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Según nuestra Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana la existencia del infierno, y en consecuencia de Satán y su aguerrida legión de diablos, es una verdad maciza, incontrovertible, sostenida por la evidencia de numerosas encíclicas y resoluciones conciliares. Sólo los volterianos de empolvada peluca y liberales trasnochados a los que vitupera nuestro fundador se atreverían a negar hoy, a riesgo de quedar en ridículo, un axioma corroborado por los avances científicos más modernos. Uno de estos espíritus malignos, encarnado en la bella y sensual Salomé, tentó a Herodes Antipas hasta obtener la cabeza del Bautista y otro me sedujo a mí en los lavabos del cine Luxor.

Iblís era alto, moreno, forzudo, dotado de una musculatura digna de un campeón turco y de un tentetieso dispuesto a entrar siempre en liza. La mala fortuna me hizo dar con él en una sesión de tarde, cuando bajé al sótano a ejercer mi celo apostólico y lo hallé con los brazos en jarras, luciendo el arma, lista para el mejor postor. Actuaba de pie, seguro de su reciedumbre y sosiego. Lo tomé por un modelo de virtud y santidad (ideo omnia sustineo propter electos) y, después de un canje de servicios de satisfacción recíproca, le invité a tomar café en una terraza del bulevar.

Iblís ocultaba con arte su pertenencia al Maligno y consiguió someterme a su dominio durante más de dos años. Cobraba sus favores a pretio magno y exigía la exclusiva sin reciprocidad. Era duro, celoso, manipulador, posesivo. Sondeaba y sondeaba estrecheces sin sacarla de sitio o la brindaba en actos de rendida genuflexión. Por su culpa abandoné mis obras de misión y proselitismo, descuidé preces y jaculatorias, olvidé mis deberes para con Dios y Su Divina Intercesora: el culto de dulía profesado a los santos se convirtió en uno de latría, contrariamente a los más elementales principios eclesiásticos. Yo creía seguir, erróneamente, las máximas de nuestro Kempis («Pon tu cabeza miserable sobre su pecho abierto para que acaben de enloquecerte los latidos de su corazón»); pero (that was the quid pro quo) él no era un escogido del Señor sino un tentador enviado por el Enemigo. Dejé así de visitar las capillas y acudir a los templos, incumplí promesas y preceptos, trastoqué la semilla de trigo por infecunda paja. Iblís fue sepulcro de la verdadera piedad y de mi secular historial de archimandrita. Con disfraz de grandeza y hasta de majestad, me atrajo al borde del abismo en donde por Santa Voluntad de Dios arden por toda la eternidad los precitos. Aunque «un tropezón cualquiera da en la vida», no cesaré nunca de arrepentirme de mis pecados y mis extravíos.

(Lector: no te turbes si al considerar las obras de mis santos dudas en seguir su camino, temes no alcanzar la gracia de tantos prodigios y maravillas. Mi líbrete es ganzúa para abrir recintos y colarse en el misterio y hondura de los sagrarios. Siembra y ten por cierto que la simiente arraigará y dará su fruto. La mies es mucha y pocos los operarios.)