A Cristina no le gusta el lugar de la cita. La calle Oudezijds Voorburgwal es un lugar demasiado concurrido y presenta la dificultad añadida de contar con dos accesos: uno por el canal y otro por la calle.
En su segunda llamada a Katrien Veelerveen, a las diez de la mañana, el desconocido había fijado su encuentro con ella al mediodía. Dos horas era muy poco tiempo para organizar un dispositivo policial efectivo. Ha estado a punto de abortar la operación, pero esa decisión habría condenado a Amin.
Lo más seguro habría sido cerrar la calle y apostar varias lanchas en los extremos del canal, pero los traficantes podrían darse cuenta. Si Cristina estuviese en su lugar, intentaría llevar a Katrien Veelerveen a un lugar apartado para intercambiar los cien mil euros y acordar las condiciones del trasplante.
El comisario Van Sisk se encuentra en una lancha sin distintivos policiales, a cincuenta metros de Cristina. Dos agentes, vestidos de civil, están apostados en un coche aparcado junto al canal, y varios agentes más patrullan las calles y canales adyacentes. Es todo lo que han podido organizar en dos horas.
Sentada en un banco, la inspectora observa alternativamente el canal y la calle. Las instrucciones recibidas por Katrien Veelerveen son precisas: llevar el dinero en una bolsa de deportes, acudir sola a la cita y no comentar nada a nadie sobre ese encuentro. De otra forma, no volverá a tener noticias de los traficantes.
A varios metros de distancia, nadie podría distinguir a Cristina de la madre de Kees Veelerveen. Lleva un pañuelo atado al pelo y unas gafas de sol redondas que ocultan la mitad de su cara. Pegado al tobillo, bajo el calcetín, tiene un transmisor GPS del tamaño de una tarjeta de crédito.
Supone que los traficantes están observándola desde algún lugar cercano para asegurarse de que está sola. A Cristina le viene a la mente la película Sed de mal, dirigida por Orson Welles, que comenzaba con un plano de grúa de casi tres minutos, acompañado por la música obsesiva de Henry Mancini: la cámara seguía durante cuatro manzanas la trayectoria de un coche, desde el momento en que alguien metía una bomba en el maletero hasta la anunciada explosión.
Poco después de que el reloj de Oude Kerk dé las doce campanadas, un hombre vestido con pantalones vaqueros y una chaqueta de cuero se acerca a ella. Lleva un mapa en la mano y, sin decirle nada, coge la bolsa de deportes que está al lado de Cristina y le hace una seña para que lo siga. Aunque su rostro le resulta extrañamente familiar, la inspectora no sabe de qué.
Caminan unos cien metros en dirección sur y se detienen junto a una lancha motora. El hombre salta con la bolsa al interior y le tiende una mano para ayudarla a bajar. Cristina duda durante una fracción de segundo, pero es demasiado tarde para volverse atrás. Una vez a bordo, el hombre la cachea, hasta encontrar el transmisor GPS oculto en su tobillo, que lanza al canal junto al teléfono móvil.
Varias señales de alarma se encienden en la mente de Cristina, pero intenta reprimir su inquietud. El hombre le ordena que se siente y enciende el motor de la lancha. Cristina mira de soslayo la embarcación del comisario Van Sisk, que avanza lentamente en su dirección.
La lancha avanza con lentitud por el canal Koninginnedag, en dirección sur, y deja atrás el museo Allard Pierson. El piloto maniobra para adentrarse en el Singel y aumenta las revoluciones del motor. Al alcanzar Beulingstraat, enfila el canal de Herengracht en dirección oeste y, demostrando gran pericia en el control de la embarcación, gira por Leliegracht.
Cristina mira hacia atrás y comprueba que la lancha del comisario Van Sisk ha perdido contacto visual con ellos. Tras recorrer una parte de Prinsengracht, el piloto apaga el motor y oculta la lancha en Egelantiersgracht. Instantes después, ven pasar de largo la embarcación de la policía.
El conductor de la lancha saca del bolsillo un frasco de cristal y le ordena a Cristina que beba su contenido. La inspectora se da cuenta entonces de quién es: se trata del salafista que trabajaba en la recepción de la Asociación Al-Mahgoub, sin galabiya y con la barba recién afeitada. Al reconocer a Cristina, había tenido que darse cuenta de que se trataba de una trampa.
El salafista la amenaza con una pistola para que beba el contenido del frasco. Después de ingerir el líquido, Cristina tiene la impresión de oír el llanto de un bebé, como un eco que emergiese de las profundidades de Leliegracht.