Su viejo amigo James Lightman, el bibliotecario de la Bodleian, acompañó a Laura Niven a la puerta. Durante las últimas tres semanas habían estado viéndose con frecuencia: era su primera visita a Oxford desde hacía cuatro años. Bajaron la escalinata que daba a la calle. Ella le dio un beso en la mejilla y entonces Lightman la sujetó unos instantes con el brazo extendido para verla bien. Era alta y delgada, llevaba una americana carmesí de solapas anchas, vaqueros azules desgastados, mocasines de ante, y el pelo recogido en un moño suelto.
El hombre sacudió la cabeza suavemente, con ademán admirativo.
—Ha sido fantástico volver a verte, querida —dijo—. Y haz el favor de no dejar pasar tanto tiempo hasta tu próxima visita. —Su voz ronca era casi un susurro.
Laura le sonrió mientras observaba su rostro arrugado y bondadoso. Podría haber pasado perfectamente por una tortuga de avanzada edad; su caparazón: la Biblioteca Bodleian, sede de la compilación de libros más espléndida del mundo. Le dio una palmadita en el hombro, se volvió hacia la calle y bajó los últimos escalones. Una vez en la acera, se detuvo y miró atrás. Pero Lightman ya no estaba.
Le encantaba esa ciudad. Y sólo de pensar que pronto estaría volando a casa, sintió una punzada en la boca del estómago. En sus tiempos de estudiante en Oxford, hacía más de cuatro lustros, la ciudad se le había metido en las venas hasta convertirse en parte de sí misma. Un granito de arena que se había convertido en parte de Oxford, en parte del tapiz humano, vasto y complejo, que conformaba la historia de la ciudad.
Dobló por Broad Street, pasó apresuradamente por delante del Sheldonian y se dispuso a cruzar la calle. Pero no miró a izquierda y derecha, y a punto estuvo de atropellarla una joven ataviada con el uniforme de los examinandos —toga oscura, camisa blanca y pajarita—, al manillar de una vetusta Hércules negra. La ciclista la esquivó en el último momento, tocó el timbre de la bici, furibunda, y continuó pedaleando camino de St. Giles. Laura la siguió con la mirada; el incidente la dejó exultante. Veinte años atrás esa chica habría sido ella, chinchando adrede a los turistas norteamericanos.
Pensó que quizás echaba muchísimo de menos sus años juveniles. Sin embargo, lo que la hacía amar aquel lugar no era su historia particular, su participación en el tapiz. ¿Qué era? ¿Qué era lo que amaba? No lograba definirlo, se trataba de uno de esos sentimientos humanos indescriptibles, tan misteriosos como el honor, el altruismo o el sentimentalismo.
En sus tiempos de estudiante escribía largas cartas a sus amigos de Illinois, de Carolina del Sur y de California, sobre lo que estaba aprendiendo. En ellas presumía porque se sentía parte de la ciudad. Oxford era un lugar de ensueño, irreal, que abrumaba a los forasteros con sus riquezas inigualables y les insuflaba aire fresco en los pulmones. Mientras cruzaba St. Giles camino del restaurante donde la esperaban a las ocho y media, pensó que Oxford era un lugar que hacía que la vida mereciese la pena.
En ese mismo instante, la imagen que Philip Bainbridge tenía de Oxford era totalmente diferente. Había venido a la ciudad desde Woodstock, el pueblo donde vivía, a veintitantos kilómetros del viejo recinto amurallado de la ciudad, para recoger a su hija Jo en la residencia de St. John’s College, en St. Giles. En el trayecto había visto la cara más fea de la ciudad: en la autovía le adelantaron tres jóvenes hiperactivos a bordo de un Rover 216 que había salido del complejo urbanístico de Blackbird Leys —un gueto inmenso, y cada vez más grande, a poca distancia de la ciudad de las soñadoras torres—, y después, en un semáforo, tuvo que oír toda clase de lindezas de parte del conductor de un Mini Metro que le acusaba de haberle cortado el paso en la vía de acceso a la ciudad desde la carretera principal. Al poco rato, en Banbury Road, se le cruzó un borracho, justo delante del morro del coche, en el momento en que arrancaba de otro semáforo. Y ni siquiera eran las ocho y media.
Pero estaba acostumbrado. Le encantaba esa ciudad, aun con sus fallos. Y así había sido desde el año en que empezó sus estudios de Filosofía, Política y Economía en Balliol, en 1980. Ahora, más de un cuarto de siglo después, le era imposible imaginarse viviendo en otro sitio. Siempre decía, muy serio, que si la ciudad tuviera clima mediterráneo tendrían que llamarla El Paraíso Absoluto, y que podría pasar allí toda la eternidad.
Y eso lo decía un hombre que durante horas y horas contemplaba, a la fuerza, el lado más sórdido de la vieja ciudad. Desde hacía años trabajaba como fotógrafo independiente y en esta época la mayor parte de sus ingresos procedía de la policía de Thames Valley: era el fotógrafo del Departamento de Criminología. Había visto mucha sangre y había sido testigo de los límites más extremos del dolor. Por ello sabía que el corazón y el alma humana de Oxford eran exactamente los mismos que los de la zona centro y sur de Los Ángeles o los del East End londinense. A pesar de todo, la ciudad le fascinaba. Aunque supiera que, como en todos los rincones del mundo, cualquiera de los rasgos divinos que Oxford pudiera albergar estaba teñido con la sangre y la materia gris de más de un cadáver. Así funcionaba el mundo, ni más ni menos, se tratase de Venice Beach, de la Octava Avenida o de The High Street una noche de estío inglés.
Aparcó en St. Giles y cruzó corriendo hasta la portería del St. John’s, donde lo esperaba Jo. Estaba muy guapa, como sacada de una ilustración de Arthur Rackharn. Llevaba unos vaqueros gastados y una americana de cuero de Ralph Lauren. La melena pelirroja era una cascada de rizos naturales que le llegaba hasta los hombros. Ojos color madera tostada, tez pálida, pómulos altos y labios carnosos.
—Perdona el retraso.
—Papá, ya nos conocemos… —repuso ella, con una sonrisa burlona.
Tenía una voz ligeramente ronca, una voz capaz de echar por tierra las defensas de cualquier hombre al que su aspecto no hubiese logrado desarmar ya.
Philip se encogió de hombros y le tendió el brazo.
—Muy bien. Y qué, ¿preparados para la cenita con la madre?
—Sí, señor, lo estamos —respondió Jo con una risa breve.
—Bueno, cuéntame. ¿Echas de menos Nueva York? —preguntó Philip, mientras enfilaban por St. Giles.
—Todavía no.
—No hablas mucho sobre tu vida anterior.
—Supongo que no hay mucho que contar. Y, papá, eso de «vida anterior» chirría un poco. Si sólo llevo aquí… ¿cuánto? ¿Seis meses?
—Pues a mí me parece una eternidad.
—¡Hombre, gracias! —exclamó, y se volvió hacia Philip con la boca abierta.
—Yo de ti la cerraría.
Jo meneó la cabeza e hizo un mohín.
—No, en serio, esto me encanta. En Greenwich me sentía como con claustrofobia, no sé. Es un sitio genial pero, en fin, ya sabes… síndrome del apartamento demasiado pequeño para madre repentinamente famosa e hija adolescente.
—Sí, una enfermedad social bastante común. Menos mal que yo me libro; una de las ventajas de ser un solterón fiel a la causa, imagino.
Jo le lanzó una mirada de escepticismo.
—¿Tú crees? Pero no compensa, ¿no te parece? Ya te lo he dicho: una de mis misiones antes de abandonar estos sagrados recintos consiste en dejarte bien casado con una buena mujer. Con alguien que te cuide.
—Por favor. ¿Te parece que necesito engordar? —replicó, al tiempo que se daba unas palmaditas en la panza, apenas prominente.
Cruzaron la calle y pasaron por delante del viejo Templo Cuáquero. La acera era estrecha. A la izquierda tenían las verjas de metal y a la derecha la calzada. Bordeaban la acera un montón de bicis viejas, enganchadas a las verjas con sus respectivos candados. En medio del camino un músico callejero, harapiento, que se había instalado en aquel tramo como si fuera suyo, hacía patéticos juegos malabares con unas naranjas. «¿Unass moneditass?», balbució a su paso, con tono esperanzado.
Delante de ellos, a unos veinte metros escasos, vieron a Laura esperándolos junto al Brown’s Restaurant.
Les retiraron los platos y la camarera les llenó las copas. Laura echó un vistazo a la carta de postres con cierto escepticismo y bebió un poco de vino. Estaban sentados cerca de las puertas de la cocina y, aprovechando las entradas y salidas del personal, podían atisbar el caos controlado que reinaba al otro lado. Les llegaba el olor a tabaco de la zona reservada a los fumadores, y la conversación del centenar aproximado de comensales creaba una maraña de voces humanas, intercaladas con el apenas audible Acid Jazz que emitían los altavoces.
—Te vamos a echar de menos, Laura —dijo Philip por encima del borde de la copa, mirándola primero a ella y a continuación a su hija.
A Laura se le había pasado el tiempo volando. A la mañana siguiente tenía que coger el avión de vuelta a Nueva York, y aunque estaba deseando volver a su coqueto y espacioso apartamento de Greenwich Village, otra parte de sí misma la inmovilizaba, la anclaba a aquella ciudad. Echaría de menos Oxford, y a las dos personas que consideraba más importantes: Philip y Jo.
—Oh, estoy segura de que volveré por aquí pronto —dijo, al tiempo que se sujetaba detrás de la oreja un mechón de la melena rubia—. Para empezar, tendré que ver si a cierta persona le va todo bien. —Lanzó una miradita a Jo.
—Sí, claro, ni que tuviesen que cuidar de mí —replicó la joven, y dedicó a su madre una mirada compungida.
—Bueno, por un viaje sin percances —intervino Philip, alzando la copa para brindar.
Jo repitió el deseo del brindis, sólo que disponiéndose ya a levantarse de la silla y mirando la hora en su reloj de pulsera.
—Lo siento un montón, pero tengo que marcharme, mamá. Había quedado hace diez minutos con Tom.
—Muy bonito —replicó Laura—. Anda, date prisa. Y saluda a tu amor de mi parte.
Jo dio un beso a Philip en la mejilla.
—Mañana por la mañana pasaré a verte, para cerciorarme de que llevas el billete y el pasaporte —dijo.
Se volvió hacia Laura con una sonrisa irónica en los labios y se fue zigzagueando entre las apretujadas mesas del restaurante.
Cuando llegó a la puerta, les dijo adiós con la mano. Laura, que la miraba desde la otra punta del salón, recordó las veces que había estado allí, en el Brown’s. En sus tiempos de estudiante era un lugar de encuentro habitual, el escenario de su primera cita con Philip y el sitio en el que le anunció que estaba embarazada de Jo. Le encantaba la decoración, que no había cambiado desde entonces: las paredes de color crema, los viejos espejos, el piso de roble pulido y las palmas enormes. Mientras lo contemplaba, se vio a sí misma de joven en una de las mesas próximas, y a un Philip de aspecto lozano que la miraba desde el otro lado.
—¿Qué, ha merecido la pena el viaje? —preguntó—. ¿Has encontrado lo que estabas buscando?
Laura dio otro sorbo al vino, dejó la copa en la mesa y se puso a juguetear con ella.
—Sí y no —dijo con un suspiro—. Bueno, en realidad no, para serte sincera. Me siento como atrapada en un callejón sin salida.
—¿Y eso?
—Bueno, ya sabes, a veces pasa.
—¿Quieres decir que ha sido una pérdida de tiempo?
—No —respondió en tono enfático—. Sólo significa que voy a tener que esforzarme más. —Hizo una pausa y prosiguió—: Bueno, en realidad no ha ido bien. Creo que voy a abandonar la idea.
Philip puso cara de sorpresa.
—Pero si parecía una mina.
—Ya, pero es lo que pasa con la escritura. Crees que tal historia va a funcionar, y unas veces funciona y otras no hay manera.
Después de años de dejarse la piel como periodista en Nueva York y de escribir en los ratos libres media docena de novelas que veían la luz a trancas y barrancas y acababan en el olvido más absoluto, el año anterior acertó de lleno y se encontró con un bombazo en las manos: Restitución, una novela histórica de intriga, ambientada en la New Amsterdam del siglo XVII. El New York Times la tildó de «chispeante». Con ella ganó el White Rose Fiction Award y vendió tantos ejemplares que por fin pudo dejar el otro trabajo. Los medios de comunicación se encariñaron con ella y le dieron mucha publicidad, aprovechando su aspecto y su trayectoria como reportera especializada en la cobertura informativa de los crímenes más truculentos de la ciudad de Nueva York. Laura no dejó perder la oportunidad de su vida y se metió de lleno en el siguiente proyecto, una novela ambientada en el Oxford del siglo XIV cuyo protagonista era Thomas Bradwardine, teólogo y matemático, implicado en una compleja trama para asesinar al rey Eduardo II.
—¿Y qué hay de Bradwardine, el monje misterioso?
—Oh, sigo interesada. Y, por cierto, Philip, no era monje. —Laura sonrió—. Pero resulta que me he dado cuenta de que es imposible que estuviese involucrado en un complot para asesinar al rey. No era de esa clase de personas. No era un Rambo, sino un hombre profundamente religioso que fue el mejor matemático de su tiempo y que llegó a arzobispo de Canterbury. En fin, no pasa nada, tampoco había desarrollado mucho más la idea. Además, hay historias de sobra, pululando por ahí, en el éter, listas para que cualquiera las recoja. Hasta creo que algún día Bradwardine podría volver a aparecer en el radar… Sólo que, de momento, lo dejo en reserva.
—Eso suena a algo que podría decir yo —replicó Philip.
—Ya, bueno, tal vez me haya pasado un poco todos estos años criticando tus rarezas y tus extraños rasgos de carácter. —Se recostó en el respaldo de la silla y dio un sorbo al vino.
Cuando Philip desvió la mirada para llamar a un camarero, ella se fijó en su perfil, y le llamó la atención que hubiesen pasado más de veinte años desde la primera vez que se vieron. En todo ese tiempo, Philip apenas había cambiado. Por supuesto, entre la mata indomable de rizos negros se veía ahora un buen puñado de cabellos grises, su rostro era más rechoncho y tenía una mirada más cansada. Pero seguía luciendo la misma sonrisa confiada, la misma mueca de hastío por la vida que tan atractivas le habían resultado a los veintidós años, y seguía teniendo aquellos irresistibles ojos castaños.
Cuando estaba al otro lado del mundo pensaba en él. Habían estado tanto tiempo separados, que casi le parecía imposible estar sentada con él en ese restaurante repleto de gente, la lluvia salpicando los cristales y el resplandor amarillento de las farolas de la calle.
Ahora sabía perfectamente por qué se había enamorado y por qué se entregó a él como nunca había hecho antes ni después. Durante un instante fugaz, le pareció increíble haberse alejado de todo aquello.
—¿Café?
Laura estaba absorta, mirándole.
—¡Hola! ¿Café?
El camarero estaba junto a la mesa y Philip le hacía señas delante de la cara con la mano.
—Ah, sí, ejem… Perdón. Un descafeinado con leche… Gracias.
—Estabas a miles de kilómetros. ¿En tierras de Bradwardine y de los Plantagenet?
—Supongo que sí —mintió.
—Bueno, ¿y qué piensas hacer? —preguntó Philip, en cuanto se marchó el camarero.
—En este preciso instante no lo sé, la verdad. Ya se me ocurrirá algo. —Estaba siendo evasiva aposta y Philip lo sabía.
Justo cuando él se disponía a ahondar en el tema, le sonó el móvil.
—Philip Bainbridge —dijo—. Sí… Sí —hablaba en un tono bastante cortante, cosa impropia en él, pensó Laura—. De acuerdo, sólo estoy a un par de kilómetros. Podría estar en… no sé… unos quince minutos. ¿Sí? De acuerdo. —Apagó el móvil.
—¿Algún problema?
—No, nada del otro mundo. Era de la comisaría. Quieren que vaya a hacer unas fotos; un incidente cerca de The Perch. No me podían decir nada más. Disculpa, pero será mejor que pidamos la cuenta.