III

Pero ¿qué coño creías que estabas haciendo? —le gritó Philip. Nunca le había visto tan enfadado—. Es mi trabajo, Laura. Por chorradas así podrían ponerme en la calle.

—¡Oh, por Dios Santo! Cálmate, Philip. Si sólo estaba echando una miradita por una rendija. El poli ese lo empeoró todo al llevarme a la tienda, ¿no te parece?

Philip se volvió para mirarla un momento, antes de fijar la vista otra vez en la carretera.

—Mira, a veces…

—¿Qué?

—La escena de un crimen no está abierta al público, salvo que así lo considere la policía. Lo sabes perfectamente, Laura.

—Vale, vale. Lo siento. Hubiera pedido disculpas… pero no hubo forma.

—Has tenido suerte de que Monroe estuviese muy preocupado.

Los dos guardaron silencio unos segundos.

—¿Qué crees que ha pasado?

—No puedo hablar del tema, Laura.

—Vamos, Philip, por favor. Que estás hablando conmigo, ¿recuerdas?

Él miraba fijamente la carretera. Laura observó que tenía la mandíbula tensa.

—Punto en boca, ¿eh? ¿Ahora te cierras a cal y canto porque me he saltado las normas?

Él siguió como si oyese llover.

—Típico —sentenció ella, enfurruñada.

De repente, Philip pisó el freno y se apartó a la cuneta. Dejó el motor al ralentí y se volvió hacia Laura.

—Mira, Laura —dijo, sin poder evitar que se le notase el enfado en la voz—. Te quiero mucho, pero a veces puedes ser la cabrona más insufrible y arrogante del mundo.

Ella se aprestó a rechistar.

—No, escúchame por una vez —siguió diciendo él, subiendo un punto el volumen de la voz—. Yo vivo aquí, ésta es mi vida. Tú mañana te puedes marchar a Nueva York tan ricamente, volver a tus libros, a tu mundo, a tu vida privada. Pero yo tengo que trabajar con esas personas varios días a la semana. Vivo de esto, es mi trabajo. Lo malo es que a ti nunca se te ha dado muy bien eso del respeto, ¿verdad?

—¿Cómo dices? —replicó Laura.

—Siempre has hecho lo que te ha venido en gana. Vas y vienes a tu aire y a tu antojo.

Philip se quedó callado, lamentando de pronto haber dicho eso y sabiendo que una parte del enfado no tenía que ver con la actuación de Laura esa noche y sí mucho con el pasado de ambos.

Se hizo un silencio largo.

—Me parece que no es justo —dijo Laura al final—. Lo pintas como si las cosas sólo fuesen blancas o negras, Philip. Si te estás refiriendo a Jo, a lo que hemos elegido hacer, te recuerdo que tuviste el mismo peso que yo en esas decisiones.

—¿Ah, sí? —repuso él con un tono algo más calmado—. ¿Tú crees? ¿Te habrías quedado en Inglaterra si te lo hubiese pedido? A mí me parece que no.

Laura no supo qué responder. Entonces se comportaron como unos críos, así de sencillo. Ella venía de una familia rota. Sus padres se habían divorciado. Jane, su madre, actriz de películas de serie B, vivía en una comuna en San Luis Obispo después de haber pasado por una clínica de rehabilitación, y su padre, abogado de primera, vivía en Los Ángeles. Ella obtuvo una beca Rhodes para estudiar Historia del Arte en el Magdalen de Oxford. Era una joven muy ambiciosa y con mucho talento.

Se quedó embarazada —náuseas matutinas justo antes de los exámenes finales—, y cuando acabó el último, mientras los demás se dedicaban a beber champán directamente de la botella, ella entraba corriendo en su habitación para llorar a solas y vomitar un poco más. Sus padres viajaron a Inglaterra para asistir a la graduación y Laura encontró la manera de decírselo a su madre. Jane Niven se lo tomó con estoicismo y jamás intentó presionarla en una dirección o en otra. Ella misma llevaba años luchando contra sus propios demonios, y que su hija de veintiún años se hubiese quedado preñada no era para clamar al cielo. Laura se preguntaba ahora si no habría sido mejor que alguien la hubiese aconsejado para tomar una decisión.

Philip se esforzó por comportarse como un hombre adulto. Sin embargo, también él era un crío. Se había licenciado un año antes, vivía en una habitación alquilada y se ganaba la vida como podía, de fotógrafo de bodas y de bebés, y soñaba con exponer, un sueño que tardaría más de diez años en cumplir. Estaba sin blanca, no sabía nada de la vida y se sentía perdido. Cuando nació la niña, Laura se planteó la posibilidad de quedarse en Inglaterra y buscar un trabajo. Quizá Philip y ella hubieran podido salir adelante juntos, compartir la vida; pero algo le decía que no funcionaría. Antes de que la niña cumpliera seis meses, Laura ya había tomado la decisión de volver a Estados Unidos.

Pese a todo, habían quedado como amigos, y Philip iba a verlas siempre que podía. Cuando consiguió empleo en el New York Post como reportera de sucesos, empezó a ganar un poco de dinero e hizo algún que otro viaje a Inglaterra con Jo. Tres años después estaba casada. Su marido, Rod Newcombe, era un documentalista decidido y ambicioso, y juntos habían hecho grandes planes para trabajar en una serie sobre crímenes de la vida real. Fue un buen padre para Jo, que acabó adorándolo, y durante un breve lapso fueron una familia feliz. Pero en 1994 Rod salió de viaje a Ruanda y regresó a casa en una bolsa de transporte de cadáveres. Jo tenía siete años y no podía entender lo que le había pasado a su padrastro, porque lo único que quedaba de él era una imagen en una cinta de vídeo.

También a Laura la pilló en un momento crucial. Acababa de iniciarse en el periodismo de sucesos y todavía no había aprendido a tratar con la miseria y con los tormentos a los que tenía que enfrentarse a diario. En un momento dado, la enviaron a cubrir un asesinato perpetrado por una prostituta que le había arrancado el pene de un bocado a un cliente y a continuación le había disparado en la cara. Después de aquello, Laura empezó a tomar antidepresivos y a asistir a sesiones semanales de terapia.

Aquella etapa había quedado atrás, y Laura se había hecho a la cruda realidad gracias a la cual podía pagar las facturas. Pero en infinidad de ocasiones se había arrepentido de las elecciones que había hecho en la vida; y siempre que volvía a reunirse con Philip, se daba cuenta de que las cosas habrían podido ser muy diferentes, de lo mucho que lo quería y de lo diferente que habría podido ser su vida. Pero siempre que pensaba en ello, era consciente de que habían tomado caminos diferentes, que cada vez resultaba más difícil, no más fácil, plantearse siquiera una realidad alternativa en la que los tres pudieran vivir juntos.

Por un momento le pareció que lo que había dicho y hecho esa noche era extrañamente sintomático. La embargó la tristeza, y casi no pudo contener las lágrimas. Desconocía la respuesta a la pregunta que Philip le había hecho. ¿Habría actuado de otro modo?

Respiró hondo y dijo:

—Lo siento, Philip. Me he portado como una tonta.

Él la contempló en silencio unos segundos. No había sido capaz de responder la pregunta, pero Philip podía entenderlo. Tampoco él tenía respuestas. Sospechaba que en ocasiones ella deseaba que las cosas hubieran sido de otro modo. Él mismo lo había pensado algunas veces, más de las que se atrevía a reconocer, aunque sólo fuese para sus adentros. Y cuando se detenía más de la cuenta a meditar sobre el tema, una voz insistente ponía punto final a la conversación interna proclamando, con toda lógica, que ya era tarde y que lo que había pasado no tenía vuelta de hoja.

Sonrió de repente.

—Bueno, estoy seguro de que Monroe lo superará. Es un buen poli, pero también un cabrón con ínfulas.

Laura se inclinó hacia él y lo besó en la mejilla, al tiempo que Philip metía primera y se reincorporaba a la carretera.

—Y bien, ¿me vas a decir lo que sabes o no?

Philip soltó un suspiro hondo. Pero el enfado había desaparecido por completo.

—¡Señor!, ¿es que no te rindes nunca?

—Pues no —replicó Laura con una sonrisa—. Normalmente, no.

—Bueno, si te soy sincero, no sé mucho más de lo que sabes tú. Que era una niña de unos veinte años, que volvía en ese momento de casa de una amiga, en el coche. Que murió entre las siete y las ocho treinta de la tarde de hoy. Que la encontró un tipo que estaba dando un paseo con el perro. Que la casa más próxima está a unos ciento ochenta metros del lugar. Y que nadie oyó ni vio nada.

—Pero esas heridas… —empezó a decir Laura, dejando la frase inacabada—. Llevo casi quince años dedicada a cubrir asesinatos y crímenes en Nueva York y nunca había visto nada igual.

—No, no ha sido muy agradable.

—Pero estoy acostumbrada a cosas «no muy agradables». A putas a las que sus propios clientes les han arrancado la lengua de cuajo, a cabezas despedazadas por semiautomáticas, ese tipo de cosas. Pero a esa niña le han arrancado el corazón. ¡Dios! Se lo han extraído quirúrgicamente, con todo el cuidado del mundo.

—Ya lo sé, yo le he hecho las fotos.

—Se sale de lo normal, Philip. Ha sido más…, no sé…, ritual, diría yo.

—Sí, puede ser —repuso Philip, con la mirada fija al frente, en la carretera—. No soy poli.

Guardaron silencio un rato. Al cabo, Laura dijo:

—Y la moneda. ¿De qué coño irá todo esto?

—¿A qué viene tanto interés? —replicó Philip en tono impaciente.

—Supongo que en el fondo sigo anclada en los crímenes a la antigua usanza.