Una tarde desabrida y fría, con ráfagas intermitentes de nieve rápidamente fundida en el fango y alquitrán del bulevar de Rochechouart, me refugié en la entrada del cine Trianon, punto de cita de numerosos inmigrados norteafricanos, frente a una de mis estaciones favoritas de devoción y recogimiento. Entre la media docena de magrebís que examinaban las fotogramas expuestas en el vestíbulo, advertí la presencia de uno, corpulento y malencarado, que tras larga espera contemplativa del bulevar semidesierto, corrió de un tirón a la capilla de mis jubileos y desapareció en su interior. Le imité al punto y ocupé el puesto libre, contiguo al centro de la vespasiana, para espiar a mis anchas el zangoloteo de una tranca que por su solidez y volumen nada tenía que envidiar a la de Abdalá. Él proseguía su manipulatio demostrativa, absorto e indiferente como un ídolo yucateco y no movió un músculo del rostro cuando adelanté mi mano incrédula al sancta sanctorum a fin de comprobar, como el apóstol Tomás, la tangibilidad del milagro. «Ven al hotel conmigo», le dije. Él se abotonó el braguetón y me siguió sin decir palabra.
Abdelkader tenía entonces una treintena de años y trabajaba en la Sociedad Nacional de Ferrocarriles Franceses. Había perdido dos dedos de la mano izquierda en un accidente laboral y sus muñones, como brotes truncos añadían una nota de aguijadora crudeza a su estampa de obrero curtido y áspero. Por una razón que ignoro, nuestro primer encuentro revistió un carácter excepcional: no quiso coyundar y ofreció una y otra vez su magnificencia a la beatitud de mis labios. También se resistió a aceptar mi diezmo y lo guardó al fin tras hacerse rogar.
Como nuestro nexo duró, aunque con pausas involuntarias e interrupciones misioneras, un buen número de años, pude observar con holgura su paulatina y meritoria ascensión al núcleo superior de la santidad. Después de una visita a los suyos (creo que tenía esposa e hijos, pero no hablaba nunca de ellos), obtuvo su jubilación anticipada e indemnización por incapacidad parcial y se consagró a la contemplación meditativa en los urinarios públicos hasta ganarse a pulso un doctorado honoris causa en los de la Gare du Nord. Abdelkader fue un macero de gran clase, cuya competencia y virtuosismo acrecentaron de año en año. Alcanzó la sabiduría tomista en el conocimiento de las leyes ocultas del cuerpo: sus tormentos y goces, cimas y derrumbaderos.
Vivía de la diaria exhibición de su banderín para el enganche de reclutas: era su útil de trabajo, bastón de mando, generador y dador de placer y energías. Su virtud brotaba en cauce manso y ancho. Nunca le vi mostrar cansancio ni abatimiento: si interrumpía la partida, lo hacía a ruegos del enclavado, del venturoso imitador de Cristo en la Cruz. A veces, se emparejaba temporalmente con algún incauto: primero, con un martiniqués a quien yo conocía de vista por su abejeo devoto en las catacumbas del cine Luxor, y aprovechaba su ausencia del piso para arrechar recio en una cama matrimonial con cojines rosas, muñecas y adornos de ese inconfundible sello Pronuptia de las revistas del corazón; luego, con un joven profesor de francés del que hablaré más tarde.
De ordinario, pernoctaba in oratione en los hoteles de la zona de Pigalle, Anvers y el Sacré Coeur, en los que yo me colaba con él durante el sueño del portero. El grosor de su mango parecía superior al gálibo de los túneles y arcos más transitados. Pero el empeño paciente y una lubricación adecuada obraban portentos. Abdelkader aprendió a jugar con los dedos arracimados en las áreas sensibles y eréctiles, combinando el imperio de la fuerza con la destreza y la suavidad.
Le seguí en sus mudanzas a la calle de Marx Dormoy: al cuartucho de un hotel de argelinos y a otro, junto a la estación de metro epónima, a cuya habitación se accedía por una escalerilla trasera, evitando el gentío ruidoso que atestaba el café. Nuestros encuentros, casi siempre casuales, concluían en aquella celda monacal sin agua corriente en la que recibía a sus devotos. Aunque supe que, para castigar la avaricia, la había emprendido a bofetadas con un oblato en la casa de citas de Madeleine —una vez quise entrar con él a rezar unos salmos, pero Madame le echó en cara su mala conducta y le negó la entrada al edén—, lo cierto es que siempre se comportó bien conmigo. Me dijo que era uno de los tres o cuatro colegas de oración preferidos y su complicidad de camarada de armas me induce a creer que era cierto. No obstante su profesionalismo y afición a experiencias de geometría variable, el amor compartido a los misterios de gozo y dolor se prolongó años y años.
Los servicios de consolador de aflicciones y cuitas diversos afinaron sus naturales dotes de garañón y extendieron (¡alabado sea el Señor!) el ámbito de sus obras caritativas. Un día, después de la trabazón en el catre, me brindó el amargor y calidez de su manga de riego. Otro, en el que me sorprendió en los proemios de la evangelización de un feligrés mío —un harqueño que hablaba tanto el francés como el árabe con un inimitable acento campesino y lucía, como el rufián de Areúsa en La Celestina, un rostro surcado de chirlos y costurones—, nos invitó a los dos a su santuario y comulgué simultáneamente y por turno con ambos, mientras Abdelkader azuzaba y enardecía la fiereza del propio y ajeno deleite con jaculatorias y citas de mi breviario. (Según me contó después el miles gloriosus, le condujo otra vez al domicilio de un nesrani anciano con quien había fijado de antemano el precio de su tercería y de los celestiales favores prestados.)
A principios de los ochenta, se amigó con un joven profesor de francés, que pretendía catequizar, al parecer, a los iranís fugitivos de la Revolución. El aprendiz de misionero le había fotografiado con el as de bastos y los compañones ceñidos con una argolla de cuero y presto a encajar la clava en un tunecino tumbado de bruces. También me mostró el látigo con el que disciplinaba a uno de sus fervorosos clientes, ávido de penitencia y mortificación. Cest un vieux con, decía, mais j’aime lui faire plaisir. En los círculos más extremos de la santidad neoyorquina su ascensión hubiera sido fulgurante. No he conocido a ningún virtuoso tan entregado como él a los ritos de humillación de la carne y otros actos laudables de expiación.
Compartí aún sus lecturas del Eucologio sin presentir la catástrofe en cierne. Una vez me invitó a cenar a la casa de un francés ausente con un compatriota bigotudo, asiduo de los lavabos de la estación —o de la estación espiritual de los lavabos—, para que sirviera el aperitivo mientras él guisaba. El aperitivo no funcionó —el párvulo no se le enderezaba— y Abdelkader subsanó el fallo en el dispositivo de acogida al tiempo que injuriaba al remiso y remataba en la ducha sus artes de oficiante en ritos de cauterio y lenificación.
El sida acabó con estas unciones. En 1993, en el curso de mis misiones en Puerto Rico y Manhattan, pude comprobar de visu el pánico y mortandad causadas por la pandemia. Resolví, con la ayuda del Señor, moderar mis fervores y el ardor de las visitas a las capillas de los beatos. Vi a Abdelkader en una de ellas, en medio de los obscena observandi cupidus y le previne del riesgo, que él conocía ya de oídas. Quiso no obstante meditar conmigo y, apremiado por lo imperativo de su argumento, acepté seguirle a la celia intima de una pornoshop en donde, con celo y tenacidad de alfarero, moldeé su rigor columnario hasta nuestra satisfacción conjuntada. Pagué el finiquito y no le he vuelto a ver.
¡Dios en Su infinita sabiduría y bondad, le libre también, como a mí, del indecible horror de la plaga!