Cuando reencarné en quien sería uno de los frailes mesurados de los que dice el refrán «mírales de lejos y háblales de lado» —mientras el cuerpo de mi predecesor se sumía en el hoyo y su alma bajaba con igual celeridad a los infiernos, pues los viles actos contra natura claman venganza a Dios según la sabia doctrina de nuestra Santa Madre Iglesia—, lo hice por obra de un carajo macizo y luengo que visitó la gruta de mi madre hasta llenarla de esperma. No doy mi nombre ni el lugar de mi nacimiento, ya que quise ocultar aquél tras el de Fray Bugeo, autor de la Carajicomedia que tú, travieso lector, traes ahora entre manos. Como narré cumplidamente en esa especulativa obra, escrita en honor del muy antiguo carajo del noble y devoto don Diego Fajardo, imitando el alto estilo de las trescientas del famosísimo Juan de Mena, no volveré a labrar el campo de su fecunda cosecha sino que, de repaso por las hazañas y lances gloriosos de su vida, dejaré constancia de aquellos que, por el mucho correr de la pluma, olvidé en el tintero. Yo fui quien llevó al coliseo romano su preciosa reliquia, trasladada después por algunas almas devotas y contemplativas a su sede actual, en los aledaños de la Villa Tevere. Allí, la Congregación para el Culto Divino y las Hermanas del Perpetuo Socorro la evocan a diario en sus preces y ejercicios de oración mental.
Crecí en un reino desconcertado, puesto en discordia entre sus naturales por cuestiones de honra y linaje. Mientras el rey don Enrique cabalgaba por sus tierras calmando el ardor que traía en la silla con mulos y garañones, el clero buscaba también solaz por vías nefandas. Pasaban de mano en mano las Coplas del Provincial con cuya lectura me holgué antes de entrar en órdenes mayores, durante mis cursos de teología y hodienda en aulas y casas llanas:
Ah, fray conde sin condado,
condestable sin provecho,
¿a cómo vale el derecho
de ser villano probado?:
«A oder y a ser odido
y poder bien fornicar,
y aunque me sea sabido,
no me puedan castigar.»
«Provincial, así hayas gozo,
¿qué parece este doncel?»:
que es dispuesto para pozo
para enfriar vino en él
Otras coplas, asimismo hirientes y acres, se desprendieron de mi memoria como hojas marchitas con la flaqueza de la edad y sus fatigas. Mas quiero retomar aquí el hilo de mi discurso y referir los insignes hechos de armas de don Diego Fajardo que, con mucha justeza, comparé a los de Cid.
Este piadoso eclesiástico —recompensado por sus Católicas Majestades con el privilegio de vender indulgencias remisorias de las penas de las ánimas del purgatorio, Bulas de la Santa Cruzada y otros devotos y lucrativos negocios— mostró desde su nacimiento, según la partera, las claras señales de un sañudo arrechador que hubiera colmado las ansias, de no vedarlo la cronología, de la señora Lozana, la mejor y más alegre puta romana que jamás vino al mundo. Cuentan que en su prehistoria, su madre mostraba a las vecinas su luego famoso miembro, con la lengua sacada fuera de su capuz. Testimonio de admiración a su precocidad y procacidad —encomiada ésta siglos después por la inspirada pluma de un Monseñor— fueron recogidos en actas por sus discípulos y pueden consultarse hoy en los archivos de la Fundación Vaticana Latinitas.
Cuando le conocí, era ya galán y alanceador. A todas hembras, fuere cual fuere su estado y condición, ponía la mano en el papagayo y las elevaba con mucha sal y burla a las celestes alturas. En tiempos miserables como los nuestros en que la mezquindad no deja lucir la virtud y la tiene encogida, obra de fe y caridad será exponer los hechos beneméritos de mi personaje antes de que Dios clausure el universo que creó a causa de nuestros muchos pecados. El grano de la verdad debe ser la aguja del norte por do se rigen los mareantes.
Don Diego cobraba también las rentas de algunas mancebías y a ellas acudía a menudo a verificar el trato y honra de sus pupilas. Sus corredoras del primer hilado, y aun las del segundo y tercero, rastreaban el reino, como Celestina la vieja, en busca de dueñas y menoretas y él las cataba todas, desde la flor de la edad hasta el setembreo de la vendimia.
Un día llegó a sus oídos la fama de una moza de muy lindas partes, que sus padres destinaban a monja en un convento de clausura. La novicia vivía en un aposento ordenado como una capilla en el que castigaba la rebeldía de su lozana carne con asperezas y ayunos. Fajardo se allegó a verla, muy devoto y manso, y le preguntó con dulzura:
«¿Novia sois del Señor?»
«Así es y sea hasta mi muerte: andar a obediencia según coro y campanilla, que quiero estar a Su vera en el paraíso.»
«Justa resolución es recogerse del mundo, y vuestra entereza a todos admira. Mas cosa de razón es gustarlo antes de recatarse y huir dél.»
«No vos entiendo, señor.»
«Nadie sabe la acedía del melón si no le abre la hendidura, y vos no lo habéis hecho.»
Y así, con muy buenas consideraciones y argumentos, le mostró su gentil disposición de favorecerla y el deseo de aleccionarla y doctrinarla en cosas del mundo para mejor cumplir su resolución de dejarlo.
«Suspensa estoy oyendo palabras tan nuevas y distintas de las de mis padres y mi confesor.»
«Pasemos mejor de las palabras a los hechos y entonces me comprenderéis.»
Y luego de enseñarle el grosor y reciedumbre de su miembro, le citó palabras de Aristóteles y otros muchos sabios de la Antigüedad y le tentó y descubrió el cuerpo hasta desnudarlo y fincarse de rodillas ante la gruta y su boscaje lindo y sedoso, para besar y repasar con lengua de santo el botón floreal y los labios mientras le decía «bendito sea Dios, que creó tales portentos y maravillas» y toda una antología de jaculatorias y provechosas sentencias.
Admirada quedó la doncella de tanta novedad y goce, sin saber si aquello era obra del Altísimo o del diablo.
«Cuanto me hacéis, señor, ¿no es pecado de carne?»
«Usar de la natura no es ni puede ser pecado, que Dios nos la dio para nuestro recreo. Echaos conmigo en aquel almadraque y subiremos los dos a los cielos do moran de eterno los bienaventurados.»
La incauta doncella le obedeció y don Diego Fajardo arreció sus caricias y besos en el pórtico de la bodega, con tanta sabiduría y latín que ella asintió a abrirlo y acoger dentro la verga y aun todo el mástil. Sus preces y salmos duraron horas y horas, con olvido del mundo y sus astros: el alba les sorprendió a los dos, hechos él un sequedal y ella una olla de espuma. Después de este lance, la que fuera novicia se entregó con brío al mundo y allí triunfó y puso estrado de dueña con ayuda de nobles y eclesiásticos. Yo la conocí ya madura pero galana, con una corte de meninas y pajes envidia de toda la villa. Quise incluirla en mi Carajicomedia mas tuve que abreviar por ser tantas y tan meritorias las hazañas del arrecho y sañudo miembro.
Antes de que la senectud y sus esquivos dolores le metieran en cama y jubilaran su ariete, el recio y antiguo carajo solía dispersar su simiente en los jardines de putas y doncellas, moras y judías, nobles y villanas, sin pararse en pelillos de linajes y limpieza de sangre. Con el as en punta, entraba en los cuartos de sus mancebías y allí arremetía, fincaba y hodía, sin dejar a ninguna quejosa ni enojada.
Entre las carajiaventuras de don Diego Fajardo, fiel servidor de Sus Majestades Católicas, merece capítulo la que acaeció en Aragón con la barragana secreta de un abad, de quien se decía ser mujer de vida muy retraída y casta. Según declaró veintitantos años después al Santo Tribunal que perseguía a las beatas y monjas revelanderas, Diego Fajardo, «la tomó la mano e se la llegó hazya sus yngles diziéndole que le tentase un nasudo furúnculo que allí tenía y conosció que estava hecho un Satanás porque le tocó un bulto por encima del hábito, y que antes desto, estando un día en su estrado, el susodicho le llegó las manos a los pechos e dixo: ¡O qué santa, o qué santa!»[2]
[Aquí se corta el relato con unas líneas manchadas. Lo que de seguido viene es a todas luces una interpolación muy posterior.]
La profesora Ms. Lewin-Strauss, con una carta introductoria de Juan Goytisolo, entrevistó durante su estancia en España a doña María de Zayas y Sotomayor, para quien la obra de Fray Bugeo era un clásico ejemplo de macho viewpoint, incapaz de comprender que «nuestras hermanas tienen las potencias y los sentidos como los hombres» y así éstos, «de temor y envidia las privan de las letras y las armas».
[Una nueva addenda devuelve la palabra al autor con una muy áspera crítica del que, a fines del segundo milenio, retomó el hilo de su Carajicomedia, reencarnado en un presunto activista de la Santa Obra.]
Tal correveidile no sabe de lo que habla y miente a culo abierto. Yo, el verdadero Fray Bugeo, afirmo y juro que el valiente y campeador carajo de don Diego Fajardo nunca dio por posaderas sino a las putas con fluxu sanguinis y siempre con su venia. ¡Vayan él y todos los de su especie a las llamas de la gehena que les ha dispuesto el Altísimo!