II

Philip no tenía tiempo de acompañarla a casa. En el interior del viejo MGB de treinta años hacía mucho frío, así que Laura se sintió aliviada cuando divisaron los destellos azules. Philip salió de la carretera, se metió por la cuneta embarrada y detuvo el coche a unos diez metros de una tienda de campaña blanca, de unos cuatro metros cuadrados, iluminada por una luz potente que señalaba el lugar de los hechos.

Philip paró el motor y Laura miró por el parabrisas sucio. Un hombre vestido con un mono blanco y con las palabras POLICÍA CIENTÍFICA en letras verdes en el dorso pasó junto al coche en dirección a la tienda.

—Laura, me temo que tendrás que quedarte aquí. Sólo personal de la policía. —Philip bajó del coche, fue al maletero, extrajo la bolsa resistente de piel en la que llevaba el equipo fotográfico, y se la colgó del hombro. Volvió a la puerta del MGB rebuscando algo dentro de la bolsa. Mientras manipulaba la lente de la Nikon digital, se inclinó y se asomó por la ventanilla—. ¿Estarás bien? —preguntó—. En todo caso, no creo que lo de ahí dentro sea muy agradable. —Y antes de que Laura pudiese contestar, ya había dado la vuelta.

Se quedó un rato sentada en el coche, pero al final la curiosidad fue más fuerte que ella. Salió al campo embarrado y se dirigió a la entrada de la tienda. No había un alma, y nadie le impidió acercarse. Sólo echaría un vistazo rápido, se dijo. Abrió una rendija que había en la tela de plástico y miró adentro. Sin embargo, lo único que vio fue la espalda de dos policías y al individuo de la policía científica, agachado, metiendo con unas pinzas un objeto inidentificable en una funda de plástico transparente. A sus espaldas había un coche rojo, pequeño, con las puertas abiertas y el salpicadero embarrado.

Volvió a cerrar la rendija y rodeó la tienda de puntillas. Se acuclilló y pegó un ojo a otra rendija del plástico. El vehículo quedaba a unos metros de distancia, y como la puerta lateral estaba abierta, pudo ver perfectamente toda la panorámica del coche.

En el asiento trasero yacía el cadáver de una mujer joven, despatarrado y con los brazos abiertos, la cabeza hacia atrás, los ojos abiertos, mirando hacia arriba, hacia el techo del coche. Llevaba una camiseta corta y una falda, y ambas estaban empapadas de rojo. La carne era de un blanco intenso, como si le hubiesen extraído hasta la última gota de sangre. La piel parecía aún más blanquecina debido a los potentes reflectores que había en la tienda de campaña. Todo el interior del vehículo estaba manchado de sangre: el chorro arterial había rociado las ventanillas y el salpicadero color crema.

La chica parecía muy joven, de la edad de Jo más o menos. Debió de ser muy guapa, pero la melena rubia, que caía como una sábana por el respaldo del asiento, estaba llena de grumos sanguinolentos y se le había pegado a los hombros. Tenía un corte profundo y rojo en el cuello, de oreja a oreja, y otro que descendía desde la garganta hasta el ombligo. Le habían abierto el tórax y separado los huesos.

Laura se enderezó. Había visto bastantes escenarios de crímenes como para que nada pudiese afectarla, pero de repente tuvo una arcada y creyó que iba a vomitar. Respiró hondo varias veces y, poco a poco, la sensación fue desapareciendo. Estaba a punto de volver al coche, cuando oyó una voz a su lado:

—Buenas noches.

Dio media vuelta y se encontró con la mirada de un joven policía. Se le pasó por la cabeza la absurda idea de que debía de tener un aspecto horrible; notaba la piel fría y seguro que estaba muy pálida. Unas gotitas de sudor le bañaban la frente.

—Yo, esto…

—Haga el favor de acompañarme —dijo el agente, que ya la cogía del brazo.

Una vez dentro de la tienda, llamó a un policía vestido de paisano. Laura permanecía petrificada ante la visión del interior del coche, que ahora estaba a pocos metros.

—Vaya, vaya, qué tenemos aquí. —El policía la miró de arriba abajo—. ¿Por qué motivo ha salido en una noche tan fría y desapacible?

Estaba a punto de responder, cuando Philip la vio, bajó la cámara de fotos y lanzó un suspiro hondo.

—Mierda —soltó entre dientes, y ella le oyó—. Inspector Monroe —dijo, procurando evitar a Laura—. Es Laura Niven, una amiga mía.

John Monroe era un hombre fornido, alto y ancho de espaldas, enfundado en un traje marrón que no le sentaba nada bien, y con una corbata color mostaza chillón que había conocido tiempos mejores. A sus cuarenta años, Monroe estaba casi completamente calvo, salvo por una franja de pelo negro, rapado al uno, a ambos lados de la cabeza. En su momento fue un velocista prometedor, pero con el tiempo se había ido abandonando. Tenía una cabeza bastante grande, y el cuello ancho y corto. Su rasgo más llamativo, que le confería un levísimo atractivo, eran sus grandes ojos negros. Unos ojos que denotaban inteligencia y agallas, pero ni pizca de dulzura o de sentido del humor.

—Ah, una amiga, señor Bainbridge. —La voz de Monroe era de barítono, oscurecida por un sarcasmo crónico.

—Sí, disculpe. Le pedí que…

—¡Philip, por Dios! —le interrumpió Laura, de repente—. Tengo lengua, no soy una cría. —Se volvió hacia Monroe. Durante un instante fugaz, el policía pareció asustarse—. Oficial…

—Comisario.

—Comisario… ¿Monroe? Lo siento. Philip me dijo que me quedase en el coche. Pero sentí…

—¿Curiosidad?

—Sí, supongo que sí.

—Pero se dará usted cuenta, señora Niven, de que nos hallamos en la escena de un crimen. Un crimen especialmente macabro. No se autoriza el paso a…

—Comisario, yo respondo de Laura —insistió Philip—. Creo que sabe perfectamente que no debía haber interrumpido, pero…

Guardó silencio. Un hombre vestido de blanco, junto al coche, llamó al comisario.

—¿Comisario? Creo que debería ver esto.

Monroe giró sobre los talones y se acercó al coche. Philip lanzó una mirada a Laura e iba a decirle algo cuando, para su disgusto, ella se fue detrás de Monroe.

—Estaba dentro de la herida —dijo el oficial de la científica mientras mostraba una moneda manchada de sangre que sostenía en alto, entre el pulgar y el índice enguantados.

Monroe la cogió con la mano, también enguantada, y la sostuvo a la luz. Laura pudo verla perfectamente antes de que Monroe la mirase con cara de pocos amigos, a lo que ella reaccionó dando un paso atrás. Por el tamaño parecía una moneda de 25 centavos, y la cara visible representaba una escena bellamente tallada de cinco mujeres desnudas que sostenían un cuenco en alto.

—Yo diría que es de oro macizo —dijo el criminólogo—. Pero tendré que confirmarlo en el laboratorio.

Monroe depositó la moneda con mucho cuidado en una bolsa de plástico que el otro le tendió. Luego, dio la vuelta y vio que Laura seguía apenas a un par de metros de distancia, lo que le valió a Philip una mirada de enojo.

—Señor Bainbridge —dijo Monroe, y se pasó la punta del dedo por el cuello blanco de la camisa—. Si ha terminado, ¿sería tan amable de acompañar a su amiga al coche y marcharse a casa?

—Buenas noches, comisario —replicó Laura, al tiempo que Monroe volvía a girar sobre sus talones—. Encantada de conocerle.