediante una red de túneles, en dirección al teatro que estaba construyendo. Conectar con ellos era cosa fácil y de ese modo, pensé, satisfacía mi curiosidad y, al mismo tiempo, respetaba a mi musa. ¿Me comprendéis?

Newton parecía estar a miles de kilómetros. Entonces, hizo un esfuerzo para volver a la realidad.

—Mis disculpas, sir —murmuró—. Me había quedado absorto escuchándoos. Sí, os comprendo. Si no damos satisfacción a nuestra musa, nos marchitamos y morimos.

—Muy cierto.

Newton pareció no tener nada más que añadir. Entre ellos se instaló un silencio incómodo.

—Bueno, si eso era todo lo que queríais saber, Isaac… —dijo Wren.

—Os estoy muy agradecido —respondió Newton bruscamente—. Muy agradecido. Adiós, sir Christopher. —Hizo una reverencia y se dirigió a la puerta.