Ámsterdam
Cristina había visitado por última vez Oude Kerk, la iglesia más antigua de Ámsterdam, para asistir a un concierto de la Academy of St. Martin in the Fields, gracias a unas entradas que Gerrit le había regalado por su cumpleaños.
Debido a un capricho de la historia, el templo en el que Rembrandt había rezado y bautizado a sus hijos, está confinado dentro del barrio chino. En Oudekerksplein, la plaza que rodea a la iglesia, numerosas prostitutas ofrecen sus servicios desde las ventanas. El ayuntamiento lleva años presionando a los dueños de los burdeles para que trasladen sus establecimientos, a fin de permitir la instalación de tiendas y restaurantes.
En un par de semanas, esa plaza y los canales adyacentes se llenarán de gente para celebrar el cumpleaños de la reina Juliana y homenajear a la monarquía holandesa. Cada 30 de abril, durante Koninginnedag, los ciudadanos de Ámsterdam se visten de color naranja y se entregan a la compraventa de objetos de segunda mano en los mercadillos, ocasión que Cristina suele aprovechar para comprar piezas de recambio para sus bicicletas.
Los invitados a la boda se agrupan a la entrada de la iglesia. Algunos de ellos le lanzan a Cristina miradas furtivas. Lleva un vestido de gasa negro, un fular rojo sobre los hombros y unos pendientes de perlas que habían pertenecido a su madre. Los zapatos de tacón, a los que no está acostumbrada, la están matando.
En ese último mes han sucedido muchas cosas y Cristina se ha sometido a varias pruebas. Hace casi cuatro semanas desde que Branislav Kijic apareció asesinado en un almacén de Hendrikkade, y sólo unas horas desde que la policía egipcia detuvo al doctor Masri cuando intentaba abandonar el país, después de que el Ministerio de Sanidad egipcio ordenase cerrar la clínica Heliópolis.
La inspectora ve acercarse al comisario Van Sisk, acompañado por un joven de unos veinticinco años con el pelo corto, la barba mal afeitada y un traje que parece rescatado de un mercadillo. A diferencia de su acompañante, el comisario luce un traje gris que parece cortado por un sastre de Savile Row.
—Estás espléndida —le dice el comisario.
—Gracias.
—Éste es Bram. Su padre, un gran amigo mío, fue uno de los mejores policías de Ámsterdam.
Cristina le tiende la mano para saludarlo, pero el joven no acerca la suya.
—Es verminófobo —explica el comisario—. Tiene miedo a los gérmenes.
La inspectora mira al joven con curiosidad, como si acabara de emerger de un canal vestido de submarinista.
—Bram ha obtenido las mejores calificaciones en la Academia de Policía. El lunes empezará a trabajar con nosotros en la brigada de homicidios.
—Menos mal que los criminales son muy limpios —dice Cristina—. En fin, bienvenido a la brigada. Ya nos iremos viendo.
—Os veréis frecuentemente, porque Bram será tu nuevo ayudante.
Las conversaciones circundantes se apagan en la mente de Cristina.
—¿Qué has dicho?
—Que será tu nuevo ayudante.
—Bram, ¿te importa dejarnos a solas un momento?
El joven intercambia una mirada con el comisario y desaparece en dirección a la iglesia.
—¿Cómo puedes tomar una decisión así sin consultarme? —le reprocha a su jefe.
—Los tiempos en los que trabajabas sola se han acabado.
—¿Desde cuándo?
—Desde que tu cabezonería ha estado a punto de costarte la vida —dice el comisario, expulsando un raudal de saliva.
—¿Y va a protegerme alguien con miedo a los microbios?
—Alguien debe formarlo.
El comisario tiene las hombreras del traje llenas de caspa. Cristina hace un esfuerzo para no sacudírselas delante de todo el mundo.
—¿Y por qué tengo que hacerlo yo?
—Porque eres la mejor inspectora de la brigada y porque puede llegar a ser un gran policía, como su padre. Sólo espero que no copie tu testarudez.
Cristina piensa que es inútil oponerse, pero tal vez pueda sacarle partido a la situación. Una vieja costumbre siciliana, inmortalizada en la película El Padrino, dictaba que un padre no podía denegar un favor solicitado durante la boda de su hija. Aunque Van Sisk no tiene trazas de siciliano, tampoco puede ponerse a gritar delante de sus invitados.
—Con una condición —dice la inspectora.
—¿Una condición?
El chorro de saliva está a punto de alcanzarla.
—Si realmente quieres que convierta al hijo de tu amigo en un buen policía, en vez de hacerle la vida imposible…
Van Sisk lanza un suspiro.
—¿Cuál es esa condición?
—Que le des a Lisa un trabajo a la altura de sus capacidades.
—¿Has olvidado que tiene parálisis en un brazo?
—Por eso vas a nombrarla agente especial.
Van Sisk pone una cara como si acabase de encontrar a un desconocido en su bañera.
—Ese rango no existe en la policía holandesa.
—Pues te lo inventas —insiste la inspectora—. Lo que Lisa necesita es que se reconozca su trabajo. Y a la brigada de homicidios le vendrá muy bien disponer de ella a tiempo completo: es una magnífica investigadora.
El comisario acaricia un pilar de la iglesia con los nudillos. Un amago de sonrisa aflora en sus labios.
—Está bien —dice Van Sisk—. Hablaremos de ello el lunes.
—¿Eso quiere decir que sí?
—Quiere decir que Lisa es afortunada de tener una amiga tan cabezota como tú.
Cristina piensa que es ella la afortunada de tener una amiga como Lisa, pero no dice nada. El comisario se aleja entre los invitados, en dirección al canal próximo a la iglesia.
Al mirar hacia Oudekerksplein, Cristina ve aparecer a Gerrit. ¿Qué demonios pintaba allí? Lleva el pelo engominado y va vestido de chaqué: no hace falta ser Sherlock Holmes para deducir que no ha ido a escuchar el órgano de la iglesia. Algunas invitadas giran la cabeza cuando pasa a su lado.
—¿Qué haces aquí? —le pregunta Cristina, maldiciendo por enésima vez sus zapatos de tacón.
—Me ha invitado tu jefe. ¿Por qué no me has pedido que te acompañara?
Cristina no responde. Gerrit la mira fijamente, intentando descifrar algún matiz oculto en su rostro.
—Tengo algo importante que decirte.
—¿Qué? —pregunta Gerrit.
—He decidido adoptar a Amin.
Ahora es él quien se queda un rato en silencio.
—¿Cómo vas a ocuparte del niño?
—No será fácil, pero me las arreglaré.
Cristina mira a su alrededor. Los invitados han empezado a desfilar hacia el interior de la iglesia.
—He oído que los matrimonios tienen preferencia a la hora de obtener niños en adopción —dice Gerrit.
Cristina se ha informado en las últimas horas sobre la legislación holandesa en materia de adopción. Aunque los matrimonios con una buena posición económica tienen preferencia a la hora de adoptar, la ley permite que una persona soltera lo haga, siempre que haya convivido con el niño durante al menos tres años. Considerando los acontecimientos de las últimas semanas, confía en que el juez acepte su solicitud.
—¿Qué quieres decir con eso de «los matrimonios»? —le pregunta Cristina.
—¿No está claro?
Claro que sí, pero quiere oírlo de sus labios.
—Te estoy pidiendo que te cases conmigo —dice Gerrit.
—Pues vaya forma tan poco romántica de hacerlo…
—Si quieres nos vamos a París y te lo pido en la Torre Eiffel.
Cristina le acaricia la mejilla con el dorso de la mano.
—Además, el hecho de que sea varón me convierte en un experto —añade Gerrit—. Los niños son más conflictivos que las niñas y necesitan una figura masculina a su lado. Bueno, tú tampoco debiste de ser una niña fácil…
Cristina lleva unos días reflexionando sobre la conversación que había mantenido con Gerrit, horas antes de dispararle a Hussein Alaoui. La respuesta de él a la pregunta de si deseaba tener otro hijo le había hecho ver que Gerrit no quería adoptar a Amin: deseaba tener una niña con bucles dorados y los rasgos de Cristina; por encima de todo, deseaba que tuviese su propia sangre. Aceptaría a Amin como una imposición de ella, y eso acabaría volviéndose contra ellos como un bumerán. Y el niño pagaría las consecuencias.
—Necesito hacer esto sola, Gerrit.
—¿El qué?
—Adoptar al bebé.
—¿Y por qué no podemos hacerlo juntos?
Tal vez no esté siendo justa con él. Tal vez tenga miedo de dar un paso adelante en su relación y esté utilizando al bebé como excusa para alejarse, para proteger su independencia. Le viene a la memoria una escena de El sueño eterno, de Howard Hawks. Tras resolver los múltiples homicidios ocurridos a lo largo de la película, Humphrey Bogart le preguntaba a Lauren Bacall cuál era su problema, a lo que ella respondía: «Uno que tú no puedes solucionar». Curiosamente, aquella escena había sido rodada seis meses antes de que los dos actores contrajesen matrimonio en la vida real.
—Si no lo entiendes, yo no puedo explicártelo —dice Cristina.
Gerrit la mira como un arqueólogo que acabase de descubrir una ciudad abandonada en medio de la selva.
—¿Conseguiré hacerte cambiar de opinión?
—No lo creo, pero puedes intentarlo.
Los demás invitados ya han entrado en la iglesia. Los novios tienen que estar a punto de llegar.
—¿Qué nombre le pondrás al niño?
—Peter, como mi padre.
Gerrit la mira con sorpresa.
—Tal vez soy yo el que tiene Alzheimer. ¿Tu padre no se llama Danny?
—Es una larga historia.
Gerrit abre la boca para decir algo, pero se queda callado. Le ofrece el brazo a Cristina y entran juntos en la iglesia. Caminan por las losas bajo las que están enterrados algunos ciudadanos ilustres de Ámsterdam. Los otros invitados se vuelven para mirarlos, con una mezcla de envidia y admiración. Hacen una pareja perfecta. Demasiado perfecta, piensa Cristina.
Amin Samir no se había cruzado en su destino por casualidad, sino porque no podía suceder de otra forma.
No será fácil criar al niño y trabajar al mismo tiempo, pero saldrá adelante. Cuando deseas algo realmente y pones todo tu empeño en conseguirlo, nada puede hacerte fracasar.