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El temor a Ms. Lewin-Strauss y sus comentarios ácidos al manuscrito le habían hecho concebir la idea, tan zafia como oportunista, de prolongar la serie de transmigraciones con heroínas, desde Diana y otras errantes y ambiguas pastoras hasta María Martínez Sierra y la desdichada Arlequín. Pensaba en la monja Alférez, cuya condición de virago le permitió medirse con varones y triunfar con sus mismas armas. En Agustina de Aragón, convertida en artillera (¡vaya símbolo!) por amor a la libertad de la patria (¿no sería mejor escribir matria?), y acallada luego (como en fechas más recientes en Iberoamérica) por los espadones de su propio bando. En Mariana Pineda, inmortalizada por Lorca. En la hermana San Sulpicio, tan maravillosamente interpretada por Imperio Argentina en el filme que vio en su niñez en el colegio de jesuítas de San Ignacio: bailando sin papalina ni toca al son de las castañuelas y la guitarra…

(Luego encarnó, me confió maliciosamente el pére de Trennes, en Ángel Custodio de la Santísima Trinidad, del Sagrado Corazón de Jesús y de los Santos Inocentes, ese primor de nuestras letras que ingresó en la Cartuja tras un desengaño amoroso en la mili con un barbián de cantina y que, en el sosiego y serenidad del claustro, arrancaba a bailar, como la actriz, por bulerías y fandangos. Para él iba el refrán: ¡Mariquita, no comas habas, que eres muy niña y todo lo tragas!

«Ahora es como la Virgen del Carmen, que sacan en procesión marítima de Puerto Banús a que le dé el aire y cuya capilla suele ser la más visitada durante la Feria Real de Madrid.»)

Le dije que tal esfuerzo sería gravoso e inútil. Siempre habrá alguien que le critique conforme a las corrientes ideológicas del día. A mí me reprochaban hace cuarenta años el escaso papel del proletariado en mis fábulas y, sobre todo, la falta de héroes positivos. No basta con que expreses tu odio a la burguesía explotadora a la que pertenecía tu familia: debes infundir valor y esperanza en la clase obrera, robustecer su conciencia política, abrir sus ojos a la luz que nos llega del Este, etcétera. Nuestro común amigo Gil de Biedma tuvo que soportar la misma cantinela hasta que los mandó a buscar setas en un célebre artículo. Ahora, esas voces han callado, pero suenan otras igualmente vitriólicas y vindicativas. ¿Por qué no denuncia sin rodeos el atraso y opresión de las mujeres en las sociedades retrógadas en las que se encuentra tan a gusto? ¡Hacerlo en artículos como los que de vez en cuando escribe no le exime de la obligación de exponer con claridad dicha temática en sus novelas elitistas! Siga el ejemplo de Talima Nesreen y Fatima Mernissi! Y si calla la profesora de California, la reemplaza el profesor de Oxford. Su representación de la homosexualidad me parece cuando menos equívoca: adolece de pasividad y masoquismo, raya en la complicidad con los poderes de dominación ancestrales. Como su amigo Genet, ensalza poéticamente a los matones del hampa y guardaespaldas rudos. Es usted, o dice ser, un demócrata convencido, pero su obra literaria se alimenta de la contradicción y ambivalencia. Sus personajes carecen de la conciencia y del orgullo del militante de hoy, no transmiten al lector gay opciones políticas radicales ni le incitan a defender sus derechos: matrimonio, ley de parejas, ingreso en el ejército… En suma, dispara pólvora en salvas pues presenta la alienación de forma irremediablemente alienada.

El pére de Trennes contemplaba el manuscrito con manifiesto desánimo.

«¿Qué debería hacer entonces según la autorizada opinión del Maurólogo, del Santo de Barbés?»

«¡Elemental, mi querido Fray Bugeo! Siga siempre la inspiración devota de su Kempis. Las máximas de Monseñor son una mina de oro cuya explotación no habría que dejar tan sólo en manos de los sicoanalistas de la Sorbona y de la hueste de discípulos de Lacan.»