El Cairo, 1993
Tras ser detenido por la policía, Abd-el-Aziz pasó varios meses en la prisión de Tora Mazraa. Durante ese tiempo, fue torturado en repetidas ocasiones para hacerle revelar los nombres de seguidores del sheyj Gaber. Si no hubiese sentido tanta amargura por la pérdida de Asmaa, si le hubiese quedado algo por lo que luchar, tal vez no habría dado a sus torturadores el nombre de su medio hermano Ahmed y el del padre de Asmaa.
Ocho meses después de su detención, cuando ya no tenía nada más que contar, la policía secreta le permitió salir de la cárcel, a condición de que trabajase para ellos. Tras su confirmación como agente del SSI, se enteró de que su medio hermano Ahmed y el padre de Asmaa habían sido detenidos a raíz de su delación: Ahmed había muerto durante el interrogatorio —su cadáver fue arrojado a las aguas del Nilo— y Hamid Samir había perdido la vista a causa de una paliza.
Abd-el-Aziz salió de la prisión de Tora Mazraa un día caluroso del mes de agosto. Pasó varios días merodeando por El Cairo, durmiendo a la sombra de las palmeras y dejando pasar el tiempo en los cafés. No tenía valor para regresar a Imbaba.
Su primo Faruq, que seguía vendiendo cebollas en el mercado de Misr Touloun, le informó de que Asmaa se había casado con un sastre que tenía su tienda en la plaza de Muneera. Abd-el-Aziz siguió durante varios días los movimientos del viejo Abbas: cuándo salía a tomar té, cuándo iba a rezar a la mezquita, cuándo cerraba su establecimiento o volvía a casa al concluir la jornada.
Abbas vivía en un callejón estrecho, en una casa con un patio sombreado por una palmera cargada de dátiles. Una tarde, sabedor de que el sastre estaba en su comercio y no podría importunarlo, Abd-el-Aziz llamó a la puerta de su casa. Cuando Asmaa le abrió, se miraron un buen rato sin decir nada. Asmaa le hizo una seña a Abd-el-Aziz para que entrase, pero no lo invitó a pasar al salón.
—Al final te casaste con el sastre Abbas.
Asmaa miró hacia otro lado. Las lágrimas empezaron a surcar sus mejillas.
—¿Por qué te fuiste sin decirme nada? —replicó ella—. Te estuve esperando.
—La policía me detuvo el día en que íbamos a escaparnos. He estado en la cárcel hasta ahora.
Abd-el-Aziz apoyó la espalda en la pared y miró a Asmaa con amargura. Había ganado peso y un polvo blanco ocultaba las manchas de su cara: parecía una persona distinta.
—Creí que habías cambiado de idea y no querías volver a verme. No tuve más remedio que casarme con el sastre Abbas.
El padre de Asmaa había conseguido su objetivo de mantenerlo alejado de ella. Por lo menos, había recibido su merecido.
—Ahora soy una mujer casada —dijo Asmaa, mientras se limpiaba las lágrimas con su galabiya—. No podemos volver a vernos.
Abd-el-Aziz intentó decir algo, pero un nudo le atenazaba la garganta. Para que Asmaa no lo viese llorar, se dio la vuelta y salió a la calle.
En los años siguientes no volvió a verla, ni siquiera después de que el sastre Abbas la repudiara debido a que había sido incapaz de ofrecerle un hijo.
Quince años después de su último encuentro, Asmaa llamó a Abd-el-Aziz desde Ámsterdam para pedirle ayuda. Y, una vez más, él incumplió su promesa de protegerla.