Conocía desde luego cuanto Menéndez Pelayo dice de mí en el capítulo que con cristiana generosidad me dedica: lo de polemista acre y desgreñado, materialista e incrédulo, propagador de sofismas, impaciente de toda traba, aborrecedor de términos medios y de restricciones mentales, indócil a cualquier clase de yugo… Pero lo que de verdad me irritó fue mi presunto retrato trazado a vuela pluma: me pinta en él como alguien de «pequeñísima estatura, tez morena, horriblemente feo, más parecido a un sátiro de las selvas que a una persona humana», y a continuación añade, «a pesar de ello y de su pobreza se creía amado de todas las mujeres, lo cual le expuso a lances chistosísimos aunque impropios de la gravedad de esta obra». Fui a posar de cuerpo entero a un fotógrafo del bulevar de Saint Martin y le mandé la foto con unas líneas burlonas a su domicilio de la Academia de la Historia: ¡Mírese usted en el espejo, don Marcelino! No sé si la recibió porque no hubo respuesta.

Que fui querido de gran número de mujeres lo confirman las propias interesadas: mi amiga M. P., a la que se refiere el pére de Trennes en sus Vidas de hombres santos, proclama bien alto a quien quiera oírla que siempre la serví y colmé hasta el punto de situarme a la cabeza de los beneméritos en un censo amatorio de más de quinientos galanes: ¡obras son amores, que no buenas razones!, que ella tradujo por il ríy a que lesfaits de plumard qui comptent!

A la crítica mordaz de mis ideas filosóficas y políticas no hay nada que objetar. Menéndez Pelayo encarna el oscurantismo frailuno que más aborrezco y es lógico y natural que arremeta contra ellas. Honores hay que ofenden y vituperios que honran. A decir verdad, la cruda agresión de que fui objeto me envaneció. Precisamente pensaba en ello el día en el que tropecé con Fray Bugeo —un heterónimo del pére de Trennes, cuya vida y milagros conoce el lector— cerca de su apartamento de la Rive Droite. El fervor revolucionario de los sesenta le había abandonado después de un viaje a la URSS y se ocupaba con santa eficacia en otros y más substanciosos menesteres en el bulevar de Rochechouard y los lavabos de la Gare du Nord. Desde hacía algún tiempo no frecuentaba nuestra tertulia de exiliados de las distintas guerras civiles españolas de los dos últimos siglos, absorto al parecer en sus labores apostólicas.

«Acabo de enviar mi foto, encorbatado y bien trajeado, a mi primer autor (lo llamo así porque son muchos los que en este caso escriben): el retrato físico que hace de mí es mentiroso y grotesco. ¿No quiere que tomemos un café y platiquemos un rato?»

«Será mejor que subamos a casa. Allí podré servirle un excelente Burdeos de la nueva cosecha. Según los enólogos es la mejor de los últimos quince años, aunque no sé si tan bueno como el que su admirado predecesor y maestro enviaba a Voltaire: et je bois les bons vins dont monsieur d’Aranda vient de garnir ma table, ¿se acuerda usted?»

Le seguí a su domicilio y me acomodé en el sofá del tresillo que, como el resto del mobiliario, respondía en todo a la descripción del piso barcelonés del primer capítulo de este libro. Fray Bugeo encendió las luces del salón y, mientras iba a la cocina en busca de la preciosa botella, me entretuve en fisgonear los volúmenes de la biblioteca encuadernados en pasta y alineados con esmero. La Historia de los heterodoxos españoles, en una edición de lujo, presidía uno de los estantes centrales. Fray Bugeo descorchó el Burdeos y escanció el vino con la pericia de un maestresala.

«Y ¿usted?»

«Desde hace algún tiempo sólo bebo agua.»

«¿Cumple usted alguna promesa a la Virgen o a los Santos Ángeles Custodios?»

«No. Simplemente trato de evitar el ridículo.»

Me miró: sus facciones parecían haberse aflojado y evocaban apenas las del pére de Trennes. Estuve a punto de decírselo, pero se adelantó a mis palabras.

«Sí, las diatribas de don Marcelino son a veces excesivas. Las ideas de cada época influyen directamente en nosotros, y en el siglo en el que usted se crió éstas eran las de la Ilustración y la Enciclopedia. Rousseau creía a pies juntillas que sus doctrinas redimirían el mundo, sin imaginar siquiera los horrores de la Revolución y el Terror. Usted, mi querido Marchena, y los que los manuales escolares llaman afrancesados, pecaron de ingenuos. La historia castiga a los ilusos y a quienes actúan a destiempo: lo mismo en la invasión napoleónica que en la última transición democrática. Los beneficiados por los cambios son los que saben adelantar sus peones en el momento oportuno. ¡Debería leer usted con mayor atención los manuales de Guizot y de Paul Preston.»

«No obstante su desengaño actual y airoso cinismo, también creyó usted que el comunismo esparciría las semillas destinadas a germinar y a producir la felicidad del género humano. Viajó a Cuba y volvió cantando maravillas de la Revolución y sus líderes en el momento mismo en que éstos aplastaban las libertades que predicaban y sometían al pueblo a una inquisición política digna de los jacobinos. ¿Por qué no se retractó luego? Yo lo hice y abominé de Robespierre, Marat y de “L’ami du peuple” Por eso me encarcelaron y condenaron a muerte. El Termidor, nueve meses después, me salvó de la guillotina.»

«Mon cher, mi vida es una cadena de errores pese a mi lectura diaria de nuestro Kempis. Yo creía que en Rusia se estaba gestando la aparición del hombre nuevo, este ser fraternal, libre, desinteresado, que el cristianismo no alcanzó a forjar durante veinte siglos…»

«Si hubiese leído lo que publiqué en 1794 y 95 contra la Convención y el Directorio no habría caído en esa temible trampa. Los que acapararon el poder en nombre del pueblo no soportaron la verdad de mis críticas y me aplicaron la Ley de Extranjería.»

«¿Qué dice usted?»

«Sí, la que decretaron después los bisnietos de Pablo Iglesias para frenar la llegada de sudacas, moros y africanos… ¡Unos dignos sucesores más bien de los que esclavizaron a los indios y expulsaron a los judíos y alárabes!»

«Sus acronías me marean. Volvamos mejor a la época de su regreso a Francia. Según lo que he leído de usted, se convirtió entonces en heraldo de Bonaparte y furibundo defensor del Imperio.»

«Fue una elección razonable, créame. Había que escoger entre una constitución fundada en el derecho natural, esto es, en el conjunto de derechos y deberes de los ciudadanos respecto al Estado, y la behetría de un país sometido a la chusma frailesca y a una cáfila de inquisidores cohonestados con invocaciones a la Virgen del Pilar y a la patria: entre ser europeos o cafres. Lo malo es que mis paisanos eligieron ser cafres y lo seguirán siendo por mucho que se embadurnen de barniz moderno.»

«Querido Marchena, no hay que perder la esperanza. Las cosas cambian y las ideas también. La lectura de las consejas de nuestro Fundador me ha ayudado siempre a sobrellevar los momentos más duros.»

«Yo sé que la Obra a la que usted pertenece o dice que pertenece actúa como guardia pretoriana del Papa y no gusta de razones ni doctrinas que puedan poner en peligro la paz de los fieles; pero ese Dios al que adoran, ese Espíritu Increado que abarca la eternidad, ignora la sucesión del tiempo y llena la inmensidad del espacio, ¿no contradice sus pretensiones de afiliarlo a una exclusiva bandería? Yo, querido Fray Bugeo (¿o debo llamarle ya por el nombre de su inventor?) prefiero la religión de los griegos y sus deidades inmortales, pero sujetas a las pasiones humanas y sus extravíos. Es una creencia menos absoluta y abstracta, más sensual y a fin de cuentas más amena y divertida, ¿no le parece?»

«En el plano literario convengo con usted. El poeta Kavafis, a quien traduje hace mucho tiempo, era un devoto de los dioses griegos y celebraba su desorden amoroso en unos versos que me encantaban hasta que el zafio tropel de sus imitadores me forzara a distanciarme de ellos. Con todo, le admiro y admiraré por su gran valentía.»

«¿Cómo compagina usted una vida, bueno, como la suya con su profesión eclesiástica?»

(No sé si llegué a plantear la pregunta a Fray Bugeo o él la adivinó antes de formularla.)

«Homo sum: humani nihil a me alienum puto. Usted lo sabe mejor que yo, aunque lamento que por ello ahorcara los hábitos. La Iglesia ha sido siempre muy indulgente con nuestras flaquezas carnales. Basta con acudir al confesionario para quedar libre de culpa. ¡Los trillones de paternosters y avemarias de los penitentes han redimido a incontables almas de las penas del purgatorio!»

«¡Deje a las ánimas del purgatorio en paz! Lo que usted dice avala la conclusión a la que llegué después de profesar órdenes menores: la Iglesia necesita un cuerpo de funcionarios dóciles, atormentados por su conciencia culpable, para mejor asentar su poder sobre ellos. Pecado y confesión, confesión y pecado son los instrumentos más eficaces del Pontífice en su propósito de esclavizar a las almas de su grey a golpe de encíclica.»

«Si desapareciera la conciencia de transgresión y de culpa, ¿qué nos quedaría? La vida sería terriblemente insípida, mi querido Marchena.»

«Yo no soy Fray Obediente Forzado ni Diablo Predicador, pero el celibato eclesiástico me parece una aberración. El mayor placer de que goza el hombre es el trato con el otro sexo, aunque admito la existencia de excepciones como la suya en lo que se refiere al destinatario de sus afectos. Las consecuencias de la doctrina de Roma, desde san Ambrosio y san Agustín, han sido perversas. ¡Ahora que los pueblos se liberan uno tras otro de su yugo, el Papamóvil nos dice que debemos recuperar el sentido del pecado; no el de la responsabilidad del ciudadano en la res publica sino el de la sumisión abyecta a una entelequia contraria a la ley natural!»

Fray Bugeo me miraba. O ¿era su autor quien me miraba a mí? La dudosa autoría de este libro me confundía: después de tanto trasiego de almas y agitaciones históricas la opacidad caliginosa persistía: las cosas no tenían traza de decantarse.

Me habló de improviso de los sucesos de mayo del 68. Con un teólogo molto aggiornato y un grupo de travestidos denominado las gasolinas había desfilado por Belleville al grito de nous sommes tous des enculés y, desde las aceras, inmigrantes y curiosos aplaudían regocijados. Luego participó en la ocupación del Odeón y del Conservatorio Nacional de Música: allí se cruzó con Genet, Foucault, Severo Sarduy, el San Juan de Barbes y numerosas Hermanas del Perpetuo Socorro. Flotaban en el aire como burbujas hasta que la lobreguez de lo real se impuso al sueño.

«Me enteré de la liberación del Colegio de España y me precipité a la Ciudad Universitaria. Se habían creado ya tres comisiones con competencias políticas y administrativas sobre el venerable edificio. Me autopropuse para el cargo de animador cultural y fui elegido por unanimidad. Discutíamos en asamblea de la mañana a la noche. Examinábamos las diferentes propuestas por voto a mano alzada y las adoptadas por mayoría eran inscritas en los estatutos. Vivíamos en un estado de gran exaltación: sous les pavés sétendait laplagel ¡El Colegio iba a ser el modelo de la revolución libertaria! No sé si a la caída de Robespierre atravesó usted unos días de euforia parecida. La nuestra, hélas, resultó ser efímera. Entre asamblea y comité organicé una velada poética: había allí un vate zamorano de versos duros como guijarros que declamó una oda sobre las metas de la zafra. El público aplaudía su inspiración desastrosa, pero los aplausos se mudaron en silbidos cuando una amiga gasolina recitó un poema de su cosecha de sentimentalidad vaporosa y lánguida. Hubo una lluvia de insultos y alguien le arrojó un tomate en plena cara. Intervine, pero demasiado tarde: la gasolina sollozaba y hubo que llevarla a la enfermería. Habíamos resuelto de común acuerdo votar la distribución de las habitaciones del Colegio entre los estudiantes revolucionarios: los de ciencias, los de filosofía y letras, los de derecho y los de medicina. Entonces se alzó un refugiado con boina que había divisado momentos antes con una colilla de Gauloise en la punta del pico. Si comprendo bien lo que decís, la sociedad de nuestro país se compone exclusivamente de jóvenes burgueses que han podido pagarse sus estudios, ¿no es eso? Hubo algunas protestas y el colillero prosiguió su arenga: no puede haber una revolución auténtica sino bajo la dirección política de la clase obrera. Los proletarios tenemos el mismo derecho que vosotros a ocupar las habitaciones recién liberadas. Nadie se opuso a la contundencia de su argumento: los dormitorios serían distribuidos entre los obreros y los estudiantes, mitad y mitad. El colillero prosiguió su arenga, no sé si como Tallien o Marat: ¿creéis acaso, señoritos de mierda, que la elite universitaria constituye el cincuenta por cien de la población de España? ¿Es ésa una democracia representativa o una farsa protagonizada por un puñado de arribistas y aprovechados? El proletariado no puede transigir con sus principios igualitarios. Como dijo el inmortal Bakunin… Su oratoria encrudecía los ánimos y hubo un intercambio de insultos. Se motejaban unos a otros de estalinianos y de chorizos. Tras una serie de cabildeos y llamamientos al consenso por respeto a las gloriosas jornadas históricas que vivíamos se acordó la creación de un comité encargado de la asignación de las habitaciones y lechos disponibles. Las aguas parecían volver a su cauce pero se desmadraron al conjuro de una voz: ¿y nosotras, qué? Era la de una joven severa y bella, que Roland Barthes me había presentado meses antes como una seguidora rigurosa de la línea prochina de “Tel Quel”. ¡Todas las habitaciones para los varones y las mujeres a dormir en la calle! ¡Vaya ejemplo de democracia igualitaria! ¿No se os cae la cara de vergüenza de actuar como carcamales machistas? La confusión aumentó: los okupas hablaban o pretendían hablar a la vez, intercambiaban injurias y acusaciones. Un gracioso contó un chiste grosero sobre lo que presuntamente interesa a las mujeres: echar un buen polvo hasta que las dejen “morás”. Quise imponer un poco de orden y sentido común, exhorté a comportarse con cortesía y con calma, pero todo fue en vano. El chocarrero proseguía con sus obscenidades: estaba borracho. Alguno puso entonces a todo taco el “Himno de Riego”.»

(Fray Bugeo tarareó su música con la letra de «La canción del pirata» de Espronceda.)

«Perdone si le interrumpo. Pero la evocación de esta música me conmueve. Cuando pude volver a España después del alzamiento de Cabezas de San Juan el pueblo madrileño entonaba en la calle no sólo el trágala, sino también las estrofas de Huerta:

Si los curas y monjas

supieran qué paliza les vamos a dar

subirían al coro gritando

¡libertad, libertad, libertad!

«Fueron unos días extraordinarios, que nunca se borrarán de mi memoria, aunque el clero y las fuerzas más reaccionarias aguardaban la ocasión de vengarse y con la ayuda de los Cien Mil Hijos de puta de San Luis y los lechuzos eclesiásticos restablecieron al cabo de tres años la tiranía del trono y del altar. La posibilidad de una España moderna, abierta a los aires de la época, se vino abajo. Por fortuna, fallecí antes de verlo.»

«Lo que acaeció ciento cuarenta y cinco años más tarde fue inesperado. La mayoría de las muchachas y jóvenes reunidos en el Colegio de la Ciudad Universitaria desconocían el valor simbólico del himno y empezaron a bailarlo agarrados, como si fuera un pasodoble. No sé quién había tenido la brillante idea de distribuir cerveza y vino. La discusión política se disolvió en un caldo espeso de bromas de cuerpo de guardia, de bulla cuartelera y chulerías taurinas. Ignoro cómo acabó todo aquello pues me quité de allí y quise volver a mi domicilio a asearme después de dos noches en vela. No obstante, la suerte o la Providencia decidieron algo distinto. Se me acabó el carburante (las estaciones de servicio estaban cerradas) y tuve que aparcar mi destartalado Volkswagen en la avenida de la Ópera. Allí, divisé a un grupo de mujeres y hombres que identifiqué al punto como españoles por su atuendo y maneras. Pensé que se dirigían a alguna manifestación sindical o izquierdista (una vez, durante mi período de militante, participé con mis amigas Auxilio y Socorro en una marcha contra el racismo y, cuando el grueso de la columna de los que desfilaban añadió a las consignas pactadas sus propias reivindicaciones laborales mis compañeras y yo gritamos con aire festivo: augmentez LEURS salairesl) Pero pronto descubrí que me equivocaba: se encaminaban a la agencia bancaria española de la acera opuesta a retirar sus ahorros. ¡Había corrido el rumor de que el franco francés iba a ser devaluado y no daría ni para castañas! Aquello fue la puntilla. Continué a pie hasta mi casa con Valle-Inclán en la punta de la lengua: España es un reflejo grotesco de la civilización europea. Como escribió usted en uno de sus panfletos bonapartistas, ¿qué puede esperarse de una nación que piensa mal y que escribe peor?»

«Yo viví el mayo del 68 con menos exaltación y más pragmatismo: ¡los años no pasan en vano! Después de una junta de nuestra asociación Los Nuevos Girondinos, me fui a calmar mis ardores con nuestra común amiga M. P., la dama que se confesaba con usted después de pecar conmigo.»

«Sí, era una penitente deliciosa y llena de humor. Creo que hablo de ella en mi manuscrito.»

«¿Me permite usted una anécdota? Un día me refirió la broma que le gastó antes de que yo les presentara el uno al otro y se hiciesen amigos. Andaba usted en uno de sus santos ligues por Strasbourg-Saint Denis y ella fingió que hacía la carrera y le dijo, tu viens y chéri

«Oh! Ella cuenta que le contesté si tout le monde était comme moi tu trimerais dans une usine, ma petite, pero no es exacto. Me acordé de la piadosa historia atribuida a Monseñor y le dije: una desvergonzada, ¡eso es lo que eres!»

«Lo mismo da una cosa que otra: al final ella le escogió por confidente mientras entonaba conmigo las preces y antígonas, del tantum ergo al venite adoremus. Por cierto, aprovechando este encuentro que no se repetirá quizá sino dentro de unos siglos, quisiera que me aclarase algunos puntos obscuros de su etapa revolucionaria…»

«Permítame decirle, si no le parezco impertinente, que también la suya dista de ser clara. ¡Tantas vueltas y revueltas como para aturdir a la bien asentada cabeza de Menéndez Pelayo y procurar munición a sus andanadas y dotes humorísticas.»

«¿Qué otra cosa podía esperarse de alguien educado como yo en aquella africana y afrancesada España, según decía su prologuista Usoz y Río? Imitar las corrientes y modas políticas y literarias de Europa con cincuenta o cien años de retraso, navegar siempre a deshora… La experiencia adquirida por los que emigramos a fin de orear nuestras ideas no pudo nada contra la cerrazón patriotera y católica. Pero es grotesco tildar de atrasadas a nuestras doctrinas filosóficas influidas por Diderot y Voltaire cuando se defiende la vigencia de los silogismos y las súmulas de santo Tomás, ¿no cree?»

«Dejemos de lado el tema. Ya sabe que en materias de fe me someto al juicio de la Iglesia católica, apostólica y romana con filial y rendida obediencia. Monseñor, tan compasivo con los apuros y cuitas terrenos, no admite la menor desviación doctrinal.»

«Eh bien, changeons de sujet! ¿Es verdad, mon cher pére de Trennes, que cayó usted en una redada de pájaros durante su estancia en La Habana y le apriscaron de malos modos en una celda llena de siquitrillados y agentes de la Contra que por poco le linchan cuando les dijo que no sabía por qué estaba allí ya que usted era castrista y revolucionario? Alguien me contó que…»

«¡Ese tristísimo lance lo protagonizó mi amigo Virgilio Piñera! Yo era entonces un sacerdote progresista como Ernesto Cardenal (aunque nunca perpetré versos fuera de mis traducciones de Kavafis) y estaba, por así decirlo, más allá del bien y del mal. Me hospedaba en una suite del hotel Habana Libre, recibía los honores de un dignatario vaticano. ¡No sé aún quién pagó la cuenta de mis infinitos daiquiris y cubalibres!»

Volvimos a Menéndez Pelayo y sus hablillas sobre mi vida. Fray Bugeo evocó a su vez, sin disimular su sonrisa, el episodio de mi encarcelamiento en la Conserjería, con Riouffe y otros camaradas girondinos. Mientras rastreaba los entresijos de la memoria, me sorprendió con la afirmación de que sus recuerdos eran más nítidos.

Se incorporó del asiento, cogió un ejemplar del segundo tomo de la Historia de los heterodoxos, buscó el capítulo en el que se me ataca hasta dar con la página 639. Bebió un sorbo de agua para aclararse la garganta y leyó de corrido:

«En el calabozo donde fueron encerrados vivía con ellos un pobre benedictino, santo y pacientísimo varón a quien se complacían en atormentar de mil exquisitas maneras. Cuándo le robaban el breviario, cuándo le apagaban la luz, cuándo interrumpían sus devotas oraciones con el estribillo de alguna canción obscena. Todo lo llevaba con resignación el infeliz monje, ofreciendo a Dios aquellas tribulaciones, sin perder nunca la esperanza de convertir a aquellos desalmados.»

Se interrumpió. Un ange passa (o tal vez un arcángel). Bebió otro sorbo de agua.

«Yo soy aquel benedictino. He perdido la cuenta de mis transmigraciones, pero le aseguro que es cierto.»

«¿Debo entonces pedirle perdón por nuestras bromas e irreverencias?»

(El pére de Trennes —o ¿era el monje benedictino?— parecía ser víctima de una senectud galopante. Se le desprendían las hojas como a un viejo árbol. Sus arrugas, pecas, manchas en la piel, matojos de cabello gris y ralo, ojos de un azul desvaído, eran los de un hombre de más de doscientos años. Sus manos secas, apergaminadas, sostenían a duras penas el libro de mi encarnizado detractor.)

«Hijo mío, la experiencia acumulada desde entonces me hace ver las cosas de otra manera. En verdad, las bromas y novatadas que me gastaban me ayudaron a soportar aquella prueba. Las ceremonias de su culto a Ibrasha (o, ¿se llamaba Abraxas?) eran muy divertidas.»

«¡Conserva usted una excelente memoria! Le habíamos compuesto una plegaria de cuya letra no me acuerdo. En aquella época era muy insolente y comecuras. Mi retorcido biógrafo acierta cuando escribe que usted sufría nuestras burlas con cristiana resignación.»

«¿Qué otro remedio tenía en medio de aquel vocerío? ¡Ustedes se comportaban como chiquillos de diez años! Mas el alboroto y bullicio nos ayudaban a olvidar, a mí y a ustedes, que estábamos en el calabozo de los condenados a muerte en nombre de la diosa Razón.»

«¡Qué vueltas da la vida, querido Fray Bugeo! En cualquier caso me alegra saber que no me guarda rencor. El retrato que trazó de mí don Marcelino, no con pluma sino con soplete, impidió que la gente leyera mis escritos y se contentara con repetir sus diatribas sin tomarse la molestia de ir a las fuentes. ¡Así se escribe la historia!»

«No se queje de su suerte. En este siglo que acaba las cosas le han ido mejor. Sus ideas de tolerancia y civismo han triunfado en muchos países, ¡incluso en España! Lo que escribía hace doscientos años no choca ya a nadie.»

«¿Ni siquiera a sus colegas de la Obra?»

«Mire usted. Nos hemos adaptado a los tiempos que corren y aceptamos de buen grado el liberalismo político y económico. Nuestra acción se limita al ámbito religioso y espiritual.»

Cerré un momento los ojos (la luz de la lámpara me incomodaba) y, al abrirlos, descubrí a un Fray Bugeo rejuvenecido por los trucos y mañas de su autor. Había presentido mi intención de sacar a relucir el libro de Infante sobre «La santa mafia», pues me dejó con la hiél en los labios.

«Monseñor reconcilió el catolicismo español con el dinero y ello contribuyó decisivamente a la modernización de España. ¡Incluso el San Juan de Barbes lo admite en uno de sus ensayos! Mis colegas tecnócratas ocuparon los puestos directivos en la universidad y la banca mientras ustedes discutían estérilmente en los cafés del Quartier Latin. Nosotros fuimos el motor del cambio. Recuerdo muy bien las tertulias del grupo de Ruedo Ibérico a las que usted asistía. ¡Palabras, palabras, palabras! Luchaban contra la censura y el día en que ésta desapareció, desaparecieron ustedes. La historia es desmemoria, querido Marchena. Yo lo comprendí así y les dejé embriagarse con su eterna garrulería para irme a la Gare du Nord en busca de inspiraciones santas.»

«Confío en que dio con alguno de sus canonizados.»

«¡El Señor nunca me desampara! Pasé con él toda la noche en preces hasta que nos despertó el alba.»

«¿Fue una de las almas fogosas retratadas en su manuscrito?»

El pére de Trennes suspiró: a todas luces, el cansancio de las transmigraciones que le imponía su creador le afectaba.

«¡Fueron tantos que dejé la mayoría en el tintero! Además, el San Juan de Barbes no podía aguantar que yo, su discípulo, le aventajara en su propio terreno. Pegó un grito y tuve que suspender la narración.»