VI

Una vez hubo pasado todo, Philip sería incapaz de recordar el trayecto al hospital, en medio de una noche en la que casi no se oía un ruido, con la mente discurriendo a toda velocidad, azuzada por la ansiedad y tachonada con malos recuerdos.

Hacía más de veinte años que su padre, Maurice, falleciera en un accidente de tráfico. Fue el acontecimiento que más profundamente le cambió la vida y alteró de forma radical la dirección de sus pasos. Tenía veintidós años en aquel entonces y dos semanas antes supo que había obtenido la graduación con matrícula de honor. El día de la ceremonia estaba desayunando con sus compañeros de piso en la destartalada vivienda, cerca de Cowley Road, cuando sonó el teléfono. Era su tío Greg.

El coche de su padre había chocado con un camión que se había saltado la mediana. El choque fue frontal y su padre murió en el acto.

Hasta ese momento Philip estaba convencido de que no quería a su padre, de que no lo echaría de menos cuando le llegase la hora. Albergaba demasiados malos recuerdos. No podía olvidar cómo se metía con él, ni la mala vida que le había dado a su madre. Después, cuando ella lo abandonó, su padre se encerró en sí mismo tras un velo de silencio.

Siempre se había esforzado por complacerlo. Antes de entrar en la universidad, se dedicó de lleno a la fotografía y ganó algunos premios. Incluso empezó a vender algunas fotografías. Pero su padre le demostró desprecio una y otra vez. Le decía que jamás ganaría dinero con eso. Así, Philip abandonó las cámaras y se fue a Oxford a estudiar Económicas, dejando en suspenso sus esperanzas y ambiciones, para seguir el mismo camino que su padre iniciara en su momento.

El día del entierro, mientras contemplaba el ataúd abierto, sólo podía pensar en lo irónico que era todo. Se había pasado la vida entera buscando la aprobación de aquel hombre y, justo el día de su gran triunfo, el muy hijo de puta se mataba. Casi parecía que lo había hecho a propósito para fastidiarlo, pensó en el momento de mayor irracionalidad.

Luego, cuando recobró la cordura, empezó a entender que la cosa no se limitaba a ese juicio simplón y cargado de emotividad. Aquel hombre se había metido con él toda su vida, pero además había sido un obseso de la privacidad, que defendió hasta límites insospechados. Había cultivado la creencia paranoica de que el mundo metía constantemente las narices en su vida. Mientras Philip contemplaba aquel envoltorio de ser humano, pensó que allí delante tenía a un hombre que jamás se había fiado de nadie, al hombre que cerraba todas las noches la puerta de casa con tres cerrojos. Sin embargo, ahí estaba, a la vista de todo el mundo, despojado de toda su dignidad.

Más que cualquier otra cosa, eso fue lo que convenció a Philip a comenzar de cero. Se había pasado la vida sometido a su padre, pero en lo más hondo tenía la certeza de que se parecía mucho más a su madre. Joan Bainbridge, antes Joan Ghanmora, fue una de las artistas de mayor éxito que salieron del Caribe. Su padre, un hombre de color, desapareció siendo ella una niña y Elizabeth, su madre, de origen escocés, la crió sola y desde los seis años la alentó para que se dedicase a la pintura. Joan y Maurice se conocieron cuando el jefe de éste lo invitó a la primera exposición de Joan, celebrada en Nueva York en 1957. Philip nunca entendió qué había visto ella en su padre. Era un hombre de negocios sin auténticos conocimientos de arte ni de nada relacionado con la cultura. Había dedicado toda su vida a los números de los libros de contabilidad, lo contrario que Joan, un espíritu libre sin el menor interés por el dinero. Ni siquiera la fama le interesaba.

Philip se había mantenido en contacto con su madre e iba a verla alguna que otra vez a Venecia, donde vivió durante veinticinco años con su segundo marido, que era cantante de ópera. Pero no había querido dejarse arrastrar a su mundo, por mucho que le resultase inmensamente seductor. De repente, tras la muerte de Maurice, se abrieron una serie de puertas en la mente de Philip. A los pocos meses de terminar Económicas con matrícula, descartó los planes que su padre había hecho por él. Dijo adiós a la idea de trabajar en la City y a la promesa de un sueldo de seis dígitos, y, cámara en ristre, se juró hacer de la fotografía su vida.

Pero los cambios fueron todavía más profundos. Jamás había mostrado el menor interés por nada que tuviese relación con lo paranormal, pero a finales de aquel año se convirtió en un entusiasta del aura y de la máquina Kirlian. Leía todos los libros que podía encontrar sobre el tema y asistía a talleres y cursillos. Sin embargo, dos años después de haberse sumergido en ese mundo, lo abandonó repentinamente. Nunca reflexionó a fondo su decisión de dejarlo todo para dedicarse en exclusiva a fotografiar cadáveres y escenas de crímenes. Para Philip no era más que un empleo con el que poder pagar las facturas mientras seguía con su trabajo creativo, exponiendo y soñando con el reconocimiento internacional. Aunque durante años sus seres más próximos estaban convencidos de conocer los motivos que le habían llevado a tomar aquella decisión, optaron por guardarse las teorías para sus adentros. Se daban cuenta de que, de alguna manera, al fotografiar cadáveres Philip estaba tratando de encontrar algo que no había podido ver en el cuerpo de su padre muerto, algo que se pareciese a un alma.

Cuando se acercaban al hospital, empezó a llover otra vez. La lluvia sacó a Philip de sus ensoñaciones y volvió a ver la cruda realidad con toda nitidez. Entraron en el recinto del hospital, aparcaron en la primera plaza libre y fueron corriendo a la recepción, brillantemente iluminada. Ninguno de los dos se fijó en la fabulosa llamarada roja del amanecer.

La llamada la había hecho una de las amigas de Jo, Samantha, que iba en el coche con ella y con su novio Tom. Samantha sólo tenía cortes y magulladuras, pero ignoraba el estado de sus dos amigos. La encontraron en recepción; estaba hablando con un médico joven, que los llevó por un pasillo hasta una pequeña habitación con cuatro camas. Jo estaba en la del fondo, aislada de las demás por una cortinilla.

Laura y Philip respiraron aliviados al verla sentada. Tenía un corte bastante feo encima del ojo derecho y un brazo vendado hasta el codo y doblado encima del pecho.

—Ha sufrido una conmoción —dijo el médico, mientras consultaba la hoja médica de Jo—. Pero le hemos hecho una tomografía y no tiene nada. Le han dado unos cuantos puntos, y creo que se repondrá.

Laura la abrazó suavemente y Jo sonrió a Philip, que se había quedado de pie al lado de la cama.

—¡Dios mío, Jo! —exclamó Laura—. Creí que…

—No, mami, sigo aquí —susurró, y le tocó la mejilla.

—¿Tu amigo Tom está bien? —preguntó Philip, y se volvió hacia el médico.

—También ha tenido mucha suerte. Un par de costillas fracturadas, dos dedos rotos y más cortes y contusiones. Lo están vendando, al final del pasillo.

—Pero ¿qué es lo que ha pasado, Jo? ¿No habría bebido Tom?

—No, madre, no bebe —contestó Jo, lanzándole una mirada enojada—. De hecho, la que conducía era yo.

Laura puso cara de sorpresa y al instante dibujó una lánguida sonrisa y le cogió la mano.

—Íbamos por St. Aldate’s para volver a Carfax, cuando de repente salió un coche por un lado y se nos echó encima. Debí de dar un volantazo para compensar el impacto y derrapamos porque el asfalto estaba mojado. Entonces el coche se estampó contra una farola.

—Por los pelos. —Philip se sentó, dando un suspiro, en el otro lado de la cama.

—Pero, mamá, ¿tú no tenías que estar camino de Heathrow?

Laura se la quedó mirando como si hubiese recordado algo perdido entre las brumas del tiempo. Se frotó los ojos cansados.

—Bueno, ese plan ya no existe. No pienso marcharme de Inglaterra hasta que te hayas repuesto del todo.

Jo hizo un amago de protesta, pero la interrumpió el sonido del móvil de Philip que, al oírlo, lanzó una rápida mirada al médico.

—¡Vaya por Dios! Perdóneme. Debería haberlo apagado. No será ni un minuto. —Se acercó a la ventana mientras respondía en voz baja a la llamada.

El médico lo fulminó con la mirada. Pero entonces se volvió a Jo y dijo:

—Puedes marcharte en cuanto te sientas con fuerzas.

—¿Y Tom?

—Calculo que tendrá para dos horas más. Tenemos que hacerle unas pruebas, pero puedes pasar a verle si quieres.

El médico se dirigió a la puerta. Antes de salir, cruzó una mirada con Philip y le hizo un gesto de degollación. Philip asintió avergonzado y colgó enseguida. Entonces, volviendo a la cama, dijo:

—Tengo que irme. Ha habido otro asesinato.