Lajdar

Las numerosas fotos que conservo de él corresponden a lugares y momentos distintos: París (a fines del 66); Argelia (en 1967); Tánger (1968, 1969).

Apareció a mi vista, súbito como una teofanía, en el bulevar de Rochechouart: estaba sentado en un banco público frente al Elysée Montmartre, en el que yo solía asistir con Mohamed a las veladas dominicales de lucha libre, a veces en compañía de Jean Genet. Volvía del habitual recorrido de las capillas de mi predilección —los edículos conmemorativos del emperador Vespasiano, dispersos entre Stalingrad y Pigalle— y, si se me excusa la osadía de mi comparación, caí fulminado como Saulo en el camino de Tarso.

Lajdar era un jayán de mancuernados mostachos, rasgos duros y ojos de azabache, en los que parecía cobijar, como escribió mi esmerado copista, «la mirada implacable de un tigre». Charlaba con unos amigos y esperé pacientemente a que se despidiera de ellos para acercarme a él y proponerle un ejercicio meditativo en el cercano Square d’Anvers. Le manifesté mi devoción sin rodeos —menos temeroso de una reacción desabrida que de una negativa cortés— pero, con gran alborozo mío, aceptó de inmediato. Je suis sans un sou, me dijo. Fuimos a uno de mis albergues íntimos y disfruté de la gloria de aquel cuerpo que iba a ser objeto durante años, pese a las vicisitudes y zarandeos de la vida, de un culto de dulía acendrado: visiones turbadoras de su miembro erguido, hieratismo facial, manos grandes y bastas, de inocente brutalidad. La fijeza de sus ojos durante el escalo a la cima no permitía adivinar sentimiento alguno: sólo brillo, fiereza, inescrutabilidad. Le socorrí con largueza y nos citamos el día siguiente en el Square para entonar nuevas preces.

Lajdar se había alistado en el ejército francés durante la guerra de Argelia. No obstante su condición de harqueño, no había regularizado a tiempo el expediente de nacionalización y, como Mohamed, se hallaba en trámite de expulsión tras una leve condena por robo. No contaba con la asistencia de ningún letrado ni parecía advertir que el período de recurso al fallo había concluido. Como si presintiera la precariedad de nuestra devoción parisiense, le llevé a retratarse en un fototipo del cine Luxor de Barbes.

Le busqué un abogado, pero la justicia se me adelantó. Una tarde, al acudir al café en el que nos habíamos citado, un amigo suyo —un panadero de Berkán que exhibía de muestra, tarde y noche, su barra tiesa y amazacotada en las capillas del bulevar—, me comunicó que había sido pillado en una redada policial y transferido al centro de detención de la Cité. Intenté un aplazamiento de la ejecución de la sentencia mas no lo conseguí. No pude cosa sino encomendar al policía de guardia un bolso con una muda de ropa y una carta con las señas de la Obra.

La respuesta llegó desde su pueblo natal de Teñirá, en el vilayato de Sidi Bel Abés. La misiva, dictada a todas luces en un árabe tosco y traducida a un francés barroco por un escritor público, evocaba «momentos exquisitos de placer inaudito», desgranaba un collar de floridas declaraciones de amor y concluía con un sorprendente —tratándose de mí— «beso sus hermosos ojos negros».

(Durante medio rosario de años, recibí numerosas variantes de este modelo epistolar, tanto de Francia como de Marruecos y Argelia. Las fórmulas, a menudo idénticas, parecían copiadas de algún manual popular de cartas de amor y amistad.

Cuando fui enviado a Nueva York a predicar con el ejemplo, recibí la visita de un colega norteamericano a quien había conocido en Tánger a través de amigos comunes. Su santo —un tetuaní que fingía con él la gran pasión y le había presentado a su supuesta hermana, en realidad una atractiva muchacha de la vida, a fin de introducirla en la villa que los dos compartían y acostarse a escondidas con ella—, le escribía cartas en un español fonético, que yo me esmeraba en traducir. Recuerdo sus hondos suspiros al trasladarle al inglés el «amor mío de mi vida» y otras frases por el estilo. Las misivas concluían siempre con acuciantes peticiones de ayuda. El norteamericano me preguntaba: do you think he loves me so strongly as he affirms? Yo me escabullía como podía o le engañaba piadosamente: me parecía cruel desencantarle de amor tan enardecido. En una ocasión le pidió mil dólares para el visado y el billete de avión Tánger-Nueva York. Yo sabía que le mentía —el visado era inaccesible a un hombre sin oficio ni otro beneficio que los giros postales de su «amor»— y, semanas después, el enamorado se presentó en la sede de la Misión con el alma partida: el tetuaní no había cumplido con sus promesas de viaje, había sufrido diversas catástrofes y exigía más pasta. Me dejó entre sollozos y no supe nada de él sino años más tarde: criaba malvas en algún cementerio tras la irrupción y el calvario del monstruo de las dos sílabas. ¡Dios tenga piedad de su alma!)

A comienzos del 67 me embarqué en el bimotor de Alicante a Orán. Lajdar me aguardaba en el aeropuerto: vestía una vieja chilaba y tenía las palmas de las manos teñidas con alheña. Yo le llevaba un buen surtido de ropa: camisas, pantalones, cazadoras, incluso alguna de aquellas corbatas que le gustaba lucir, con su rústica y personal elegancia. Fuimos al hotel Royal mas no pudo inscribirse en el registro de huéspedes: las autoridades le denegaban el documento nacional de identidad en razón del estigma de harki a sueldo de los franceses. La única solución, pactada con el conserje a cambio de una propina, consistía en permitirle subir a mi habitación antes del desayuno y orar con rapidez. Aunque el apremio y el maridaje furtivo tienen su aliciente, pronto me cansé del juego: busqué y encontré una casita de una planta, de estilo inconfundiblemente español, destartalada pero con un gran lecho. Allí pasé unos días con el futuro Tarik de la novela de mi aplicado y sagaz copista, colmado de tanta porfía junta, del fulgor e incandescencia de los credos y jaculatorias. A menudo he lamentado mi total incapacidad de dibujante o pintor: la imposibilidad de componer en una tela o cartón las decenas, centenares de esbozos que me inspiraba su estampa recia y curtida. Lajdar pulía y acrecentaba la pugnacidad de sus obras hasta convertirse en el instrumento, firme como un espolón de acero, de la santidad que yo predicaba.

Alquilé un 4L para viajar a su pueblo natal. Allí vivía su tío, ex combatiente del Ejército Nacional de Liberación, y a la sazón o desazón director de una «granja socialista» expropiada a algún colono. Nos acogió con cordialidad e invitó a un alcuzcuz con los demás varones de la familia. Luego me dio a entender que su sobrino no tenía futuro en Argelia: puesto que su madre era uxdía, ¿por qué no se buscaba la vida en Marruecos?

Emprendimos un largo periplo en autocar: la Biskra de Gide (con sus buganvillas y palmeras, aunque descaecida y mustia), Bu Saada (cuyo famoso barrio de casas llanas de las Ulad Nail acababa de ser demolido a piquetazos), Tugurt, Ghardaia, El Golea. Las emociones íntimas, estéticas, que me procuraba el recorrido del Sáhara en santa compañía tardaron años en decantarse pero fecundaron la escritura de mi alter ego a lo largo de la siguiente década. En El Golea, después de las preces canónicas, Lajdar salía del hotel a dar una vuelta y regresaba a medianoche con los ojos brillantes y el bigote enhiesto, como un gato feliz después de un fructuoso merodeo. El mozo de la recepción me reveló inocentemente el secreto: pourquoi ríallez-vous pas au bordel avec votre ami? Enfrentado a la verdad, Lajdar se sinceró conmigo. Como jamás he intentado emular en devoción con las beatas del otro sexo, le seguí la misma noche, tras las vísperas, al convento de monjas del oasis.

Recuerdo la amplia terraza al aire libre, con música y baile de las pupilas. Un travestido —el único que he visto a lo largo de mi apostolado en Argelia—, advirtió mi origen nesrani y se acercó a platicar conmigo en un francés amanerado: ¡había sido la novia de todo un señor coronel y mascota de una compañía de la legión! Lajdar me presentó a su preferida y, tras una serie de conciliábulos en árabe de los que apenas capté un par de palabras, nos acomodamos los tres en una celda austera con dos catres y una jofaina de agua. El Señor fue testigo de cuanto vi y obré. No sé si fue en El Golea en donde contraje el mal francés que me condecoró el cuerpo entero dos meses más tarde, durante una breve misión en Tunicia.

(¡Dios castiga justamente a Sus criaturas cuando se alejan del camino que Él traza!)

En 1968 —no puedo precisar la fecha exacta—, la carta dictada por Lajdar llevaba un sello con la figura de Hassan II. Según deduje de su lectura, el consulado marroquí en Tremecén le había concedido un salvoconducto y había cruzado con él la frontera para trasladarse al pueblo de su familia materna, en la carretera de Buarfa y Figuig. Cogí en cuanto pude un avión con destino a Uxda, me reuní con Lajdar en el aeropuerto cercano a la aldea natal de Mohamed y alquilé un taxi para ir a la suya. Allí pasé la noche, en una habitación diminuta, mientras él cumplía su débito con una muchacha tímida y reservada: su silenciosa mujer. Me acuerdo que toda la familia se congregó a mi alrededor cuando me afeitaba con la ayuda de un cuenco de agua y un espejo de bolsillo. Mi curiosidad por conocer a la recién casada y las circunstancias de la boda quedó insatisfecha. Nadie hablaba francés en la aldea fuera de las frases habituales de cortesía.

Volvimos a Uxda con el propósito de pasar allí unos días, pero la policía recabó la presencia de Lajdar en la recepción del hotel para llevarle a comisaría e interrogarle sobre los indicios de sus gracias secretas. Él negó la santidad de sus obras y le soltaron. El día siguiente, incomodado por las trabas administrativas al cumplimiento de mi misión, viajamos a Tánger. La sede de la Obra en la Rué Moliere acogió a un nuevo huésped: hubo otro breve pero intenso período de dicha y fervor.

Medineábamos por la ciudad en la que mi insaciable colector de datos sitúa el marco de su putativa novela, diseñaba planos de los trayectos, anotaba los rótulos de las plazuelas y callejones. Mis viejos conocidos —colegas o no— parecían intimidados por la presencia de aquel mozallón bigotudo con pinta de gendarme o monitor del ejército. Mi guardaespaldas, siempre parco en palabras, predicaba con trabajos y ejemplos y, después de las preces de rigor, en prueba de su buena disposición a nuevos y meritorios ejercicios, mantenía enhiestas la guardia y el asta de la bandera. Varias instantáneas lo muestran en la calle o los restaurantes que frecuentábamos: moreno, fuerte, gallardo, de ojos nocturnos, ardientes como brasas.

Repetimos dos veces los sursum corda en el oratorio de Tánger. Entre homilía y sermón le compraba ropa y calzado para su numerosa familia, a la que procuraba mantener en la medida de mis medios. Le seguí enviando giros a su pueblo, como hacía con Mohamed, hasta que la voluntad del Señor me condujo a nuevas y absorbentes tareas. Con remordimientos de conciencia —mas, ¿cómo dar abasto al gran número de almas ardientes y ansiosas de curación?—, dejé de responder a sus cartas.