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Acababa de escribir en mi diario the morning passed as usual, I was in the office, con la reflexión desengañada, después de una de mis fatigosas correrías nocturnas por Panams y el bar Cádiz, de

My resolution to control myself and change held good for two weeks at the very most

cuando me sorprendió el aviso de Pepe: hay una llamada telefónica de un señor francés que pregunta por usted.

Se encendió al punto la lucecita roja del peligro. ¿No sería el farragoso traductor de los cien mejores poetas resistentes de la península que con cruel impavidez perpetraba sus versos en las sábanas impresas de Les lettres françaises? Yo trataba de redactar unas notas sobre los méritos y deméritos del traductor/traidor Ezra Pound y estuve a punto de eludir la llamada. La resaca físico-moral de la víspera, tras la sólita reunión semanal con la tribu tabacalera no me predisponía a escuchar inepcias sobre los poetas de León o el numen de Gabriel Celaya. La resignación a su porfía dialéctica y verdades de tercera mano me indujo no obstante a ceder.

«¿Con quién hablo?»

«Le pére de Trennes»

(¿Era de Trennes o d’étrennes? El día de año nuevo, ¿no había quedado atrás?)

«Quelle langue vous préférez? L’anglais, L’italien, L’espagnol…?

«Just the one you feel better with.»

«I am a cióse friend of María Zambrano and Gustavo Duran. Gustavo gave me your phone number when I met him last week in Rome.»

«Are you translator at the Food and Agriculture Organization?»

Hubo una breve risilla, como de colegial travieso.

«Oh, no! I’m a priest! Le pére de Trennes! Pero he traducido a Kavafis en mis ratos de ocio, así que no anda usted errado del todo. Si dispusiera de algún ratillo libre, me agradaría tomar un café con usted.

Le cité en casa el día siguiente, tras cerciorarme de que Gabriel y Cucú estarían conmigo. They were both so puzzled as myself. Un religioso políglota y traductor de Kavafis no es pan de todos los días, al menos en nuestra menesterosa España. Aplacé así la visita a uno de mis sobrinos que había enfermado de escarlatina.

Esperábamos, o mejor dicho, esperaba yo la aparición de un sacerdote en traje talar, con todos los atributos y arreos del oficio y su condigna santidad. En su lugar, Pepe introdujo en salón a un hombre de una cuarentena de años, vestido de ejecutivo, con algo de esa incomodidad y envaramiento propios de los celadores de las misiones evangélicas que en Oxford ejercen su apostolado de puerta en puerta. Pero era una primera y falaz impresión desmentida pronto por una muy concertada conjunción de detalles: el pelo largo y undoso, el halo de perfume o loción de afeitado, el foulard de marca, los zapatos de esbeltez italiana, los calcetines de seda. Una discreta cruz de oro adornaba la pechera inmaculada de su camisa.

Se presentó con florida modestia: aunque sacerdote de rito oriental con la encomienda papal de llevar a la Virgen de Fátima a Rusia, era miembro de la Santa Obra y residía de ordinario en Ai Monti Parioli. Pero gozaba, se apresuró a añadir, de un estatuto especial. Su condición de lingüista —experto en griego clásico y arameo— le había convertido en una especie de embajador itinerante de la Prelatura Apostólica en el Oriente Próximo.

«Tanto Gustavo como María me han hablado muy elogiosamente de usted.»

Se expresaba en el tono algo guindé de quien, con cautela, se esfuerza en pasar un examen. Pero ¿formábamos acaso, Gabriel, Cucú y yo, un tribunal religioso o universitario?

«¿Qué piensan sus superiores de una republicana tan notoria como María Zambrano?», preguntó Gabriel.

«La Obra deja a sus miembros una entera libertad personal en asuntos que no tocan el dogma.»

«¿Incluso para traducir a un poeta como Kavafis?»

«Why not? He was a lovely man who loved lovely boys!»

«¿Reside usted en el Colegio Mayor Monterols?»

«No. Yo me muevo por mi cuenta. He alquilado un piso modesto en San Gervasio.»

(Cuando más tarde fui a verle, me hizo pasar a un saloncito de aire inconfundiblemente burgués de los sesenta, con su tresillo tapizado de verde, mesilla de mármol con revistas de consultorio médico, moqueta gris y lámpara de cristal de cuatro brazos. Todo respiraba allí convención, riqueza huera: armario y alacena bien provistos, pulcra adustez de imágenes y crucifijos, devoto afán de las benditas mujeres de la limpieza o numerarias auxiliares, como las llamaba el Padre. Sobre la mesa de su despacho, junto al Kempis de nuestro tiempo, se erguía con todo la estatuilla de un efebo griego.)

Gabriel, Cucú y yo andábamos intrigados, con una curiosidad aguijadora y un tanto perversa por los rebozos y conchas del personaje. ¿Entendía? Desde luego que sí o, como recordé yo citando a Lorca, estaba perdiendo el tiempo. Sus maneras suaves y unción religiosa se entreveraban con risillas y un fugitivo estremecimiento culpable del que teme mostrar la cola y procura recatarse. Lo de Kavafis y los adolescentes helenos parecía más trinchera que confidencia. II avouait peut-étre les télégraphistes pour ne pas parler des facteurs!

Le invité otra tarde a tomar unas copas con Jaime Salinas y Han de Islandia. Él aducía, como si presintiera el peligro, una cita inexcusable con un próximo a don Flavio pero acabó por ceder.

«¿Chartreuse, Benedictine?»

«Mis tías, que en paz descansen, llamaban a eso un chupito. No sé bien si se trataba de un digestivo o de anís.»

«Escoja usted entre las botellas de la licorera. Pepe, sirve al señor.»

El pére de Trennes, tras un breve discreteo, se apuntó al gin fizz.

«Cuidado, no se le vaya la mano con la ginebra porque me pone piripi», advirtió.

Éste era precisamente mi propósito, ponerle piripi, como él decía, y salir de bureo en su santa compañía por los bares de La Rambla y Escudillers. Jaime se encargaba de llenarle el vaso vacío y con cazurrería de pagessos, le tirábamos de la lengua.

¿Era cierto lo que contaba Carandell, en su obra aún inédita por culpa de doña Censura, sobre la vida y milagros del Padre?: ¿sobre sus apariciones carismáticas en Cadillac negro y afición de nouveau riche a dar audiencia en salones con paredes forradas de seda, arcones de esmaltes, vitrinas de marfiles chinos, lámparas y relojes de bronce, biombos coromandel, escudos de armas? ¿Cómo se las agenció para obtener el muy noble marquesado de Peralta? Lo de la doncella que, arrodillada, depositaba sobre la mesa una bandeja de plata con la correspondencia mientras Monseñor se desayunaba con su habitual frugalidad, ¿respondía a un hecho real?

«Uy!», decía el pére de Trennes. «¡Todo son habladurías de chismosos y resentidos! ¡Faena de comadres! Las consejas de sencillez y humildad del Padre desmienten esas alegaciones malignas.»

Pero los gin fizz surtían efecto y, a la llegada de Cucú y Colita, el pére de Trennes aceptó bailar un pasodoble con ellas. Era Paquito chocolatero, que yo escuchaba de niño en La Nava, durante las fiestas del pueblo. Me gustaba ponerlo a veces en sordina, como contrapunto a la traducción de Eliot o, en compañía de algún chico guapo, en el juke-box de Panams. Un quinto o sexto sentido (¡más bien el inevitable sexto!) me adelantaba que la noche iba a ser memorable y lo fue. Una súbita excitación se había adueñado de todos, como si cada uno de nosotros hubiese asumido la profunda verdad de estos versos de Verlaine

N’as tu pas fouillant en les recoins de ton ame

Un beau vice á tirer comme un sabré au soleil?

Subí ex profeso el volumen del altavoz (mis padres dormían fuera y Pepe se había retirado con tacto). Los compases del pasodoble elevaban gradualmente la temperatura afectiva: el respetable salón familiar parecía más bien un real de feria o encierro taurino. Colita embestía briosamente el foulard de Cucú y ésta se había agenciado un par de abanicos de la vitrina y se servía de ellos como banderillas. Luego, el pére de Trennes pasó a ser el Miura. ¡Una colcha roja!, gritó Han. Fui a buscar una de un rosa desteñido y se la pasé a Colita. El buen Padre rascaba la alfombra con sus elegantes pezuñas antes de entrar al trapo. Cucú le azuzaba con rugidos de leona en celo. Nuestro novillo de casta no temía al ridículo. Enrojecido y algo despechugado, actuaba conforme al guión con furia de poseso. Paquito chocolatero nos enfebrecía: nada más excitante que su crescendo bien arrosé con ginebra. Al cabo de unos minutos nos sentíamos agotados. El pére de Trennes se puso sobre los hombros la colcha rosada y preguntó: «¿Qué tal estaría yo de bailarina?» «Requetebién», dijo Colita. Intentó unos pases de baile, pero no pudo. El gin fizz puntualmente servido por Jaime le había dado la puntilla. Estaba borracho y empezó a cantar:

Salta, corre, vuela,

mi fiel borriquillo con garbo y con sal

Qué más da que en el camino

haya punzantes espinas

si sé que rosas habrá.

¡Qué más da!

¡Qué más da!

(Era una de las gaiticas que solían cantar sus «colegas», en el sentido que, según Juan G., tiene ese término en el árabe dialectal de Marruecos.)

Lo embarcamos sin resistencia en nuestra comitiva

de dos taxis hasta las playas de arena movediza del Panams. Allí le servimos aún dos rondas más de su bebida favorita y le presenté a un chulo bien vestido y con modales de alumno de colegio de pago. Pero mi celestineo no funcionó. El pére de Trennes no mostró ningún interés por el mozo. ¿Le gustaban quizá los adolescentes como al poeta que traducía o los maromos de bigote con cara de guarda jurado? En el local no había ejemplares ni de unos ni de otros. El misterio subsistió aunque, como dijo luego Gabriel, ce qui est sur c’est que s’il joint les mains pour prier, il entrouvre au méme temps autre chosel

Lo que ocurrió después a las tantas lo rememoré horas más tarde en plena resaca. Me fui al hotel Cosmos con el muchacho menospreciado (buen profesional, pero sin convicción profunda) y Jaime y Han de Islandia escoltaron al pére de Trennes a su piso de San Gervasio. Tuvieron que ayudarle a salir del taxi: le había entrado hipo y sollozaba histérico; That is quite finished! Never more! Mon Dieu, quelle déchéance! Hubo que abrirle la puerta (no daba al parecer con la cerradura), disolver dos Alka Seltzers en un vaso de agua y acomodarlo en la cama.

Al redactar estas líneas me acordé de unos versos de Kavafis, traducidos probablemente por el Padre:

And how dreadful the doy when you give in (the day you let yourselfgo, and you give in).