La lectura de estas vidas de santos —escritas para meditación y recreo de las almas— no sería completa sin una descripción pormenorizada de los templos en los que aquellos ejercieron su apostolado: ¡varones de oración corta y acción larga conforme a la máxima de nuestro fundador, se desembarazaban en ellos del peso muerto, del lastre terreno, para alzar la majestad del cetro en llama viva del amor!
Las capillas que frecuentaban se extendían como una constelación brillante en el cielo oscuro de la ciudad. Desde Pigalle a la estación del metro aéreo de Stalingrad formaban una línea a veces quebrada y con pequeñas ramificaciones a cuyos sagrarios circulares, iluminados con luz tenue, acudían los devotos en busca de «inspiraciones santas» y cauterio espiritual.
Una luna de cartón o estrellas de bisutería pendían sobre los tejados de pizarra, los pilares y armazón sustentadores del metro, las arcadas bajo las que circulaban los expresos y trenes de la banlieue, los canales de aguas quietas y opacas: todo ese conjunto de elementos astutamente dispuestos como en un grabado escolar de lecciones de cosas. La mezquindad del alumbrado embellecía con un halo de misterio las fachadas agrietadas y ojerosas, los ocelos, légañas y miradas torvas de los edificios vetustos del París infiltrado por los cafetines y tugurios de los inmigrados, séptimo pilar y quinta columna de los designios secretos de Dios.
Por allí deambulaban, de oratorio en oratorio, las Hermanas del Perpetuo Socorro sin arredrarse ante el frío ni las inclemencias del tiempo, o aguardaban recogidas, con esa fe que el Señor concede a las criaturas que Él ama, la aparición súbita de algún santo (como dice nuestro Kempis, «¿no te alegra si descubres en tu camino por las calles de la urbe otro Sagrario?»).
Durante años fui testigo de inflamadas jaculatorias, actos de amor y desagravio, comuniones recias. Fiel al mandato imperativo de las obras de misión y apostolado, merodeaba tarde y noche en torno a las capillas, al acecho de las entradas y salidas, hasta dar con el amigo o desconocido listo para compartir las preces.
(Evoco ahora, en el discreto refugio de mi vejez, el rostro y los atributos de algunos santos que no mencioné en la primera parte de este libro:
Un montaraz pero sabio argelino, de labios voraces y feroz mostacho, cuyo túmulo de rigor adquiría una solemnidad columnaria. Con él, «el deseo tan grande de que ‘esto’ marche y se dilate» del que habla el fundador se convertía en sabrosa «impaciencia». Con gran destreza —mientras mordía, restregaba el bigote y apretujaba con encono las zonas erógenas del aspirante a sus gracias—, encajaba el instrumento, dejaba poso, transmutaba el dolor en suspirada gloria. Lo encontraba a menudo en los edículos del bulevar de Rochechouart cercanos a la boca del metro de Anvers. A él se ajustan como anillo episcopal a dedo oblato estos dos consejos: «produce con tu ejemplo y tu palabra, un primer círculo, y éste otro, y otro, y otro, cada vez más ancho» y «el deseo no será inútil si lo desfogamos en coacciones con santa desvergüenza». Saíd Lunes —así se llamaba— favorecía también con sus celestiales dones a San Juan de Barbés-Rochechouart. Su inagotable celo fue bálsamo y lubricante de ambos.
Un mecánico cuyo cuello robusto, nuez prominente y orejas bulbosas, como caracolas o flores carnívoras, me recuerdan ahora las de mi amigo luchador de Esmirna. Era el consolador de las beatas de la Adoración Nocturna. Vivía en un tabuco del barrio de Stalingrad en el que arrechaba y ofrecía aún su pócima amarga a todas las almas cuitadas con un incansable afán de proselitismo.
Dominus dabit verbum evangelizantibus virtute multa.
El París meteco, vuelto de espaldas al grandioso museo de la Ciudad de las Luces, acogió hospitalariamente mi callejeo contemplativo. En alguno de sus hoteles se hospedó Genet en el intermedio de sus viajes a los campos de refugiados en Jordania y el Líbano. Fuera de él y de mi aplicado escribano, no tropecé nunca con algún conocido en aquel Vaticano extraterritorial. Los edículos de triple compartimento y techo de vidrio —en los que algunos devotos puntillosos depositaban panes para consumirlos con unción, irrigados por la virtud de los usuarios— fueron objeto de una sentencia de muerte cruel y arbitraria. Infinitas ocasiones de piedad para apóstoles de talla y enjundia desaparecieron de golpe sin que las Hermanas del Perpetuo Socorro pudieran organizar siquiera procesiones y exequias como las del urinario de la Rambla inmortalizado en el Diapo del ladrón. ¡Ojalá vea arder a los responsables de tal fechoría —Giscard, Chirac y todos los de su bando— en las llamas del séptimo y más horrendo círculo de los condenados a la gehena! Nunca me consolaré de su bárbara desaparición.