La única foto que guardo de él no refleja bien su traza robusta y algo truculenta.
Argelino de la región de Tremecén, casado y padre de numerosa prole, tenía unas facciones de feriante gitano o dueño de una caseta de tiro al blanco. Era expansivo y propenso a la exageración si bien, como descubrí luego, su devoción a mi persona resultó auténtica y acompañada de unos sentimientos y celos que no se han repetido por fortuna en ninguno de mis colegas de misión.
(En la gama de emociones de mi caritativo apostolado ha habido a veces confianza y amistad, pragmatismo inherente al mero canje de servicios, casos de sumisión efímera y lúcida pero jamás de un amor que reservo para Dios y Su Divina Intercesora.)
Merodeábamos los dos junto a un sagrario público, muy concurrido de noche, bajo la estación de metro aéreo de Barbés-Rochechouart y me siguió a un hotel vecino al Square d’Anvers. En él batió el caldero y, de vuelta a la calle, tomamos una copa en el café, hoy desaparecido, en el que conocí a Mohamed.
(Todos los hitos y monumentos de mi vida contemplativa se han desvanecido como sueños o fueron suprimidos por cruel decisión administrativa durante la legislatura de —¡mil veces maldito sea!— Valéry Giscard d’Estaing.)
Allí, me arrastró inesperadamente, casi a la fuerza, a los lavabos del sótano y me sometió a una comunión ruda con la santa coacción y santa desvergüenza exhortadas por nuestro fundador. Tal vez por lo de in vino veritas —andaba algo achispado—, me dio las señas de su trabajo en una obra, en los bulevares exteriores de la orilla izquierda del Sena. Acudí a verle con la diligencia que aconsejaba el caso: llevaba el casco reglamentario de los albañiles y vestía un mono manchado de cal. Pasada su sorpresa y la alegría recíproca, me invitó a un té en su barraca y me presentó a los compañeros que también la habitaban como padrino de uno de sus hijos.
Desde entonces nos vimos con regularidad: almorzábamos los domingos en un restaurante, también desaparecido, en el cruce del bulevar de Rochechouart y la Rué de Clignancourt. En uno de esos ágapes con alcuzcuz y rosado de Provenza, dijo a su hermano menor —un hombre apuesto instalado en Francia con su esposa e hijos— que yo era su «amigo del alma», con quien compartía «cama y comida». El hermano no pareció inmutarse, ni siquiera cuando Kitír, al calor del vino, me invitó a visitar su pueblo, hospedarme en su casa y dormir con él en el lecho, il ríy a pas deprobléme, seulement il faut faire attention pour ne pas laisser des traces, exuberante y fanfarrón mientras se jactaba, mezclando capachos con berzas, de sus dudosas aventuras con francesas subyugadas por su virilidad.
Meses después —no pongo fechas porque se embruman y confunden en la atalaya de los años—, me asomé a verle en la residencia de trabajadores en la que posteriormente se alojaba. Conforme a sus decires, su vecino de litera, argelino como él, lo sorprendía a menudo erecto y se envolvía precavidamente con una manta, temeroso de que le violara durante el sueño. Cuando tuvo un accidente de trabajo (o ¿era una intervención quirúrgica?), fui a verle al hospital de la Rué de Vaugirard. Ocupaba una habitación individual y mi aparición súbita, me confió más tarde, le conquistó el corazón. Con su labia habitual, me refirió que la enfermera, al asearle, había admirado la grandeza de sus atributos: votre femme doit étre tres heureuse avec vous, Monsieur! Fuese verdad o faroleo —plausiblemente más lo último que lo primero—, me incitó a meter la mano entre las sábanas y la llevó al epicentro: ¡el alzamiento era glorioso y auténtico!
Con todo, su sentimentalismo y afán posesivo me incomodaban: mi magisterio se dirigía a todas las almas sin privilegiar a ninguna. Por ello dejé de verle varios domingos hasta la tarde en que me pilló con Zinedín a la entrada del templo de nuestra porfía. Me condujo del brazo a un café cercano y exigió entre sollozos que le devolviera las fotos que me había dado. Me escoltó hasta la sede local de la Obra y aguardó en la calle mientras yo buscaba y le traía sus recuerdos ya inútiles. Luego insistió en santificar la velada con unas preces. El fervor de nuestros cirios votivos se derritió y transmutó en lagunejas de cera.
Nos vimos aún en nuestra vieja querencia —me contó que se había amigado con un francés responsable de las actividades artísticas y teatrales de su país en Argelia y me achacó la culpa de su infidelidad— hasta que sus encuentros se espaciaron y mi celo de apóstol creció en fecundidad y extensión a la busca de nuevos prodigios y santos.
Regresó a Tremecén a comienzos de los setenta y me envió sus señas. Yo había proyectado una visita ad perpetuam rei memoriam desde Marruecos mas, tras la Marcha Verde y el enfrentamiento intermagrebí por el Sáhara, la frontera de los dos países se convirtió en valla. Cedí en el empeño y fijé el centro de mis actividades en la Medina de tantas almas necesitadas de ayuda y caldeo. No sé, a partir de entonces, nada de él. ¡Dios le mantenga en vida y acreciente la llama de sus deseos!