VII

La escena del crimen se encontraba a algo más de dos kilómetros del hospital, pero como ya empezaba a condensarse la circulación de la M40 por Headington en sentido Oxford, Philip tardó casi veinte minutos en llegar.

Laura se había quedado en el hospital con Jo, lo que a él le pareció perfecto, pues no estaba de humor para una repetición del numerito de la noche anterior con Monroe. Seguía impactado por el susto que le había dado su hija, pero sabía que tenía que concentrarse en lo que le esperaba. Aparcó en una zona «sólo para residentes» al final de Cave Street, cerca del río. Puso la credencial de la policía encima del salpicadero, sacó la bolsa del maletero y se dirigió al camino de sirga que discurría en paralelo al afluente del Cherwell.

El sendero que bajaba hasta el río estaba resbaladizo, por lo que caminó despacio. Había empezado a llover otra vez. Delante podía ver las aguas turbias, grises, del río. A la izquierda, a unos nueve metros de él, había un grupo de personas de aspecto desaliñado: dos de uniforme, Monroe de espaldas al camino y un sargento sujetando un paraguas encima de la cabeza del comisario. Un poco más allá, Philip divisó a dos tipos de la policía científica andando en dirección a una casa levantada en parte encima del río sobre una plataforma con pilotes. La lluvia arreció y Philip se sintió tentado de volver corriendo al coche por el paraguas. Pero justo en ese momento Monroe lo vio.

—Señor Bainbridge. ¿Hoy venimos solos?

Philip suspiró, se metió las manos en los bolsillos y aventuró una sonrisa.

—Esta mañana tenemos toda una joyita para usted. Será mejor que se prepare.

—¿Cómo? ¿Peor que lo de anoche?

—Depende de lo aprensivo que sea. La ha encontrado una mujer que estaba haciendo footing, hacia las siete de la mañana. Los de la científica me dicen que lleva muerta entre cuatro y seis horas. Sígame. Lo va a tener difícil para encontrar un ángulo adecuado. Y mire bien por dónde pisa.

Monroe echó a andar por el sendero. De las ramas de un árbol del terraplén que daba al río habían colgado una especie de tela de plástico, así como un reflector que iluminaba el tramo de agua de la orilla, debajo de la rama más baja. Philip iba justo detrás de Monroe y pudo ver la popa roja de una batea. Al contemplar aquella escena espantosa, sintió que palidecía.

Apoyada en un costado de la barca había una joven medio tumbada, medio sentada. Llevaba vaqueros y camiseta y tenía los ojos fijos en el terraplén de la orilla. Parecía haberse desangrado hasta la última gota. Tenía los brazos extendidos, con la mano izquierda colgando por encima del agua y visibles regueros de sangre en la cara interna de los brazos y en los hombros. Los ojos estaban abiertos, pero lo que antes era el globo blanco ahora estaba casi totalmente teñido de rojo, pues le habían estallado los capilares, y por encima tenía una fina película de una sustancia viscosa que atenuaba el rojo de la sangre. Le habían cortado el cuello y quitado la parte superior del cráneo, separando el hemisferio de hueso y cuero cabelludo de manera impoluta, con la precisión de un experto. Allí donde antes estaba el cerebro, sólo quedaba una concavidad roja y negra. Habían rascado algunas zonas, por lo que faltaban trozos de tejido muerto, y el hueso craneal, de un blanco inmaculado, podía verse perfectamente.

En el interior de la cabeza de la mujer había una reluciente moneda de plata que brillaba a la luz del reflector, exactamente igual que la moneda de oro que había visto sostener en la mano enguantada del comisario Monroe la noche anterior.

Se volvió a toda prisa y respiró hondo un par de veces.

—Le doy unos minutos, Philip —dijo Monroe en voz baja, subiendo ya por el terraplén en dirección al camino—. Pero voy a necesitar las fotos en comisaría dentro de una hora.

Philip se puso manos a la obra sin perder un segundo. Su larga experiencia le había enseñado que era la única manera de atajar ese tipo de situaciones. Cuanto más espantosas fuesen las imágenes que tenía delante, con mayor intensidad debía desconectar y pasar a un estado de autómata en el que simplemente cumplía su cometido y se obligaba a sí mismo a no reparar en lo que había al otro lado de la lente.

Tomó varias instantáneas desde la proa de la batea, unos cuantos primeros planos con el objetivo, y un par de fotografías en gran angular. A continuación, se alejó un poco por el terraplén e hizo varias fotos de lado, tras lo cual volvió a la barca y se acuclilló junto a la popa, donde había encallado, y desde donde pudo capturar, digitalizar y guardar en un chip de la cámara las imágenes más espeluznantes. Una vida humana reducida a píxeles…

Hasta que trepó por el terraplén, dijo adiós con la mano a los dos agentes uniformados que se habían quedado en el lugar y hubo doblado por Cave Street, no se dio cuenta de cómo le temblaban las manos. Llegó al coche, y estaba a punto de abrir el maletero cuando le sobrevino la náusea. Vomitó hacia la alcantarilla. Ante su mirada, la riada de agua de lluvia que bajaba a toda velocidad por la calle limpió su bilis.