¡Divina sorpresa!
Al crecer y allegárseme el ánima al cuerpo perecedero descubrí frente al espejo que carecía del bultito con el que acostumbraba reencarnar: en vez de la fatua excrecencia de mis transmigraciones anteriores, disponía de un órgano hendido y labiado, con un diminuto botón de nácar cuya perfección me arrobó.
Aquella graciosa y recoleta maravilla proclamaba mi condición de virgen purísima y resolví serlo hasta el fin de mis días, sin ensuciarme jamás con varón. Desde que dejé la teta y empecé a jugar con la razón, permanecía horas y horas absorta en aquella singular novedad, buscando cómo sacar fuerzas de mi flaqueza y defenderme de las asechanzas del mundo. Memoricé así todas las oraciones del santoral y un gran acopio de sentencias y consejas latinas, fingí cavilar y sumirme en meditaciones profundas sobre las benditas almas del purgatorio y el misterio de la Trinidad. Disfrutaba del asombro y admiración de los adultos, de la delicia de oírme llamar santa. Aunque no me cupo la suerte de vivir en un siglo de gloria mediática, actuaba con la profesionalidad de una artista a la luz de los focos, frente al ojo avizor de la prensa y sus cámaras. Emulando a los ángeles y criaturas celestes, me alimentaba exclusivamente de flores y del rocío que las perlaba. Mi casa se iba llenando de dineros, ofrendas y exvotos, como la capilla de Cristo en agonía de la iglesia mayor.
Había visto a una Señora bella, luminosa y translúcida que levitaba frente a mí y me miraba con muy benignos ojos. La Dama se recreaba en la visión de mi huertico y, con dulces y suaves maneras, me ofreció una corona de rosas para que la ciñera a mi cintura en prenda de perpetua castidad.
«Dios te quiere para Sí entera y te encomienda que transmitas Sus palabras al mundo. Muchos males acaescerán en la Tierra si los hombres se entregan al vicio de la lujuria. Habrá guerras, terremotos, peste, vendavales y otras fieras señales de muerte y desolación. Di a los fieles que recen y ayunen, que Dios está enojado con ellos y, cuanto más confiados se sientan, más presto les castigará.»
El día en que recité de corrido las súmulas de Tomás de Aquino, sané con mis cintas a dos enfermos graves y levité en el jardín con mi aureola dorada, mi fama se extendió. Me agradaba encerrarme en la alcoba con mi espejo de cuerpo entero y mientras, fuera, decenas y aun centenares de devotos gemían y oraban de hinojos y se daban golpes de pecho, yo examinaba mi botoncillo y su linda caracola de nácar, enamorada de la nitidez de sus líneas, acariciándolos con la yema de los dedos hasta humedecerme de amor. ¡Cómo despreciaba la rudeza y brutalidad de los hombres y el acto vil con el que procrean! Sus maneras toscas y aliento espeso (¡conocía los de mi progenitor!) me causaban vómito. Mi universo era un prado de niñas desnuditas y pulcras, entregadas a sus juegos de aguas con la retozona candidez de la infancia. El Señor y Su Divina Intercesora me sonreían de lo alto y me exhortaban a mantenerme pura con ayuda del Ángel de la Guardia y una alígera banda de serafines.
Conforme yo triunfaba y se multiplicaba el número de mis devotos, aparecía con mayor frecuencia ante ellos con los estigmas de la Cruz o levitaba sobre las ofrendas, cada vez más abundantes y ricas, depositadas en el portal de mi casa. Ni Bernadette Soubirous ni los pastorcillos de Fátima disfrutaron de tanta gloria como yo. Sin meterme en asuntos de política como ellos ni condenar el comunismo ateo, orienté mis revelaciones a las obras del sexo. Afirmé que el acto de carne, aun el de las personas unidas por el sacramento del matrimonio, ofendía la vista de los entes y poderes celestiales: los ángeles se tapaban los ojos para no verlo, a la Virgen le provocaba arcadas, San Tarsicio sufría un martirio más recio que el que le infligieran sus verdugos romanos. «Ellos ven cuanto hacéis», les decía, «aunque lo hagáis a oscuras, y aborrecen vuestra incontinencia. Las mujeres nacemos enteras y debemos morir enteras. La procreación es un ardid del diablo.»
Hubo discordias y controversias. Unos creían en la verdad de mis dichos y otros me ponían de chicuela mocosa y llena de aire. Los inquisidores despacharon espías para vigilarme y fiscalizar mis alimentos y aguas, llevar la cuenta exacta de las preces y ensalmos que recitaba. Luego, alguien atestiguó bajo juramento que me había visto jugar con el lindo botón de otra niña y haber dado en ello grandes muestras de contento. Quisieron prenderme y llevarme enjaulada al exorcista más famoso de la diócesis, mas yo me adelanté: levité, volé y volé lejos de la península. En el serrallo del Gran Turco inicié una nueva vida. Protegida del mundo por la inviolabilidad del harén, disfruté hasta la muerte de la compañía de otras mujeres, servida y agasajada por los eunucos. Cumplí así mis deseos y los de Dios Nuestro Señor.