Por fin hallé mi centro, morada y delicias y, al poco de alcanzarlos, di con el Juglar. Me guiaba M., un excombatiente del cuerpo expedicionario colonial en Indochina, capturado por el Vietcong tras la derrota de los franceses y liberado a la firma de los acuerdos sobre la independencia de Vietnam. Había regresado entonces a su país natal con una modesta pensión y una natural pero experta inclinación a las artes y partes de tercería. Me escoltó primero a la capital, en donde merced a sus diligencias y mañas me puso en contacto con media docena de Boinas Rojas de los que conservo el recuerdo más grato así como con un compañero de cautiverio de habla burda, micer puntiagudo y duro flagelo con quien, puesto en agonía, recité las canónigas en una noche inolvidable de misereres y retribue dignare en la que él repetía: «Tú lo quisiste, tú te lo ten.» (Sobre él y el miembro que sobresalía del calzón de gimnasio noveló el pendolista barcelonés, aprovechándose de los dietarios que ingenuamente le confié durante uno de mis viajes por tierras de misión como encomendero de la Obra.)
El Goliardo era un gigante de cráneo rasurado y complexión recia, a cuya vista, en medio del tráfago y agitación de la Plaza, compuse mentalmente la oración: tu vero homo unanimis, dux meus at notus meus, qui simul mecum dulces copiabas cibus. Minutos después, de la mano de M., lo tenía en mi cama. Los muebles del piso alquilado crujieron y se estremecieron a su entrada, porque toda obra humana proclama y loa los milagros del Hacedor. M. se eclipsó discretamente a dar una vuelta y quedé a solas con él.
Cohete —así le llamaban— respondía cabalmente al apodo en razón de la avasalladora combinación de fuerza y altura de su estampa. Su ingeniosidad e inventiva verbal no tenían límite. Sacaba punta a todo y a todo apuntaba con lo suyo. Sus dones eran sobrenaturales: imposible desarmar los machos y palo central de su tienda. Aquello no cabía per angostam viam y había que homenajearlo de puertas afuera. El armazón del artefacto balístico, con su propulsor y auxiliares, cifraba el arma absoluta en la que sueñan los estrategas del Pentágono desde el comienzo de la guerra fría. Ningún mozo ni moza podían resistir a tal acometida. Sus dichos y hechos, registrados por espacio de años, llenarían las páginas de una voluminosa floresta de Vidas de Santos.
Podría referir incontables episodios ejemplares de sus sermones públicos y actos devotos y contemplativos de no haber metido el San Juan de Barbes su larga nariz en el tema y, con la desfachatez que le caracteriza…
¿Cómo se escribe un grito?, se preguntaba el autor del retrato de la señora Lozana. No halló la respuesta o, si dio con ella, no la transcribió: nos dejó in albis. Pero el grito sonó y resonó: fue grabado. Su fuerza interrumpió la redacción del manuscrito que el lector trae entre manos. En una conversación con el abate Marchena, incluida en el capítulo quinto de este libro, Fray Bugeo identifica con malicia a su autor. (Nota del editor.)