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El vientecillo de los rumores de cuanto acaecía en los conventos adquirió el suma y sigue de un vendaval. Los inquisidores venían muy apercibidos para su limpieza merced a los testimonios y confidencias recogidos en el interior dellos, no sólo de los frailes limpios de todos cuatro costados sino también de algunos confesos inquietos por la loca temeridad de sus hermanos de sangre.

La cadena de transmisión de dimes y diretes abundaba en ramificaciones y se asentaba en bases tan sólidas como la de «el preste Fulano me dijo que le había dicho Fray Mengano que había oído que un fraile había dicho que sabía quien era el Zutano que le dijo esto según le dijo Perengano», conforme al modelo fidedigno de las crónicas históricas y leyendas fundadoras de nuestra madre España, martillo de herejes y amada en Cristo.

Denuncias y atestaciones dañosas y peregrinas se acumulaban en las actas de los santísimos inquisidores que con no muy poca diligencia espulgaban nuestras vidas: un testigo refería que hallándose de solaz con otros monjes a la vera del río, un fraile de su convento se puso en cuclillas y al subirse las faldas del hábito descubrió su miembro circunciso y como él se lo reprochara, el otro repuso que «así había nacido» (sobre esta historia corren otras versiones más jocosas y crudas que el pudor impide referir aquí); otro sostenía que preste no sé cuantos no configuraba la cruz con los pulgares al juntar las manos en el introito y decía misa con gestos de la cara y movimientos desdeñosos del cuerpo y al consumir la oblea, que él llamaba torta, hacía como si hablara o comunicase con hombre soez, en corto, como persona que no creía ni tenía fe en el Santo Sacramento. Item, que cuando el preste alzaba el cuerpo del Señor, muchos monjes miraban al suelo y canturreaban por lo bajo herejías de su emponzoñada secta.

Mientras al son de tamborinos pasaban carretas y más carretas de leña para alimentar las piras del Santo Oficio, otro convento andaba alborotado por el hallazgo del manuscrito de un monje que, tras poner en duda la virginidad de María, preñada según él «por la oreja, por obra del Espíritu Santo», rezaba osadamente: Mundum aeternum dicimus ab initio, verbo creatum negamus, quod ex nihilo nihil sit, sed cum quodfit ex materia perlatente producitur. La leña destinada a arder ceremonia pública se hacinaba ya en los quemaderos.

¿Qué cabía esperar de un país cuyo ideal de mujer era la mujer-varón encarnada en su muy Católica y Benigna Reina y el amor de los de mi especie al varón castigado con tormento, autos de fe, perdición eterna? El dilema que nos apresaba no concedía escapatoria alguna a los nacidos en cuna pobre o manchada. ¡Debíamos ser viriles, pero castos a fin de no emblandecernos ni afeminarnos! Recitábamos para consolarnos los versos inflamados al Amado de Juan de la Cruz y la Madre Teresa: nadie osaba ponerlos por escrito por miedo a los malsines que proliferaban por el aire como mosquitos voraces. También corría de boca en boca la atrevida sentencia de Juan de Ávila: «Los penitenciados por la Inquisición, mártires son.» Mas ni yo ni mis pares queríamos ser mártires: la inquietud que nos corroía no nos dejaba un momento de descanso, nos incitaba a la temeridad.

(Aborrecíamos la maldición de la castidad y hacíamos burla de ella en nuestros conventículos, disfrazados con prendas femeninas, con castañuelas, canciones y algazara de palmas.

Una novicia de sotana rosa bailaba con simulado falo y arqueo de nalgas, un zapateado de coreada letrilla

Un fraile dijo a otro fraile: ¡maricón, maricón, el que no baile!

hasta caer exhausta.)

Escuchábamos, muertos de envidia, los relatos de moriscos, aventureros y cautivos por tierras del Turco. Allí gozaban todos de libertad sin traba: las mujeres del harén se recreaban y daban contento entre sí o recurrían a la pericia y arte de los castrados; los del ojo trasero servían a los jenízaros más bragados y eran servidos por ellos. La descripción del capitán Caracucha y otros jayanes embadurnados de aceite, bien trabados de miembros y fornidos de espaldas, nos arrebataba a un mundo más arriscado y bello, lejos de la maldad e inquina de nuestros predios mezquinos. La pintura de sus nudosos brazos y robustos pechos, del fulgor de sus ojos encendidos de fuego, avivaba la llama e imantación del deleite prohibido. Asidos como por fortísimas tenazas, nos decía el morisco, se tentaban las fuerzas unos a otros, arrastrándose unas veces atrás, otras adelante y otras alrededor, como toros azuzados por rabiosos celos. Pero aquel paraíso de luz y regalo del ojo nos era vedado: nuestros sueños de evasión se desvanecían en humo, pura entelequia o quimera.

Desde el acoso iniciado un siglo antes, todas vivíamos de centinela. El prendimiento de Fray Juan de la Cruz por los Calzados en su casita de la Encarnación y su traslado secreto al convento de muros inaccesibles sito en la orilla derecha del Tajo habían sembrado el pánico. Nadie, absolutamente nadie, estaba a salvo de la bien tramada red de malsines. Unos éramos sospechosos de herejía, otros de ser sodomitas o bigardos, otros aún de pertinaz rebeldía a los muy santos custodios de nuestro Credo. Vivíamos en tiempos muy recios, tanto que no podía decirse cuál era más peligroso, si el hablar o el callar, había escrito a Erasmo su corresponsal predilecto. En las cátedras y aulas universitarias la presencia de espías acallaba cualquier intento de reflexión. Los ministros de Dios nos leían los pensamientos y deseos por ocultos que fuesen y nos veíamos forzados a confesarlos bajo tormento.

Recuerdo el día en que un prior, activo diseminador de su simiente en las mozas de Castilla y Aragón, me trajo un ejemplar muy antiguo del Cancionero en el que figuraba la obra de Fray Bugeo —con quien fui uno en alguna de mis pasadas transmigraciones— a fin de que lo llevase a la Casa Madre y lo pusiera a buen recaudo. Su descubrimiento, me dijo, podría acarrearle problemas más graves que los del Deán de Cádiz porque no cabía ya carnalidad alegre en unos reinos entregados al castigo de los sentidos y exaltación de doña Cuaresma: ¡tres monjes beguinos y una beata revelandera acababan de ser quemados por brujería en la plaza mayor de su pueblo!

Así, permanecía la mayor parte del tiempo encerrado en mi cámara con un sirviente filipino con quien sólo comunicaba por señas, sin osar asomarme a la calle sino de noche prieta. Ibamos a visitar al griego Demetrio que, injustamente acusado de abluciones islámicas, había sufrido un año de encierro en una mazmorra y, tras salir blanqueado de la prueba, vivía pobremente en el cuartucho de un corral frecuentado por la gente del hampa: en él nos colábamos mi fámulo y yo a amortiguar nuestros ardores con algún esclavo moro o un rufián de galeras mientras el muy franco y bermejo prior y otros prestes convenientemente embozados aliviaban los suyos con mozas arreadas y dispuestas. Debíamos aceitar las ruedas de la máquina para que los del Santo Oficio cerraran los ojos o miraran tuerto. Tras la máscara de una muy grande virtud, España era una almoneda: todo tenía su precio y los señores inquisidores y sus sicarios se henchían como sanguijuelas.

Siglos después de mi muerte, cuando vagaba entre los astros en busca de nueva transmigración, leí la versión novelada de mi visita a Fray Juan de la Cruz en su prisión toledana: no sé si las cosas sucedieron así —los años no transcurren en vano— ni si evoqué estos recuerdos en un extraño congreso interdisciplinario de sanjuanistas en un balneario de cartón piedra a orillas del mar Negro. Las fechas se confunden en mi memoria, personas y objetos se difuminan y se borran, dichos y hechos corresponden quizás a épocas distintas y encarnaciones diversas. Sólo la patria en la que el destino me condenó a nacer al hilo del tiempo permanecía idéntica: mentes ociosas, vidas harapientas, paisajes adustos, pueblos petrificados, abrasión eólica. Así la vio

Faustino Sarmiento y la vi yo en el curso de mis vuelos y planeos hasta la invasión francesa y las guerras civiles, cuando la saña y rencor acumulados pudieron manar a espuertas y en nombre de Dios, de la patria y del rey se puso en marcha el engranaje de arcaduces de la noria, vacíos al entrar en el pozo y cargados al salir dél de sangre y más sangre.

Dicen que la Inquisición fue abolida pero ¿no subsiste acaso, escondida, en lo hondo de nuestras cabezas?