V

Cambridge, febrero de 1689

La noche anterior, Isaac Newton apenas había tenido fuerzas para deshacer el equipaje. Elias Perrywinkle, su sirviente, arrastró por el patio de la universidad el pesado baúl repleto de sus nuevas adquisiciones y lo subió, arrastrándolo también, por la escalera de caracol del Trinity College hasta los aposentos que Newton compartía con su colega más antiguo, John Wickins.

Después de dar permiso al sirviente para retirarse, compensándole con un cuarto de penique y mascullando unas palabras de agradecimiento, Newton encontró a duras penas la energía necesaria para guardar el baúl en el laboratorio contiguo a su alcoba, quitarse las botas y echar la capa salpicada de barro encima de una silla. Luego se desplomó en el colchón e, ipso facto, se quedó profundamente dormido.

Se despertó justo al filo de la hora séptima, cuando los primeros rayos del débil sol de invierno se colaban por las ventanas de sus aposentos, orientados al este. Perrywinkle apareció a los pocos minutos con una palangana de peltre llena de agua caliente y una toalla limpia de lino. El agua le hizo bien; notó cómo le humedecía la piel seca. Vio entonces su reflejo en el espejito que había colocado en el alféizar y se dijo que tenía un aspecto lamentable, el de un hombre para quien el sueño reparador se ha convertido en un viejo conocido medio olvidado.

De nuevo a solas, una vez retirada la palangana de agua ennegrecida, Newton se cambió de camisa, se calzó las botas y extrajo del bolsillo la llave del laboratorio. De camino a la sala, cogió el plato con baño de plata y la taza que le había dejado el criado. En el plato había una manzana y un mendrugo de pan; en la taza, agua tibia y limpia.

La sala no era especialmente grande. Newton ocupaba la cátedra Lucasiana de la Universidad de Cambridge desde hacía veinte años, aunque las autoridades académicas no se habían mostrado excesivamente generosas. Pero a él le bastaba. Newton prendió una tea a cada lado de la puerta, y en la estancia, carente de ventanas, se formaron unos puntos de luz mortecinos. Echó la llave; sabía que Wickins se encontraba en Manchester, visitando a la familia, pero no podía permitirse que se presentase algún intruso o algún curioso en sus dominios. Se acercó a la chimenea con una de las teas y, prendiendo con ella los leños, obtuvo enseguida un buen fuego que expulsó las sombras y le permitió ver a través de la densa neblina de sustancias químicas que invadía permanentemente la sala.

La estancia tenía estanterías en las cuatro paredes. Su biblioteca albergaba trescientos volúmenes dedicados, casi exclusivamente, a la alquimia en todos sus aspectos y a la tradición hermética. En la adquisición de esta biblioteca Newton había invertido sus ingresos anuales procedentes de la propiedad agraria de la familia, en Woolsthorpe —Lincolnshire—, así como buena parte de su sueldo de catedrático. Era, tal vez, la mejor colección de libros de toda la cristiandad. Allí podía uno encontrar La cena de las cenizas de Giordano Bruno, traducciones personales de las obras heréticas de Caldeo, prohibidas por el Vaticano, transcripciones de la Tabla Esmeralda, los manifiestos de los Rosacruces, Septimana Philosophica, de Michael Maier y obras de Raimundo Lulio, Robert Fludd y Jacob Bóhmen.

No todos los estantes estaban ocupados por libros. Algunos albergaban pilas de papeles, apuntes y descripciones de los experimentos, que también estaban esparcidos en la mesa que había en un extremo de la habitación. Botellas y recipientes de cristal ocupaban aproximadamente un tercio de los estantes. Parte de las botellas contenían líquidos coloreados, y todas estaban cerradas con corcho y debidamente etiquetadas. En un rincón había un artilugio de cristal, complicado y alto, que servía para destilar, y en otro un telescopio en su trípode. Dentro de la enorme chimenea de piedra colgaba un caldero metálico, suspendido por unos soportes incrustados en los laterales.

La mezcla de olores del laboratorio le habría parecido insoportable a cualquier extraño que entrase en la sala —aun con la sensibilidad olfativa del siglo XVII—, pero para Newton aquellos olores eran casi imperceptibles, y si se destacaba de los aromas habituales alguna acumulación particular, él simplemente habría dicho que le hacía sentirse en casa.

Hacía un frío glacial, pero en cuestión de minutos el fuego transformaría la habitación en una auténtica sauna. Años antes había encargado a unos obreros que practicasen en el muro exterior del laboratorio varios agujeros de ventilación, y probablemente esa sencilla mejora le había salvado más de una vez de morir asfixiado. Se acercó a la mesa, hizo sitio y dejó el plato y la taza, tras lo cual dio media vuelta y se agachó delante del baúl.

Mientras manipulaba la cerradura, recordó su última visita a Londres en busca de la pista que le faltaba y que, estaba seguro, se encontraba en la capital. Llevaba casi un cuarto de siglo indagando, buscando el secreto central de la existencia, la prisca sapientia. La ciencia había sido su primera amante y le había extraído hasta la última gota de sangre. Dos años antes habían visto la luz sus Principia Mathhematica, que lo convirtieron en una estrella dentro del mundo académico. Sin embargo, desde el primer momento supo que el Universo no se limitaba a ese edificio mecánico compuesto de tuercas y tornillos que había observado y descrito en su aclamada obra.

Desde su llegada a la Universidad de Cambridge, en 1661, le había atraído el mundo de la alquimia y de lo oculto. Su viejo mentor y predecesor en la cátedra Lucasiana, Isaac Barrow, le encendió la primera chispa, que después alimentaron, hasta convertirla en una auténtica hoguera, los grandes adeptos del pasado, hombres como Cornelius Agrippa, Elias Ashmole, John Dee o Giordano Bruno, cuyas investigaciones se llamaron la Gran Obra. Durante muchos años aquellos hombres inmortales realizaron elaborados experimentos alquímicos en laboratorios llenos de humo, dedicaron la vida a buscar la Piedra Filosofal, esa materia semimítica con la que el alquimista, además de transmutar en oro cualquier metal base, puede encontrar ese punto de contacto mágico entre lo físico y lo meta físico con el que el adepto fabrica el elixir vitae, la fuente de la eterna juventud.

Como todos los alquimistas que lo precedieron, Newton basó sus ideas en el manifiesto del experimentador hermético, es decir, en la doctrina recogida en la Tabla Esmeralda. En su mocedad, Barrow le había hablado de la existencia de ese objeto fabuloso y le explicó que se trataba de la guía de todo alquimista. La Tabla se grabó en tiempos antiguos —le explicó Barrow—, una época en la que el hombre sabía mucho más del funcionamiento del Universo que todos los intelectuales y filósofos del momento. Los antiguos vertieron sus conocimientos en las inscripciones de la Tabla Esmeralda. Nadie sabía dónde estaba, porque había desaparecido de la vista de los mortales. Pero, generación tras generación, los alquimistas se transmitían los unos a los otros la traducción de dichas inscripciones, y todos seguían lo que consideraban la verdad absoluta tal como la describieron los antiguos. Para ellos, la Tabla mostraba el camino que los conduciría a la Piedra Filosofal, así como la manera de preparar el alma y la materia física con la que trabajaban. Newton estaba convencido de que, si hasta entonces ningún alquimista había conseguido su objetivo, no era por culpa de los antiguos ni, por supuesto, de la naturaleza, sino porque ningún filósofo ni ningún alquimista había purificado su alma correctamente y ningún buscador de la Verdad se había implicado en la tarea con la fuerza y la voluntad suficientes.

A diferencia de casi todos los alquimistas de la historia, desde Hermes hasta su círculo íntimo, Newton no sentía ningún deseo de fabricar oro sólo para conseguir el preciado metal. Para él, la riqueza tenía poco valor. Entendía ese oro del final del arco iris como el conocimiento en estado puro, el que poseían los dioses, y haría todo lo posible por encontrarlo. Aquélla era la razón de su existencia, su única motivación en la vida. A lo largo de los muchos años que pasó junto al horno del laboratorio, estudiando el microcosmos y relacionándolo con el macrocosmos que veía a través de las lentes del telescopio, consiguió establecer conexiones y llevar la noción del holismo a nuevas cotas de razonamiento. Con el tiempo, llegó al convencimiento de que poseía una naturaleza semidivina y que estaba en la Tierra con un único fin: hallar la Piedra Filosofal y esclarecer la Verdad. Se consideraba un elegido de Dios, que lo había creado único y le había otorgado el mejor intelecto de su generación para que él, Isaac Newton, titular de la cátedra Lucasiana de la Universidad de Cambridge, pudiese cumplir el encargo del Padre: desentrañar el verdadero significado de la existencia, el funcionamiento profundo de la naturaleza y el mecanismo del Universo para el resto de la humanidad.

Las bisagras del baúl chirriaron cuando levantó la tapa. Dentro había varios recipientes de cristal cuidadosamente colocados y envueltos en lana para que no sufrieran en los caminos llenos de baches del Londres de la época. Había también varios tarros con sustancias químicas. Uno de ellos contenía un haz de cilindros metálicos, grises por fuera, sumergidos en un aceite amarillento. Junto a él, tumbado, había un frasco de polvos con la tonalidad negruzca de la ceniza, y al lado de éste, otro lleno de talco color carmesí. También tumbado y protegido con un envoltorio de lana gruesa, había un enorme reloj de arena.

Un tercio del baúl lo ocupaban unos libros, esmeradamente apilados, encuadernados en piel. Newton extrajo el primero y examinó el lomo. «Fama y confesiones de la hermandad de los rosacruces, de Thomas Vaughan», leyó en voz alta, antes de dejarlo con cuidado en el suelo, al lado del arcón. El siguiente tenía el título grabado en la cubierta con letras de oro: El químico escéptico. El nombre del autor, Robert Boyle, aparecía escrito con grandes letras debajo del título. Newton lo hojeó un rato y lo colocó encima del Vaughan.

A continuación sacó los otros volúmenes del baúl y los llevó a una mesa que estaba arrimada a la pared, a la derecha de la chimenea, donde primero se dedicó a organizarlos por montones y después se puso a colocarlos en los estantes que había encima. Cuando levantó un libro especialmente atractivo, encuadernado en piel verde, titulado Las doce puertas de la alquimia, de George Ripley, de la cubierta posterior se desprendió un pedacito de pergamino que fue a parar a sus pies.

Lo recogió y lo abrió con delicadeza. A pesar de lo reseco y amarillento que estaba, Newton distinguió unos trazos en tinta marrón descolorida que cubrían toda la superficie. Se acercó al fuego y se aproximó el pergamino a los ojos para poder descifrar aquella letra diminuta. Estaba escrito en arameo, una antigua variante del hebreo, idioma que conocía bastante bien. Leyó con un susurro:

¡Oh, tú, buscador de la Verdad, no te descorazones! Pues mientras nos arrodillamos ante la tabla verde, existe otra Verdad aún más profunda. Amigos míos, yo sólo la he visto como en sueños, pero los Dioses proclaman que es real. Así como los campos son verdes, la sangre del Señor es roja, roja como el rubí. Y así como la tabla tiene una forma dada, el rubí es una esfera. Ciertamente, la he visto como en sueños. Y si el poder de la tabla es uno, el del rubí es un millón de veces mayor. La gloriosa tabla abre la senda, la esfera abre las puertas al mundo. Si tuvieres pura el alma, busca la esfera y con ella poseerás la gloria de los antiguos. Busca la Esfera bajo la Tierra; está envuelta en un ovillo de piedra, con las grandes enseñanzas arriba y la Tierra abajo.

G. R.

Debajo del texto aparecía una esfera con un renglón escrito con la letra muy pequeña, un trazado en espiral cerrada que iba de un polo al otro. Al pie de la página Newton vio otro renglón, esta vez abierto, formado con letras, números y símbolos alquímicos: supo que se trataba de una serie de instrucciones ocultas, en clave. Por último, en la esquina inferior derecha aparecía una ilustración diminuta: una trama intrincada de líneas entrecruzadas, semejante a un laberinto en miniatura.

Casi no podía creer lo que acababa de leer. Si de verdad, lo había escrito Ripley de su puño y letra —grafía que Newton había visto en ocasiones anteriores y que encajaba con la del pergamino—, entonces tenía en las manos un hallazgo de valor incalculable. Para él, igual que para todos los alquimistas, la Tabla Esmeralda era la guía más importante para el viaje hacia la Piedra Filosofal. Pero, según decía Ripley, había algo más. Esa Esfera de Rubí era muchísimo más significativa. Tal vez —concluyó mientras volvía a la mesa— eso explicase por qué se le habían escapado durante tanto tiempo los secretos últimos. En tal caso, la elección de aquel libro en la librería de William Copper, en Little Britain, cerca de St. Paul, donde había pasado casi toda la tarde la víspera de su regreso a Cambridge, sólo pudo deberse a la voluntad de Dios. Y, si ésa era la voluntad de Dios, no fracasaría. Estaba convencido de que el Señor lo guiaría a través de la nueva etapa del viaje. Y sabía que, inexorablemente, lo conduciría hasta la Verdad.