Años después de la apoteosis del pére de Trennes —ignoramos cuántos debido a la confusión de fechas del relato—, nuestra vieja conocida M. P., rejuvenecida gracias a sus curas de talasoterapia y al empleo asiduo de leches hidratantes, dio inesperadamente con él en el vestíbulo de La Gazelle d’Or en los confines del Atlas.
(Había ido allí a pasar un fin de semana con un influyente consejero presidencial, célebre por su fastuosidad y rumbosas propinas.)
La sorpresa y alegría fueron recíprocas.
«¿Qué hace usted por esos parajes, reverendo padre?»
«¿Me permite devolverle la pregunta?»
«He venido a retraerme del mundo, el demonio y la carne en el reactor privado del Elíseo, aux frais de la princesse ou pute République. Y, ¿usted? ¿Ha dejado sus cursos de mercadotecnia y negociado de almas? Yo le situaba aún en Marbella…»
«El tiempo corre excepto para usted, mi querida amiga… En recompensa a mis fieles y abnegados servicios, la Casa Madre me nombró obispo in partibus de Partenia, un pequeño oasis ideal para jubilados de mi edad.»
«Veo que también está cogiendo el gusto a los lugares exclusivos (¡perdóneme el atroz anglicismo!) recomendados en la Guide Bleul»
«Pura casualidad: tenía una cita aquí con un jefe de la Sacra Corona de Apulia, a quien asesoré en el máster. La Casa Madre y la Sacra Corona mantienen excelentes relaciones de trabajo, ¿no lo sabía? Sus miembros profesan la misma devoción a Nuestra Señora y a los Santos Ángeles Custodios… ¿Me permite un inciso?
«¿Cómo podría rehusarlo al confesor que vela por la salud de mi alma?»
«Quisiera leerle una primorosa sentencia de mi cosecha dirigida a los aspirantes a la santidad, con indulgencia plenaria extensiva a quienes la escuchen y a los lectores del libro.»
«Soy toda oídos, reverendo padre.»
(Nuestro camaleónico héroe se aclaró la garganta y adoptó una pose seráfica.)
«Abramos, con la ayuda de Dios, las Anchas Vías de la Consolación a la enjundia de la verdad y su virtud maciza. ¿Qué le parece?
«Un muy sabio precepto digno de Monseñor.»
Hubo una risa compartida: los dos entendían. Vestido quizá para disimular su exagerado peso y volumen con el hábito de los Padres Blancos (con las prisas de cerrar el relato nos habíamos olvidado de señalarlo), el pére de Trennes le expuso los motivos de su retiro contemplativo tras varios siglos de apostolado y misión.
«Viendo que mi trato y labor ya no eran como solían, seguí el consejo de la señora Lozana: buscar la paz, que duerme quieta y sin fastidio, sin esperar a que el mundo me deje a mí y me llamen obstinada antigualla.»
«Si no recuerdo mal, ella se jubiló con un mozo robusto y de buenas prendas. Acaso usted…»
«¡No se preocupe por mí! ¡Me he traído a todos los santos que aparecen en mi manuscrito! De acuerdo con las máximas del fundador y las reglas de la Congregación para el Culto Divino, rezo con ellos las preces canónicas y cumplo las devociones aconsejadas. ¡El celo y ardor de estos varones mantienen vivo el recuerdo de la reliquia glorificada por Fray Bugeo!»
Aunque M. P. insistió en visitar la sede episcopal de Partenia y comprobar de paso el temple y gallardía de sus santos, nuestro personaje se opuso de modo tajante.
«¡Eso sería tema de otra Carajicomedia y con lo escrito basta! Si quiere saber algo más, consulte los documentos que legué a la Fundación Vaticana.»
Luego, el consejero del Elíseo se presentó a buscarla y, tras un breve intercambio de saludos y cortesías con el pére de Trennes, dio fin a la vez a la novela y a esta piadosa plática.