Alguien había alzado su mano descolorida al pabellón de la oreja, como para besuquear y hacer zalamerías al telefonino o quizás ajustar el timbre de voz al estilo de los antiguos divos: y el trémolo ascendió como un trueno desde el bullicio del tráfico en el cruce de Alcalá con Granvía a los estratos superiores del noble edificio del chaflán. Las cariátides, cornisas y columnas corintias que ornan el balcanaje vibraron. El efecto acústico alcanzó la cúpula y la estatua que la remata. Los pechos de la Minerva se estremecieron con un temblor ligero. Se le desprendió un párpado. La medialuna de bronce dorado fue a parar al sombrero de espeluznada crin de una señora. Un escalofrío recorrió el cuerpo de ésta de cabeza a pies, y se llevó la mano a la primera. ¿De dónde provenía un objeto tan extraño? Examinó sucesivamente los celajes de nubes, el cielo asténico, el sol casi exangüe. Aquel día pasaban cosas raras. Se aseguró de que el maquillaje (salía directamente del salón de una esthéticienne) no había sufrido de la caída del cuerpo celeste, aguardó la luz verde del semáforo de Alcalá, atravesó con viveza el paso de cebra, torció a la izquierda y luego a la derecha y se perdió, entre otros visitantes apresurados, en la entrada del Círculo de Bellas Artes.

Un gran gentío se atropellaba en el vestíbulo, hacía cola para las entradas, bajaba de los ascensores o subía en ellos: jóvenes y menos jóvenes, una dama de casi tres rosarios de años, un loro con cuello de pajarita, dos individuos sin edad con trajes grises cruzados y el rostro inexpresivo del perfecto idiota aficionado al golf. Buscó en vano un punto de luz, el raudo torbellino de Noruega, el éxtasis de la unión transformante. Había bebido dos gin fizz para entonarse y se sentía atrapada en un bullebulle de sabandijas racionales: el amasijo o masa de los que nos habla Ortega. Se le vino a las mientes una extraña cita: «Un caimán verdoso y voraz se atragantaba con una cobra que ondulaba en las manos de un dios indio, éste se tragaba a un colibrí ingrávido en el aire sobre un terrón de azúcar, y el pájaro a su vez, atraído por la fosforescencia, ingurgitaba de un solo bocado a un cocuyo.» ¿Quién había escrito aquella frase peregrina y alambicada? Su mirada se detuvo involuntariamente en un pelma de ojos de pez y mirada muerta. Su presencia viscosa la inmovilizó como en una liga para cazar pájaros. Cerró los ojos pero, al abrirlos, el individuo seguía allí. No tuvo más remedio que seguirle al ascensor y subir con él. Arriba, manos obsequiosas buscaron el contacto con el pringue del pelma. ¡El público aguardaba la llegada de aquel conferenciante famoso!

* * *

Buscó asiento en la última hilera de butacas y se enviscó en él. El unto con liga del pelma persistía: la forzaba a mirar a la mesa y al racimo de micros dispuestos para captar el rocío de su palabra. ¿Iba a departir sobre el Paráclito, el deshielo del casquete polar, el hilomorfismo de Aristóteles, la ingeniería genética o las metas de la última zafra? El que oficiaba de introductor se aclaró la garganta: bueno, para empezar diré que. Alguien tosió, vibró el eco de una risilla, sintió arcadas. ¡No faltaría más que fuera a vomitar y estropear el acto de presentación del académico y Maitre de Conférences de l’École des Hautes Études, autor por más señas de una señora novela, sí, de esas que te agarran y no te sueltan, aceleran los latidos del corazón, cortan el aliento, deslumhran, te dejan flaseado! Unos aplausos de cortesía, como unas gotas de lluvia en la lumbre de un agua encharcada, la sacudieron y remozaron. Se empolvó la nariz y escuchó: mon román est, pourquoi pas?, un euroroman ou román de Peuro, comme disait par dépit un jeune écrivain aigri, un román avec tous les ingrédients qui permettent une digestión facile aux estomacs raffinés car nous, les Européens de long date, nous avons un privilége, ou un ennui, par rapport aux Espagnols qui viennent de s’intégrer á notre culture, nous avons un foie!, et pour cela nous vous demandons, ménagez-le et conservez intact cet organe auquel nous tenons tant, ne tombez done dans les artífices et les complications si chéres á certains de vos ai’euls!, nous avons dégraissé tout a aprés Rabelais, n est-ce pas?, il y a eu entretemps Madame de Lafayette et Benjamín Constant!, en un mot, les plats lourds ne sont guére appréciés!, évidemment nous ne voulons diré pour autant que le román espagnol á la Grasián soit immangeable et dépourvu de valeur, loin de nous une telle affirmation qui serait contraire á notre éclectisme et trahirait nos propres principes! mais TEuropéen de Peuro, ah! ah! ah!, est fier de la réputation de Teuroroman et il n accepte pas sa mise-en-cause par des jeux et des digressions, voire des arabesques que nous, les Européens de longue date…

Alguien había desconectado el micro: los movimientos del labio inferior, tembloroso y medio descolgado del novelista eran como los de una carpa privada de agua. Vio de pronto, a través del cristal del acuario, a miríadas de congéneres de distintos colores, formas y tamaños: agitaban sus aletas dorsales y caudales, con los ojos abiertos, como estupefactos. El cuerpo del pez-orador se enmalló en la red. El conferenciante era opaco.

La señora del sombrero se agitó, logró desenviscarse del asiento. El pez-orador (el Maitre de Conférences en L’École des Hautes Études) emitía burbujas brillantes, perlas de cultivo, cuentas desgranadas del collar de una duquesa Grande de España. Corrió por entre las algas y flores mutantes. El micro volvía a funcionar: vous devriez oublier, comme, houm, cette maudite jota!, les fastes baroques de Gongorá, tres différents de notre canon occidental et ne vous en souvenir que pour le jour oü le lecteur européen de Tere de Feuro, ah! ah! ah!, avide de couleur lócale, vous demandera, n est-ce pas?, de concocter un livre touffu comme celui du Proust des Caraíbes que…

Alcanzó al fin la puerta, braceando en el agua viscosa y dejó entrar oxígeno en sus pulmones. Se aseguró de que el sombrero de crin seguía en su sitio. Se precipitó al ascensor.

* * *

De nuevo el desconcierto, las subidas y bajadas, los cambios de piso. Se dejó guiar por el instinto y salió de la jaula opresiva tras una muchacha de mimoso y mimado telefonino —«quería comentarte el tema de»— a un vestíbulo o espacio central en el que divisó a Socorro y Auxilio, las amigas del alma de Severo. En medio de la faramalla cultiherida aguardaban la apertura del salón en cuya puerta se anunciaba una rueda de prensa de Fray Bugeo.

Escogió una vez más una butaca de la última fila: había advertido la presencia de una rubia incendiaria y el temor a que se le inflamase la cabellera y ardiera la sala le aconsejaba sentarse cerca de la salida. Tenía que extremar las precauciones en aquel día de rápidos altibajos, depresiones climáticas y cambios de humor. La inmediatez de un joven larguirucho, con un ojo de brillo metálico, inquisidor, agravó sus aprensiones. Realizó un breve ejercicio de ensimismamiento budista. Al concluirlo, el joven se había eclipsado, pero el ojo no.[1] Colgaba de uno de los flecos de la lámpara como el de un búho-globo de perezosas plumas. ¿Era el del Autor Omnisciente que la había creado? La conjetura le produjo escalofríos y la llenó de ansiedad. Algunos pececillos, fugitivos también del acuario, flotaban en el aire, orondos de serenidad y suficiencia, como pensamientos de algún filósofo hegeliano y discípulo de Kant, pero admirador de Nietzsche. Luego vio medusas o encéfalos extraídos de la caja craneana, moluscos de inquietos tentáculos. O, ¿serían calamares iracundos, prestos a arrojar su tinta? La cabeza le daba vueltas. Tomó a secas un piramidón. ¿Sufría de una afección en la pirámide de Lalouette en el istmo del tiroides o en el de Malpighi, correspondiente al riñon? Decidió sobre la marcha consultar con su médico de cabecera (con quien compartía la almohada y muchas otras cosas): un sabio en cuestiones de neurología y discípulo, además, de Lacan.

* * *

La disposición del estrado, iluminado con luz indirecta, era teatral. En el centro del mismo un sillón vacío aguardaba las asendereadas posaderas del portalón de popa de Fray Bugeo y, al lado izquierdo, en tres sillas alineadas detrás de una mesa con micrófonos, los miembros del panel: el editor de la obra que tú, curioso lector, ya conoces y los críticos recién escapados de la sala del novelista y Maítre de Conférences: Iñigo y Miguel Ángel. Unas burbujitas de gas ascendieron por la tráquea al cerebro de la señora. Su visión se empañó: estaba de nuevo en una gran pecera. O, ¿era un estanque de piscicultura? Las madréporas cubrían ahora el sillón vacío de Fray Bugeo. Todos los presentes emitían burbujitas por sus bocas y agallas.

«Señoras y señores (carraspeó), mi intervención en el acto, bueno, en el evento, obedece a la necesidad (nuevo carraspeo), a la cortesía elemental de disculparme con ustedes (tosió) de la inesperada ausencia de Fray Bugeo (hubo murmullos en la sala y un remolino de burbujas ascendió hasta el techo), ausencia debida (voces: ¡tongo, tongo!) no a los naturales achaques de la edad sino (elevó la voz: gritaba) ¡a la prohibición expresa de la Santa Obra! (los silbidos arreciaron: el editor aguardó a que se restableciera el silencio). La Fundación Vaticana Latinitas le ha encomendado una misión en la sede episcopal de Licia y, sintiéndolo mucho, Fray Bugeo (carraspeó de nuevo) no dispondrá del tiempo, es decir, no podrá, pese a sus deseos, estar con nosotros, no sé si me comprenden (se atragantó con las algas que le salían por la boca), por eso he venido en su lugar, bueno (un banco de pececillos absortos en el trazado de espirales perfectas le envolvió como una serpentina, un pez volador agalleó frente a los focos y salió disparado hacia las sombras), para responder a sus preguntas y procurarles la información…»

La señora del sombrero de crin (que había tomado una droga de diseño además de su gin fizz) pensó: soy un pez. E inmediatamente se vio rodeada de vistosas especies marinas y acuáticas: peces lunares, selacios, poliperos arborescentes, conchas bivalvas.

No había aún lagartos ni pájaros.

Su vecino calamar la emborronó con una espesa nube de tinta.

* * *

Hablaban los críticos, tras espulgar el libro:

¡Todo eso es un magma!

¡Sin ninguna coherencia narrativa!

Su estructura peca de artificiosa.

¡Un aparatoso artefacto, un pastiche!

De una mitomaníaca infatuación…

¡Otra vez la exaltación del macho, del jayán peludo!

¡El juego inane-onanista!

Sin progresión dramática.

Un texto circular, reiterativo.

Sí, un círculo vicioso.

Preñez un cercle, caressez-le, il deviendra vicieux!

¿A quién citas?

¡A Ionesco, coño!

Le entró un soponcio. La pecera se había transformado en la pantalla de un ordenador con flores efímeras, jardines virtuales, vehículos interespaciales, la máscara de un guerrero quechua con rouge de Lanvin y ojos alcoholados de cabaretera de Port Sudan.

* * *

Se despertó y tomó otro piramidón. El acuario se había desvanecido con su flora y su fauna. Desde dos asientos delanteros, Socorro y Auxilio le guiñaban maliciosamente el ojo. Divisó a varias Hermanas con tocas blancas y a la filipina de audaz minifalda. Las preguntas del público rehilaban y estallaban en el cielorraso como ingeniosos ramilletes de chispas.

¿Qué se sabía de la vida de Fray Bugeo durante los siglos oscuros?

¿Escoltó la preciosa reliquia de don Diego Fajardo durante su traslado al Coliseo de Roma? ¿Dónde se conservaba su carajo en la actualidad? ¿Seguía en un convento de las Hermanas de la Caridad o disponía de una sala especial en el Museo Vaticano?

¿Cómo se explicaba la longevidad del autor del libro que nos contiene? (Una voz burlona: ¡seguro que toma yogur! Otra, como un eco: ¿Danone o Yoplait?)

¿No se trataría más bien de un caso de transmigración? Según Pitágoras y los disidentes del hilozoísmo…

(El discurso fue interrumpido por un abucheo.) ¿Era cierto que intimó con Góngora y Villamediana?

¿Había compartido con Gil de Biedma el sótano de la calle de Muntaner, tan negro como su reputación?

¿Por qué mudó sus hábitos de archimandrita por el traje seglar de la Obra?

¿Piensa seguir abrumándonos con sus historias de ligues santos?

El editor se merengó como una clara de huevo batido con azúcar: volcado sobre la mesa, se derretía y derramaba en ella hasta gotear, con grumos espesos, por los bordes. Un colibrí se coló desde la puerta entreabierta y, luego de trazar un jeroglífico, desapareció por ella. Socorro y Auxilio le siguieron, excitadas. Un grupo de espectadores huyó de estampida. Pero no había fuego ni amenaza de fuego.

(La rubia incendiaria no ardía.)

No había nada: nada de nada.

* * *

Volvió a perderse en los ascensores, arrastrada por el ciempiés o miriópodo pataleante que se vertía de ellos o era succionado a su interior como por un irresistible movimiento aspirante. ¿Sabía acaso adónde se dirigía? Entendido lector, te podemos afirmar que no. Boqueaba, flotaba, braceaba en un mare mágnum de plancton como el que describía ante un auditorio selecto (desconocemos en qué piso, nuestro personaje nos ha extraviado también con tantas idas y venidas) el profesor de paleobiología: el contenido en diferentes isótopos de carbono de las rocas metamórficas que se formaron y sedimentaron en los fondos marinos, etcétera. La señora del sombrero de crin le oía sin escuchar. A escasos metros de ella, un chaval con pinta de tercermundista esnifaba un pañuelo embebido de pegamento. ¿Qué hacía allí, entre los doctos y amantes de la ciencia? ¿Se había equivocado también de piso y de conferencia? A sus oídos llegaban, como impulsados por el viento, jirones de frases: «glóbulos microscópicos de grafito», «enlaces de moléculas sintéticas», «organismos pelágicos ancestrales». ¡Dios mío, qué confusión! ¿Cómo encajar todo esto en su cabeza? Se le ocurrió la idea de que el sombrero obstaculizaba la percepción correcta del discurso científico; pero temía que, al quitárselo, la transparencia del cráneo dejara al descubierto la masa encefálica y sus ramificaciones crípticas. De la evocación de quiasmas, hendeduras y médula pasó al nirvana de la especulación contemplativa: asistía a la explosión silenciosa de rayos gamma, a los prolegómenos de otro Big Bang. ¿Había algún modo de adaptar todas aquellas informaciones y datos a un ritmo de manisero o de rumba? La idea le sugestionó: poner ritmo a la ciencia, exhibirla en alguna pasarela con coreografía de Béjart y modelos de Valentino. ¡Escenificar el progreso desde hace diez millones de años y revivir el gran estallido en un confín del cosmos! La flaca barquilla de su pensamiento naufragó.

Su nueva vecina de asiento era una dama cuyas iniciales identificatorias «M. P.», bordadas en un tailleur Chanel, había entrevisto al hojear a hurtadillas el manuscrito del pére de Trennes. Hablaba en francés con un andaluz bajito y moreno, de crencha cuidadosamente trazada para ocultar sin éxito la calvicie y vestido con el exagerado atildamiento de un personaje napoleónico pintado por Louis David. Alguien le susurró al oído: «¡es el Abate Marchena!» Nuestra heroína se estremeció: ¿cómo sortear aquel anacronismo increíble?, y al punto la atormentó una duda: la anacrónica, ¿no sería más bien ella? La angustia se extendió y la cubrió como una marea bretona en el solsticio de junio. ¿Dónde y cuándo había olvidado su sotana de color rosa? ¿En el baile de máscaras de las «gasolinas» o en el ajetreo nocturno de putas y automóviles de la carretera de Prado del Rey?

Se escabulló de la sala tras cerciorarse una vez más de que llevaba, bien ceñido, el sombrero. De nuevo el bullebulle. La gente corría hacia alguna Tertulia de Sabios. Vio salir en andas —¿amortajado?— al Maítre de Conférences con su carga de euronovelas. Reaparecieron Auxilio, Socorro y el Colibrí, en diferentes grados de agitación muscular, capilar y plumífera. Habían descubierto el camino secreto hasta el ascensor que conducía a la azotea. ¡Desde ésta podrían atalayar el océano alborotado de la ciudad y toda su inmensa variedad de especies piscícolas!

* * *

Se asomaron a la cima del Círculo y, una vez en ella, treparon aún, por una escalera metálica, a lo alto del domo. Difuminado por el neblumo, el pastelón de la ciudad se extendía hasta perderse de vista. Sorprendentemente, el sol exangüe había detenido su trayecto. La dama del sombrero de crin —astuto lector, lo habrás adivinado ya: es un travestido— consultó la hora en su reloj de pulsera. El tiempo no corría, todo permanecía en suspenso. Un ángel o criatura volante se había elevado desde lo alto de las Torres Gemelas y, tras un escrutador merodeo celeste, se aproximaba a la Granvía. Socorro y Auxilio se adelantaron a su pensamiento.

¡El venerable!

¡Sí, Monseñor!

Venía de los Llanos de su Marquesado con la capa de Prelado de Honor y una aureola de beato de buena marca (la de la suministradora exclusiva de toda la parafernalia eclesiástica). Levitó en el cruce de Alcalá y Granvía sobre la Minerva de pechos intrépidos. ¿Buscaba tal vez a Fray Bugeo? Nuestra heroína pensaba que sí. El mensaje del que era portador prometía ser trascendente (por su cerebro atravesó fugazmente una idea: debía inscribirse en algún cursillo de meditación trascendental). ¿Cómo diablos había olvidado el magnetoscopio en casa? Se tomó otra pastilla (esta vez un cóctel de vitamina B y hormonas femeninas).

Escuchó entonces la voz paternal del habituado a los negocios del alma.

* * *

Las mil menos una máximas o amorosas sentencias caían como confeti entre guirnaldas y oropeles, en el coro de una iglesia plateresca con retablos de Bernini y escenografía camp. Música de fondo: una mezclilla suave de Gershwin, Sinatra y el himno de la Obra, con gaitas e instrumentos de percusión. (Auxilio y Socorro acechaban embobadas. Escucha tú también, piadoso lector.)

«¡No deis un paso atrás, no me seáis flojos!» «Meteos por los caminos de oración y de amor, buscad el volumen, el peso, el relieve…» «¡Creced para adentro!»

(Las gemelas suspiraron: ¡qué santazo!)

«No habrá obstáculo que no venzáis en vuestra empresa de apostolado…» «Dejad poso!»

«Arreciad y enhestad la fortaleza de la virtud…» «¡Asaltad los sagrarios!»

«Como muelle que fue comprimido, llegaréis más lejos de lo que nunca soñasteis…»

(Socorro: aquest home és un beneit, un benedetto! Auxilio: je suis pénetrée de sa parole! Socorro: I’m flabbergast! El Paráclito les había concedido el don de las lenguas.)

«Dios quiere un puñado de hombres suyos en cada actividad humana…»

«¡Obligad, empujad, arrastrad, con vuestra ciencia e imperio!»

«¡Los instrumentos no pueden permanecer mohosos!»

(Las gemelas, a coro: a raggione! Los angelotes mofletudos del retablo sonreían con aire juguetón y entendido.)

«No sean vuestros propósitos luces de Bengala, que brillan un instante para dejar un palitroque negro e inútil, que se tira con desprecio…» «¡Sed recios, entregaos sin tacañería ni tasa!» «Buscad un santo, colocaos bajo su protección y sentiréis la eficacia de su poder curativo… Su fe inconmovible aquietará vuestras ansiedades.»

(Auxilio: ¡la pócima curalotodo! Socorro: ¡la infalible receta! El colibrí atrapó con pericia a una mosca zumbona.)

«Cumplid el mandato imperativo y…»

(Socorro, filosófica: ¡el imperativo categórico!) «… cantaréis como el alma enamorada después de ver las maravillas que obra el Señor… ¡Sed émbolos de la Gran maquinaria de la Santidad!»

(La cásete había dejado de funcionar.)

* * *

Las últimas palabras vinieron del vacío y se extinguieron en él. La aureola del beato colgaba, torcida, en el aire: de pronto, cayó con estrépito. Monseñor no levitaba ya sobre la Minerva del chaflán y se esfumaba en los lejos del cuadro, hacia las Torres Gemelas. La circulación en el cruce de Alcalá y Granvía se había interrumpido. La multitud —incluidos dueños de automóviles y chóferes de taxi— contemplaba el cielo demaerado, las nubes pálidas, el inmenso y melancólico decorado de cartón piedra en el que planeaba y se perdía la figura del Venerable. El pitido enérgico de los guardias de tráfico nada podía contra el atasco. Todo el mundo había asistido a la Aparición, pero visto cosas distintas. Alguien fue agraciado con la reliquia de una lágrima santa en el lomo de la nariz. Una dama pedía misericordia entre las convulsiones de lo que parecía ser una crisis de epilepsia. El vicario de la iglesia vecina la rociaba con agua bendita. Muchos incrédulos se convirtieron al Credo y varios creyentes perdieron la fe. Voces, silbidos, cláxones, armaban un ensordecedor tumulto. ¿Era aquello un augurio del Apocalipsis? Auxilio y el Colibrí le leyeron el pensamiento a través de la frente translúcida.

¡Recomenzaba el ciclo de la transmigración!