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Durante la procesión penitencial de las jaulas, desfalleciente el sol, enfermo el cielo, evocaba el señero y ya desvanecido fulgor de mi amo: sus fiestas, amores, torneos, desafíos reales, poemas incendiarios, sutilezas alquímicas. ¿Quién, sino él, fue alma de una Corte de presunciones vanas, razones muertas, sinrazones vivas?, ¿quién el burlador de monarcas, azote de validos, conquistador de damas, actor de alegorías, protector de los pájaros de mi plumaje y pluma? Sus yerros amorosos en sonetos mudados, las dulces yeles en floridas quejas, fue con don Luis de Góngora el rey de los poetas. Así lo veo yo: al soplo de contrario viento, inmune a la caduca gloria de poder, a la argentería de linajes viles. Ni máquinas de ambición, ni aplausos de ira, ni títulos de aire doblegaban su voluntad de acero. Su muerte a mano airada en calle angosta fue acallada con nudos de eficaz misterio. ¿Quién maniobró los cuchillos del guarda mayor de los Reales Bosques y del ballestero del Rey con que lo ejecutaron? Tanta sangre y saña, ¿venían de amantes despechados o de la radiante monarquía del sol? Don Luis nos hizo llegar con recato estos versos: Mentidero de Madrid / decirnos, ¿quién mató al conde? / ni se sabe ni se esconde / sin discurso discurrid; / dicen que le mató el Cid / por ser el Conde Lozano / ¡disparate chabacano! / la verdad del caso ha sido / que el matador fue Bellido / y el impulso soberano. ¡Días de gloria en tormentos tan ásperos trocados! Silvestre Adorno nos mandó aviso del grave peligro que corríamos. Pero ¿adónde huir? Todo eran muros sordos y paredes ciegas: bastiones colgados de alfileres, prestos a derrumbarse y a aplastarnos.

Desterrado tres veces de la Corte por quienes temían la mordacidad de sus sátiras y a su vista desmedraban de envidia, había vuelto a ella con todos los atributos de su briosa alcurnia: montado en soberbio alazán, tocado con un sombrero ornado de un flameante diablo y la retadora divina: Más penado, más perdido, y menos arrepentido. Su Majestad, con rostro demudado, tuvo que tragarse el sapo. La reina sonreía, según los testigos, con alborozo mal oculto. ¿Es cierto, como dijeron luego, que para probar el amor que le profesaba, y al que ella correspondía, se presentó en las justas taurinas con el traje cubierto de reales de a ocho y con escarnio del monarca y escándalo de tontivanos enhestó el lema Mis amores son reales, jugando audazmente con el equívoco? Así lo difundió la leyenda que él mismo forjó. Su carrera vertiginosa de amante, aventurero, tahúr, bardo y erudito concitaban contra él la furia y el rencor de los zaheridos. Pese a las cortas luces de mi edad, recitaba de oídas sus poesías:

Tan peligroso y nuevo es el camino

por donde lleva amor mi pensamiento

que en sólo los discursos de mi intento

aprueba la razón su desatino.

Y ese soneto agorero que escondí del sayón cuando con cepos y cadenas me apresaron:

a morir me conduce mi cuidado;

y me voy por mis pasos al tormento

sin que se deba al mal solicitado

los umbrales pisar del escarmiento.

Yo le servía en sus aposentos, cuidaba de su vestuario, guiaba con una antorcha a las damas que en secreto venían a visitarle. Si él las regalaba con sus maneras y partes, ellas le ofrecían también sus perlas y alhajas. Yo y los demás escuderos a su servicio, permanecíamos quedos, a la escucha de los gozosos ayes y suspiros. La reina en persona acudía con el rostro cubierto y una rica capa de embozos de terciopelo rojo. Las batallas de amor se prolongaban hasta la ceja del alba. Nosotros y el cielo fuimos los únicos testigos.

Don Luis de Góngora era su confidente y maestro. Le mandaba buscar con su carroza bien dispuesta, como si vate no, príncipe fuera. El cordobés escuchaba, y a veces aducía razones y acendraba la nitidez de sus versos. II conde atendía los consejos con filial devoción. El amor compartido a la palabra exacta, a la bella trabazón del metro, fundaba una amistad de solidez inquebrantable. Las infamias rimadas de Quevedo eran objeto de discusión: ¿había que responder a tan abyecta materia? Con luz altiva, don Luis sostenía que no. El tenaz odiador no podía ocultar la luz del sol por mucho que porfiase y escamondara su musa. ¡Quien con alas de prestado ascendía a las estrellas sólo sacaría de ellas volver al suelo estrellado!

«Quedan, muerta la luz, vivos despojos», decía el uno.

«Pues olvido es el mar, mudanza el viento», homenajeaba, respetuoso, el otro.

«No los quise leer por no ensuciarme», parodiaba mi amo. «¿Quién sino el rehez lengüilargo verduguea coplas y vocablos?»

Así pasaban horas con sonetos, romances, letrillas, madrigales, del cénit solar a los dudosos términos del día. ¡Tiempos felices que el abrupto puñal cortó de un tajo! A descubierto quedamos: en aprensiva espera del ajusticiador que no tardaría en visitarnos.

(Nos apresaron de noche, a mí y a otros pajes acusados de pecado nefando, del crimine pessimo. De la prolija cárcel del deseo a lóbrega mazmorra caí y di con mis huesos. Los malsines habían registrado en sus legajos «de bujarrones anda el año franco». Mis muy sabrosos juegos en la cuadra escuderil del conde confesé y signé. Atestaron de mi que «tomaba medicina por el siseo de mazacotes de bragueta presta»; que «entrábanme el basto con muy sagaz denuedo» y «sirena fui de todas presas, pues así despaché humildes como gruesas». Quisieron arrancarme con suplicios a quien aludían los versos de don Juan de Tassís: el «verga en alto su bajel gallardo» y «flora fui intestinal cuando lasciva». ¿Se referían al prófugo Silvestre Adorno aquellos de tanto puede variar / esta mina de braguetas / que no tenga de las setas / ninguna ya que probar? Mis doctos e implacables fiscales ignoraban el ímpetu del dios ciego y el dulce rigor de sus arpones: ese abismo de goce que ninguna ley eclesiástica podría arrebatarme. Grité y aullé, mas no me retracté ni pasé al canto. Me condenaron así a ser leña de hoguera. Enjaulado me llevaron a la Plaza Mayor, entre judíos y herejes encorozados. Muchas damas de la Corte se compadecían de mi y mis tiernos años. Lágrimas humedecían las mejillas en graderías y balcones mudos. Sahumerios y preces, velillas penitenciales y brea. Prendiéronme fuego y ardí. El mundo me dejó y yo dejé el mundo.)