El Cairo, 1993
Aquel miércoles Asmaa fue a visitar a su padre, como solía hacer todas las semanas desde su matrimonio con el sastre Abbas.
El barrio de Imbaba empezaba a recuperar lentamente la normalidad tras el asedio al que había sido sometido por quince mil policías enviados para detener al sheyj Gaber y sus seguidores. Unos días antes de la intervención policial, el sheyj había afirmado, en declaraciones a la agencia Reuters, que Imbaba se había convertido en una república islámica donde regía la sharia. La respuesta de las autoridades egipcias no se hizo esperar.
Tras un mes de asedio y la detención de cinco mil personas, unos cuantos niños se aventuraron a atravesar el cerco de las fuerzas de seguridad para buscar comida. Los policías los siguieron hasta su escondite y, pocas horas más tarde, el sheyj Gaber fue detenido junto a algunos de sus más estrechos colaboradores. Muchos de ellos nunca regresarían a Imbaba.
Nadie supo que Abd-el-Aziz había sido detenido por la policía. La despedida de su madre y la desaparición de diez mil libras, que Hamid Samir guardaba bajo llave en un arcón, les hicieron pensar que el joven había huido con el dinero.
La boda de Hamid Samir con la madre de Abd-el-Aziz se celebró poco después del sitio policial, al mismo tiempo que la del sastre Abbas y Asmaa. Unas semanas más tarde, dos policías fueron a buscar al orfebre a su casa. Esa misma noche, durante un interrogatorio en la prisión de Tora Mazraa, Hamid Samir recibió una brutal paliza que le seccionó el nervio óptico. A la madrugada siguiente, un vehículo del SSI lo dejó tirado a la puerta de su taller, ciego aunque todavía vivo.
Seis meses después de aquellos hechos, el orfebre sufría frecuentes ataques de melancolía, alternados con momentos de rabia en los que destruía todo lo que estaba a su alcance. Su nueva esposa tenía que ayudarlo en todo, pues él se negaba a hacer uso del bastón que le había regalado su yerno, el sastre Abbas.
Ese miércoles, Asmaa abrió la puerta con su llave y subió por las escaleras del patio. Estaba embarazada de varios meses y cada vez le costaba más subir los escalones. Empujó la puerta y entró en la que antes había sido su habitación. Su padre estaba sentado en la mecedora: tenía el rostro lívido y aferraba en su mano izquierda un puñado de billetes. La madre de Abd-el-Aziz, de pie a su lado, miraba a Asmaa con ojos acusadores.
Sin darle la bienvenida, ni pedirle que cerrase la puerta, Hamid Samir se levantó de la mecedora y caminó a tientas hasta Asmaa. Cuando llegó a su lado, le palpó el rostro y le dio una fuerte bofetada.
—¿De dónde has sacado este dinero? —le preguntó el orfebre, agitando en el aire los billetes.
—Esas diez mil libras estaban en un cajón de tu armario —dijo la madre de Abd-el-Aziz, mirándola con frialdad.
Asmaa miró los billetes con nostalgia, como si perteneciesen a una vida que había dejado definitivamente atrás. Era el dinero que le había robado a su padre para escaparse con Abd-el-Aziz, y que no había podido devolver al arcón porque su padre había cambiado inmediatamente la cerradura.
—Por tu culpa, tu padre y yo hemos creído que Abd-el-Aziz era un ladrón —le dijo su madrastra, con una rabia mal contenida.
Hamid Samir empuñó el bastón y, antes de que su hija pudiese apartarse, le dio un golpe que la hizo caer al suelo. Asmaa se puso en pie, tambaleándose, y miró a su padre con lágrimas de impotencia. Sabía que se arrepentiría de lo que iba a decir, pero la ira le carcomía las entrañas.
—Abd-el-Aziz y yo íbamos a escaparnos juntos.
El orfebre se quedó quieto unos instantes, apuñalándola con sus ojos blancos. Sólo su respiración acelerada reflejaba el torbellino de pensamientos que discurrían por su mente. En un arranque de furia, empezó a dar bastonazos al aire, golpeando las paredes y todos los objetos que encontraba a su paso.
Para esquivar sus golpes, Asmaa retrocedió dos pasos en dirección a la puerta. Al pisar una baldosa suelta, perdió el equilibrio y cayó rodando por las escaleras. El limonero polvoriento, junto al que había visto a Abd-el-Aziz el día en que se convirtió en aprendiz de su padre, detuvo su caída.
Horas después, Asmaa Samir daría a luz un niño muerto.