Mohamed

Natural del país de los Beni Snasen, cerca de la frontera marroquí con Argelia. Le conocí en Barbés en abril de 1963: es el personaje descrito en el capítulo V de En los reinos de taifa, obra de mi amigo y discípulo barcelonés, padrastro y no padre de su autobiografía novelada, compuesta con retazos de mis diarios y glosas al pie de página.

Mohamed reunía en su persona los atributos y gracias de un santo: robusto, de estatura media, y aunque de piel blanca sin vello, lucía un espeso bigote negro del que se servía diestramente al besar. La naturaleza fue generosa con él tocante a sus prendas: su mano de almirez enhestaba al menor roce su gloria como el viril de la custodia en manos del oficiante, incluso durante el sueño. Recuerdo algunas noches de llama intensa cuando, después de las preces, escuchaba el ritmo pausado de su respiración y disponía a voluntad, con mi inmediatez corporal, de la instantánea rigidez de la columna central de su templo. Viajamos juntos, con el aval de la Obra, primero a Hamburgo y luego a Amsterdam. Allí me propuso enviar una postal con su firma a D. M., un célebre y almibarado cantor de la época, de lo que deduje que fue socorrido con su fogosidad. Fuera de esta y alguna otra incursión con un devoto del cilicio y la mortificación de la carne, sus preferencias le orientaban al otro sexo. Fue, como muchos compatriotas suyos, un santo pasajero, cuyo sincero fervor conmigo revistió a todas luces un carácter excepcional.

Solía acompañarle los domingos a los cafés de Barbes —¡lugar de predicación ideal en tierra de infieles!— y, gracias a él, descubrí la voz ronca, no sé si vaginal o aguardentosa de Chija Rimiti, convertida veinte y pico años más tarde en «madre del rai». Rondaba entonces la cuarentena, saludaba con la mano tintada de alheña y prendía en el escote de su vestido los billetes de sus admiradores, asiduos, como yo, del local.

La audacia seductora de mi amigo rayaba en la temeridad. Había cautivado con su incansable ardor a una compatriota casada, y en el mismo café en el que disfrutábamos del arte de Chija Rimiti y de otros cantantes de Uxda, Tremecén y Orán, se las ingenió para colarse con ella en los lavabos del sótano mientras yo entretenía al marido con una edificante conversación espiritual que debió calar en su alma pues no se percató de la ausencia simultánea de los amantes. Fueron unos minutos tensos en los que, sin perder de vista el hueco de la escalera, alcancé a entretener al perdedor con mi floresta de consejos y máximas hasta el regreso por separado de la pareja. Ella sonreía, con las mejillas encendidas por el fervor de los rezos y Mohamed me premió a la salida con el alborozo de quien acaba de acceder al edén, al júbilo de la unión transformante: tu es un vrai frére, je veux passer toute la nuit avec toi!

Como carecía de domicilio fijo, le busqué alojamiento primero en una chambre de bonne que había servido de refugio a un croata numerario de la Obra, luego en otra cercana al Square d’Anvers y finalmente en los bajos de un edificio que compartía con uno de sus hermanos, recién venido de su tierra. Pese a su manifiesta y acrisolada virtud, vivía en barraganía con Aicha, una argelina divorciada y madre de dos hijos. Aunque he aceptado siempre estos desvíos con comprensión y caridad cristianas —el De periculo familiaritatis vel mulier prueba sin lugar a dudas que el Doctor Angélico lo escribió por directa iluminación del cielo—, nuestra piedad empezó a malograrse: informada de la índole de nuestras preces por un compatriota con quien había rezado a dúo algunas jaculatorias y que se vengó así de mi posterior desinterés por él, Aicha le prohibió todo contacto conmigo y debíamos conjugar a hurtadillas los tiempos del verbo en algún hotel de Pigalle. Obsesivamente celosa, era adicta además al bureo y al trago. Según me enteré por terceros, reñían a diario y armaban alboroto en los cafés de Barbes: en una ocasión, ella le denunció a la policía por malos tratos y Mohamed dio con sus huesos en la comisaría del distrito. Como se refiere en la autobiografía remendada de mi amigo, Mohamed se hallaba en trámite de expulsión y, a causa del veto de Aicha, mis tentativas de ayuda tropezaban con insalvables obstáculos.

Poco a poco, quizá por su desordenada vida, empeño simultáneo y porfiado con personas de un sexo distinto, falta de sueño y abuso del alcohol, su santidad incentiva y enérgica descaeció. Apuraba aún su pócima amarga, pero el Señor, Misericordioso Curador de nuestras congojas, me inspiró el afán de probar nuevos y portentosos medicamentos al servicio de mi vicaría apostólica.

En 1965, durante un año de recogimiento meditativo en una residencia de la Obra, Mohamed fue expulsado del territorio francés. Gracias a la intervención de mi abogado conseguí que revocaran la orden y autorizaran su regreso a la antigua metrópoli pero, contrariamente a sus promesas, volvió a convivir con Aicha, una de esas grandes perturbadoras de la paz de todos los santos del calendario católico. A mi vuelta a París en el verano de 1966, me consagré con celo a mis misiones de predicación y proselitismo: socorrí a numerosas almas ansiosas de plenitud y caldeo hasta su perfecto vaciado y curación. Mantenía el afecto a Mohamed mas el fulgor de su llama descaeció gradualmente como todas las cosas en nuestro bajo mundo (¡Sólo Dios es eterno!).

Cuando fui a evangelizar a Nuestra Señora de la Puebla de Los Ángeles en California, me enteré de su segunda y definitiva expulsión. De vuelta a Europa, tras una visita al fundador y guía de la Santa Obra, decidí ir a verle a su país y me recibió en la aldea, rodeado de su dulce y recatada mujer y una cáfila de hermanos e hijos con quienes sólo pude comunicarme por señas. Había retornado a los ritos y costumbres de sus antepasados, participaba con el traje tradicional en las exhibiciones ecuestres, corría la pólvora con los jinetes y acudía los viernes a los rezos de la aljama.

(Aún me reuní con él en la Ciudad Roja y en su tierra. Todos los miembros de su familia vivían del contrabando de dinares argelinos y los cambiaban en Uxda por un tercio de su valor.

Las llamadas telefónicas de cobro revertido cesaron a comienzos de los ochenta, cuando había enviudado y se quejaba de su mala salud. No he vuelto a saber de él ni sé si está vivo o muerto. ¡Ojalá el Señor lo guarde a Su vera en la Mansión de los Justos!)