Lo encontré o, por mejor decir, me encontró en uno de los Santos Lugares que frecuentábamos, a los que me seguía a diario de capilla en capilla, de estación en estación, de paso en paso, como un espía o detective particular. Su fisgoneo de mi labor apostólica llegaba a extremos que serían risibles si no fueran tan torpes e insoportables. A veces, si me recogía a meditar en uno de los templetes de la gaya ciencia que alumbraban antaño la grisura asfaltada de París, le descubría al otro lado de la vespasienne con su cara camuesa de numerario de la Obra, embelesado en la contemplación de las partes del emérito objeto de mi devoción. ¿No puede usted, mi buen pére de Trennes, ligar por su cuenta sin distanciarse unos metros de mí? ¿No se da cuenta de que me estorba sin sacar de su impertinencia provecho alguno? ¡Con sus aires remilgados de beato no va a pescar ni una miserable sardina! Es usted un mirón de la peor especie: ¡en vez de Fray Bugeo merecería llamarse el Reverendo Peeping Tom! ¡Quédese con su cruz y no se convierta usted en la mía! Pero nada le descabalgaba de su inveterada costumbre de huronear en mi vida, ya fuera en el bulevar de Rochechouart, el cine Luxor o los lavabos de la estación. Parecíamos dos gemelos antagónicos e inseparables: envejecía conmigo, los rasgos de su rostro se aflojaban, su cabello empezaba a ralear. La parodia y caricatura de mí mismo rayaba en el delirio obsesivo: una noche en que yo había topado con un santo de mi particular devoción nos escoltó como un tábano hasta el hotel de la Rué Ramey, sin cesar de repetir, dale que dale, su cantinela estúpida: ¿qué hacemos?, ¿adónde vamos?, y le asesté un tijeretazo, ¡váyase usted a leer el Kempis de su Monseñor, que yo me voy a ocupar del mío!
Pero aquella tarde, el pére de Trennes no cabía en sus prendas de satisfacción, como un niño depositario de un gran secreto o portador de una estupenda noticia.
«Le he andado buscando por los bulevares, el cine y los cafetines de Barbes. Ha ocurrido algo inesperado que le interesará en cuanto le concierne y atañe igualmente a su libro. ¿Qué le parecería si nos acomodáramos a charlar los dos en la terraza del café de los Pájaros?»
No tuve otro remedio que aceptar y caminamos en silencio hasta el Square d’Anvers. Me aseguré de que Genet no estaba allí con El Ketrani o algún militante palestino. Pedimos yo un té y mi doble un Vittel. Sans glagons, precisó. Aguardó a que el camarero nos sirviese y se alejase con la bandeja.
«Mi querido amigo, he asistido a un diálogo imprevisto de dos personajes que usted conoce bien y sobre los cuales ha escrito a menudo. Podría jugar al adivina adivinanza mas no prolongaré artificialmente el suspense. Se trata de Menéndez Pelayo y…»
«Veo que se ha aficionado usted a este santo varón. ¿No cree que le ha sacado ya todo el jugo al confrontarlo con el abate Marchena?»
«Perdóneme, es un autor muy querido de Monseñor. Un día me reveló confidencialmente que fue para él un guía precioso frente a las asechanzas del mundo, el demonio y la carne. Pero esta vez no platicó con Marchena sino con alguien más cercano a usted: me refiero a Blanco White.»
«¿Puede decirme, si no es un secreto como todas las reglas y asuntos de la Obra, dónde dio con ellos? ¿En la última planta de la Academia de la Historia o en la hacienda de míster Rathbone, a la que se retiró antes de morir don José María Blanco?»
«Ni en un sitio ni en otro. Me hallaba meditando en las profundas consejas de nuestro fundador cuando irrumpieron en mi apartamento aprovechando que me había olvidado de cerrar la puerta después de firmar el recibo de una carta certificada. Les reconocí de inmediato pues su aspecto y vestimenta correspondían en todo con los de las fotografías y grabados que usted me mostró.»
«¿Cómo le trató el gran defensor de la fe? Aunque católico furibundo, su devoción a los jesuítas le llevó a mirar con recelo las innovaciones de la Santa Obra, cuya organización y métodos solía comparar en privado con los de sus execrados krausistas.»
«¡Esto fue sólo al comienzo, cuando nuestra rivalidad con la Compañía de Jesús era más fuerte! Oí decir, en efecto, que nos tildaba de logia, de sociedad de socorros mutuos, de fratría, de monipodio. Don Marcelino no se mordía la lengua, mas luego rectificó. Comprendió que la Obra respondía a las exigencias de nuestro tiempo. Apoyó incluso con entusiasmo, no sé si lo sabe usted, la Causa de Beatificación de Monseñor.»
El diálogo de dos personajes tan disímiles y opuestos le había apasionado al extremo de que, sin que ellos lo advirtieran, grabó sus palabras en el magnetófono. Estaban sentados frente a frente en los sillones del tresillo ya descrito. Menéndez Pelayo paladeaba su Rioja de excelente cosecha mientras José María Blanco bebía sorbos del Lipton que aromatizaba en la tetera. El sevillano miraba de hito en hito a su encarnizado, aunque admirativo, detractor.» Ya sé cuanto ha dicho de mí: católico primero, enciclopedista después, luego defensor de la iglesia anglicana y a la postre unitario y apenas cristiano… Bueno, ¿a qué continuar? Una lectura sectaria y ultraortodoxa pero que, a causa de su misma virulencia despertó en algunos espíritus libres el interés por mi obra, e indujo a uno de ellos, al que usted habría dedicado sin duda un sabroso capítulo de su libro si una buena o mala estrella no le hubiese hecho nacer dos décadas después de su fallecimiento, a traducirlo al español. En fin, su ensañamiento conmigo dio frutos tardíos pero reales. Eso se lo debo a usted y sería mostrar una negra ingratitud por mi parte el hecho de negarlo.»
«Reconozca con todo que ha dado usted más revueltas que las del laberinto de Creta. La reseña de su vida marearía a cualquier lector sensato. Convengo en que no es usted un pensador de tertulia de los que componen la llamada cultura española moderna. Mas, por ello mismo, su caso me parece más grave. El orgullo y la lujuria le extraviaron y acabaron con la paz y serenidad de su alma, aunque no lo confiese en sus Cartas sino a medias.»
(La imitación servil por el pére de Trennes de mi voz y ademanes me exasperaba. Hablaba como yo, se expresaba como yo, quería fundirse conmigo. Al contemplarle me parecía contemplar un retrato grotesco y crüel de mí mismo.)
«¿Ha soñado usted todo esto o es mero producto de su imaginación?»
«¡Qué más da que sea lo uno o lo otro! Lo esencial es que estaban allí y los veía tal como se lo cuento.
¡Sentaditos los dos en el tresillo, tan verídicos como usted o como yo! No crea que había consumido hachís o mescalina, como su admirado Artaud. Soy hombre de costumbres sobrias desde que el Señor por medio de Su Divina Intercesora, me quitó para siempre del alcohol tras una serie de lances burlescos que no vienen al caso.»
Le dije que me agradaban las digresiones y cazó mi sugerencia al vuelo. Fue después, años después, del episodio narrado por Jaime de la velada en el lujoso apartamento de sus padres de la calle de Aragón, con su final barriobajero y lamentable. Me habían invitado a la URSS (era mi época de compañero o compañera de viaje), a la conmemoración de un titánico poeta caucasiano llamado Rustaveli. Los oradores se sucedían de la mañana a la noche en el escenario de un gran teatro para encomiar su figura vigorosa y magnífica. Aquello era inaguantable: sin necesidad de recurrir a los auriculares de traducción simultánea, escuchaba la letanía de Dante, Shakespeare, Rustaveli; algún orador (¿Alberti?) agregaba generosamente a la trimurti el nombre de Cervantes. El banquete organizado por la rama local de la Unión de Escritores se redujo a una serie de brindis: los autóctonos suelen escanciar vino o vodka en unos vasos de cuerno de uro de los que no te puedes desasir y dejar en ningún sitio sino vacíos y, cuando esto ocurría, alguno de nuestros anfitriones se apresuraba a rellenarlos. Por la paz, por la amistad entre los pueblos, por la resistencia vietnamita, por España republicana: el trasiego de alcohol no cesaba y procuré escabullirme del ágape en cuanto pude. Pero mi esquivez no sirvió de nada de vuelta a Moscú, en vísperas de mi regreso a Francia. Me hospedaba en el hotel Ucraina, junto a una delegación de escritores vietnamitas abstemios, sonrientes y afables. Su portavoz me había manifestado su viva admiración por España y la lucha heroica de su pueblo contra el fascismo. Había publicado incluso un poema al respecto y convinimos en que me lo entregaría el día siguiente temprano, antes de tomar el avión para Hanoi. Pero Satanás, (¡perdóneme, ya sé que no cree usted en él!) dispuso las cosas de otra manera. Aquella noche había sido invitado a casa de un célebre escritor soviético (¡todo un premio Stalin de novela!), gran bebedor como la mayoría de sus colegas. Allí nos sirvió, a mí y a ellos, en los terribles cuernos georgianos. Mientras brindábamos por lo humano y lo sobrehumano (¡Gagarín, el sputnik!), advertí que mi conciencia se emborronaba, que entraba en la acolchada densidad del alcohol y se obturaban mis oídos con espesísima cera. Conservo un recuerdo confuso de cuanto acaeció luego: imágenes deshilvanadas, como clorofórmicas, de mi despedida del anfitrión; trayecto irreal en automóvil con mi abnegada pirivocha; travesía borrascosa del vestíbulo del hotel; forcejeos y amenazas en el ascensor (según me enteré después, intenté orinar en él); la habitación al fin. Y en ella estaba pocas horas más tarde tumbado en la cama, quizás en la misma postura en la que me derrumbé, cuando unos golpes insistentes en la puerta me sacudieron cruelmente de mi torpor. El techo subía y bajaba, los muebles parecían flotar en el aire, yo mismo bogaba en una canoa neumática zarandeada por el oleaje. Pero los golpes arreciaban y acabé por incorporarme de la barquichuela, abrirme paso a través de la marejada y bregar dificultosamente con la llave, con el vehemente deseo de aplastar al maldito madrugador: ¡era la delegación vietnamita! Durante unos segundos interminables examiné a los adustos y graves representantes del pueblo bombardeado a diario por un diluvio de fósforo y de napalm. Con un gran esfuerzo, intenté componer a sus ojos una estampa de dignidad. El poeta me entregó un ejemplar dedicado del canto a España. ¿Me iba a encajar aún un discurso?
La idea me causaba escalofríos y rogué a Dios que apartara de mí aquel cáliz. Los vietnamitas parecían aguardar unas palabras mías de adiós pero me sentía incapaz de articular una sílaba. Tal vez no se percataron de mi triste estado y atribuyeron el silencio a la emoción. Tal vez leían en mis ojos turbios y enrojecidos un desesperado mensaje de simpatía y solidaridad. En cualquier caso confío en que aquellos minutos de agonía en el sombrío corredor del hotel me redimieron de decenas, quizá de centenas de años en el bendito purgatorio por el que pasaremos según doctrina de nuestra Madre Iglesia. ¡Cuando al cabo se despidieron de mí con sonrisas e inclinaciones de cabeza, la mía estaba a punto de estallar!
Había leído ya todo eso en algún lado y le interrumpí: «Yo creía que la Prelatura Apostólica le había comisionado para llevar la imagen de la Virgen de Fátima a Rusia a fin de provocar la caída del comunismo. Al menos eso es lo que me contaron Jaime y Gabriel Ferrater durante su deslucida etapa barcelonesa…»
«¡El comunismo no necesitaba ni de mí ni de Nuestra Señora para desplomarse por sí solo! Su ruina era ya evidente para un curioso observador de mi especie.»
«¿Por qué no extendió su fisgoneo el ámbito de la santidad repertoriada en su manuscrito?»
«¡Ya sabe tan bien como yo que mis santos son de otro paño! Además, la sociedad virtuosa que allí reinaba reprimía nuestras labores apostólicas. ¡Una aberración típicamente burguesa! Me explicaron que todo esto fue barrido para siempre por obra de la Revolución. No obstante, vi a dos o tres émulas de Auxilio y Socorro en el Bolchoi. ¡Habían ido a ver El lago de los cisnes con la corpulenta y muy escotada viuda de Maiakovski!»
«Volvamos al hilo de su fabulación. La dejamos en la diatriba de don Marcelino contra la vida y obra de mi alter ego.»
«¡Perdóneme, yo creía que su alter ego era yo!»
«Usted es sólo un parásito que vive a costa mía sin agradecérmelo siquiera. Peor aún: siendo usted un plagiario con patente y licencia insinúa que soy yo quien le roba sus temas y asuntos. Si no fuera por la compasión que su torpeza e incapacidad me inspiran, le habría mandado hace ya mucho tiempo a la vera de su Monseñor.»
«Bueno, no se enfade, vuelvo a lo mío. Estaban mis personajes, cada cual en su sillón del tresillo, en se regardant en chiens defaience pero, desde que aparecieron en mi piso, y de modo casi imperceptible, sus rostros se habían desfigurado: parecían esas siluetas de las revistas infantiles que el lector o la lectora deben completar a lápiz. Por fortuna, el timbre de su voz era claro: santanderino uno y andaluz pasado por agua del Támesis, el del autor que usted prologó y tradujo…»
Blanco: ¿no cree que la explicación de las razones de lo que llama mi apostasía es bastante somera? Ni la sensualidad ni el orgullo encabezan la lista de mis defectos.
Menéndez: eso lo dice usted ahora. Mas, si me atengo a sus propios escritos, compruebo que, siendo sacerdote, vivió en la inmoralidad y fue, cito sus palabras, «polilla de la virtud femenina».
Blanco: yo al menos tuve la honradez de confesarlo. ¡Quien ande libre de culpa, écheme la primera piedra!
Menéndez: quizá no forme parte de la cáfila de curas mujeriegos y abarraganados, a los que su natural inclinación a la vida suelta y buscona condujo a ahorcar los hábitos y hacerse mormones o cuáqueros. ¡Pero siempre han de andar faldas de por medio en ese negocio de herejías!
Blanco: no se deje cegar por el apasionamiento. Mi vida fue resultado de una inquietud intelectual y moral, el fruto de una continua insatisfacción respecto a mí mismo. ¿Qué malo hay en ello? La mayoría de nuestros compatriotas creían y se mataban en nombre de sus creencias porque eran incapaces de pensar. No sé si las cosas han cambiado en los últimos treinta años.
Menéndez: la razón es importante, pero tiene sus límites. Su Santidad acaba de confirmarlo de forma magistral en su última Encíclica.
Blanco: volvamos al tema de la lujuria, en el que usted centra sus ataques. Si no ando trascordado, me achaca la paternidad de varios hijos; y por amor a aquellos frutos de mis pecados, dice, quise darles nombre y consideración social: de ahí mi resolución de emigrar y hacerme protestante.
Menéndez: a usted le daba lo mismo una religión que otra y mudaba de ellas según su conveniencia. En cuanto a lo de sus hijos…
Blanco: mi hijo, nacido en el período madrileño que evoco en las Cartas. Conseguí que mis próximos lo enviaran a Inglaterra y se alistase años después en la Compañía de Indias. Los otros —el plural es de usted— son pura y simple invención suya…
Menéndez: excúseme si es así. En una empresa tan vasta como la mía hay que recurrir a las fuentes de las que uno dispone y si éstas son inexactas, se cuela involuntariamente algún error. Pero ese desliz de mi pluma no le absuelve de sus gravísimos pecados y faltas contra la fe y las buenas costumbres.
Blanco: veo que conserva el santo fervor que le valió en la Iglesia nacional-católica y sus celadores una ruidosa, más que honrosa, nombradía. No me atrevo a pensar qué apologías y proclamas hubiese escrito en el cuartel general de Burgos de haber vivido los tres años de la Cruzada. La desdichada propensión de nuestros paisanos a verter sangre, a falta de verter otra cosa, repitió y aumentó los horrores que presencié durante la invasión napoleónica. Salvo dos dignas excepciones, sus cardenales y obispos bendijeron la matanza y proclamaron al matarife máximo Caudillo de España por la gracia de dios. Tuvo suerte de que le cupiera nacer en 1856 y de no ensuciarse así con la máquina represiva de los vencedores. ¡Con toda probabilidad le habrían nombrado director General de Prensa y de Propaganda!
Menéndez: los revolucionarios, querido míster White, se dirigen siempre a la parte inferior de la naturaleza humana. Cualquier ideal de libertad, igualdad o progreso triunfa y se arraiga en las multitudes si se entrevera con el interés y la concupiscencia, los dos grandes factores de la filosofía de la historia.
Blanco: al imponer el dogma inhumano del celibato eclesiástico, la Iglesia de Roma se condena a ver el mundo desde el prisma del sexo. Mas lo que se echa por la puerta se cuela por la ventana. Tienen ustedes el temible poder de Midas: cuanto tocan se trueca en lujuria y pecado, lo mismo hoy que en tiempos de los Borgia. ¿No ha leído usted la prensa, con las revelaciones de Millenari sobre los entresijos y cloacas del Vaticano?
Menéndez: ¡libelos, calumnias, tan viejos como el mundo, mi caro Blanco! El cuerpo sagrado de la Iglesia está por encima de esos comadreos y maledicencias!
Blanco: en mis Diálogos argelinos probé que la ley divina no puede oponerse a la ley natural ni mucho menos abrogarla… ¡Mejor es casarse, que abrasarse!
(El pére de Trennes suspiró:
«Mi querida amiga M. P. me decía el otro día a este respecto: oh, vous savez?, aujourd’hui le mariage ríinteresse quaux prétres, y creo que tenía razón en lo que toca a una buena parte de ellos…»
Mi doble reía como asustado de su propio atrevimiento:
«Bueno, aunque escudriñé esta obrilla contra el celibato eclesiástico, no encontré en ella ninguna referencia, querido Juan, a la santidad que usted y yo predicamos.»
¿A qué venía aquella morbosa necesidad suya de tomarme siempre por testigo de sus imitaciones burdas y desgarbadas?)
«¡Acabe de una vez con su sueño o trasnochada invención! Había dejado usted a Menéndez Pelayo y su heresiarca sentados cara a cara en los sillones de su tresillo…»
«Discúlpeme. Les concedí una pausa para que el uno se sirviera una copa de vino (¡el Rioja de la mejor cosecha!) y el otro tomara unos sorbos de té. Luego, los dos permanecieron rígidos como dos figuras de cera del museo Grévin.»
Menéndez: esa olla podrida que llaman cultura española moderna o postmoderna, ¿le ha permitido encontrar un hueco en el coro chillón de los que pontifican en las estaciones de radio y en TV-5?
Blanco: mi presencia en esos medios es mucho más que modesta. Recientemente, todo un señor catedrático publicó un libro sobre el pensamiento liberal en el siglo xix en el que ni me menciona siquiera. Mas España es la patria del disparate y de la sinrazón.
Menéndez: no oscurezca las cosas ofuscado por el rencor. Los espíritus rebeldes e inquietos como el suyo seguirán emigrando a Europa y Norteamérica, exactamente igual que en los tiempos felices de las dictaduras.
Blanco: quizá tenga usted razón. Quien allí piensa y vive según su entendimiento y no conforme a la norma fijada es todavía un firme candidato al exilio.
Menéndez: ni los forajidos políticos ni los gobiernos democráticos y medios informativos podrán eliminar con sus proclamas y filmes obscenos el profundo sentimiento católico de nuestro pueblo. El demonio de la carne, vestido de mujer, sólo hará mella en almas débiles como la suya.
Blanco: ¡de nuevo el sexto, el cherchez la femme y la condena de las eternas perturbadoras de la paz del clero!
(El pére de Trennes hizo un aparte:
«Su autor predilecto no estaba muy al tanto de las vidas y obras de nuestros santos, ¿no le parece?»
Sin tomarme la molestia de contestarle, le conminé a concluir el cuento antes de que Genet apareciese en el café —imaginaba el desdén que le inspiraría el padre y los comentarios ácidos sobre su profesión— o de que surgieran de improviso Auxilio y Socorro con sus cabelleras azulosas y electrizadas.)
«Pues bien, el final de mi composición es muy bello. Estaban los dos cansados de tanta plática (¡me he dejado tres cuartas partes de ella en el tintero!) y acabaron por expresarse en unos versos que sonarán familiarmente a sus oídos.»
Blanco: Dime, preste sabedor,
¿de qué principio dimana
que el comer una manzana
hizo al hombre transgresor?
Menéndez: La culpa fue la dulzura
del tierno fruto vedado,
lo que da gusto es pecado,
la virtud es amargura.
Blanco: Preste, según tu doctrina, debes ser gran pecador: así lo dice el olor que sale de tu cocina.
Severo se acercó en un amén a saludarnos, camino de una cita en el hotel de Madeleine celebrado por Jouhandeau. Ayer me leí tu capítulo sobre «Las consecuencias de un grito» y, al recorrerlo, tenía la impresión de leerme a mí mismo. Es un morceau de bravoure, un bello homenaje. Pero ya hablaremos de eso otro día: ¡Ahora voy apurado! Poco después, el San Juan de Barbes, celoso sin duda de mi escenografía narrativa, cortó de malas maneras este relato: había avistado a Abdalá en el bulevar, en busca de ocasiones de devoción, y se encaminó a toda prisa al sagrario público en donde, con santa desvergüenza, solía exponer su mazo.