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Durante su estancia en Nueva York, enviado, afirmaba, por la Santa Obra en misión silenciosa y operativa, acudió en mi lugar y sin invitación alguna a una velada en casa de Manuel Puig con otros pájaros de diverso plumaje y pluma.

(Hacía tiempo que me había percatado de su presencia en el Village pues me seguía a todos lados absurdamente disfrazado de ejecutivo, cartero y hasta de devoto del correaje y botas de Christopher Street. Caminaba a una veintena de metros detrás de mí, con peluca rubia, bigote o barba postizos, gafas ahumadas, y si yo me detenía a mirarle se inmovilizaba a su vez y metía su larga nariz en el escaparate de alguna tienda de máscaras africanas o de un centro de yoga y aeróbic. Me pisaba los talones en el trayecto al baño de Saint Mark’s Place, al cine de la calle Catorce y a los demás antros objeto de mi curiosidad, y luego le veía como alma en pena en la penumbra de lo que él llamaba novenas y ejercicios de santidad. En una oportunidad en la que me aventuré por Harlem y penetré, no sin miedo, en una sauna tan oscura como el público que la frecuentaba, al extremo de que una mancha blancuzca delataba mi presencia en aquella tiniebla promiscua, divisé minutos más tarde otra sombra mortecina y pálida y comprendí que era él. A veces, harto del acoso obsesivo, daba bruscamente media vuelta y chocaba con su estampa aniñada y obtusa. En tales casos, fingía ignorar el español y balbuceaba Ym sorry, I dorít understand your language en su inglés detestable, con aires de aturdido marciano recién aterrizado en nuestro planeta. ¡No tiene usted el menor sentido de la orientación! ¡Pese a su lectura cotidiana de Monseñor pierde a cada paso el camino! Al salir del cine se le sube el santo al cielo y no sabe si Union Square queda a derecha o izquierda. Para hurgar en la vida de los demás hay que saber fundirse en el paisaje, ponerse del color del entorno, adquirir la invisibilidad del camaleón. ¡Y usted es como un luchador de sumo en un saloncito de miniaturas rococó! ¿No puede vivir por su cuenta y dejarme en paz? El pére de Trennes se enjugaba el sudor, se quitaba la barba postiza y sonreía con desmañada inocencia. Tiene razón, nuestro Kempis nos aconseja actuar con sagacidad y discreción. Discúlpeme si mi inmenso afecto a su persona le resulta cargante. ¡Ahora mismo vuelvo al oratorio de la Obra, a recitar como Sherezade las Mil Menos Una Máximas de nuestro beato fundador!)

Manuel había telefoneado para invitarme a su fiesta pero, al advertir que Fray Bugeo permanecía en la esquina al acecho de mis pasos, me oculté en el portal vecino y le dejé subir, aliviado, al apartamento del happening.

Lo que allí acaeció, me lo refirió semanas después M. P. en una misiva escrita en francés que yo traduje a un castellano gallardo, con el mismo respeto con que lo haría con las cartas de Madame de Staél.