Capítulo 73

Cristina vierte las croquetas de Stitch en su escudilla y acaricia las orejas del perro.

—¿Por qué no llamas a Gerrit para que venga a cenar con nosotras? —le pregunta Lisa.

—No me apetece mucho, la verdad.

—¿Tienes miedo de que te lo robe?

—No me extrañaría —bromea Cristina—. Los hombres suelen sentirse atraídos por las mujeres inestables y peligrosas.

—Lo tomaré como un cumplido.

El móvil de Cristina vibra en su bolsillo. Con la pizza a punto de salir del horno, confía en que no sea una llamada de la comisaría.

—Soy Katrien Veelerveen.

La madre de Kees Veelerveen. Han pasado sólo dos horas desde su conversación en el ático de Kalverstraat.

—He estado dándole vueltas a lo que me dijo y quiero ayudarla a salvar a ese niño —dice la mujer, con voz ronca—. Hay algo que quiero contarle.

Cristina le pide a Lisa que se ocupe de la pizza y va al salón.

—¿De qué se trata?

—Hace unos días recibí una llamada extraña. El hombre se identificó como un médico del hospital donde estaba ingresado mi hijo; aseguró que conocía un tratamiento alternativo para curar su enfermedad.

—¿Hablaba holandés?

—Sí, aunque con un fuerte acento extranjero.

—¿Le explicó en qué consistía ese tratamiento alternativo?

—No quiso decírmelo por teléfono. Propuso que nos encontrásemos en el café de Jaren para hablar. Era la primera vez que alguien mencionaba un tratamiento distinto del trasplante de corazón, así que acepté verlo.

—¿Qué aspecto tenía?

—Desgarbado y moreno. Estaba calvo, salvo un mechón de pelo gris que le caía sobre la frente, como un indio mohicano.

La descripción coincidía con la de Abderramán Salah.

—En el café, el hombre cambió completamente de discurso —prosigue la señora Veelerveen—. Aseguró que mi hijo sólo podría curarse con un trasplante de corazón, y que era improbable que recibiese un órgano a tiempo. Me contó que conocía a un bebé que había sufrido un accidente de tráfico y que se encontraba en coma irreversible. A cambio de una «compensación», su familia aceptaría desconectarlo de las máquinas que lo mantenían con vida y donaría su corazón a Kees.

—¿Qué le dijo usted?

—Mi marido y yo llevábamos semanas oyendo malas noticias. Aquel hombre no me inspiraba confianza pero, como cualquier madre, me habría agarrado a un clavo ardiendo para salvar a mi hijo.

—¿Le explicó dónde se realizaría el trasplante?

—Lo único que me dijo fue que no tendría que ocuparme de nada.

—¿No le pareció extraño?

—Sí, pero en ese momento no quise hacer más preguntas.

Stitch entra en el salón y se tumba sobre los pies de su dueña. Cristina chasquea los dedos y le indica con el dedo índice que vuelva a la cocina.

—¿Hablaron del precio?

—El hombre insistió en que no sería una venta. Quedó en llamarme al día siguiente para decirme si los padres del otro niño estaban de acuerdo, pero no volví a tener noticias de él.

—¿Qué día se vieron en el café de Jaren?

—El 28 de marzo.

Era el sábado en que Cristina visitó a su padre en la residencia y, horas después, había descubierto el cadáver de Asmaa Samir en el apartamento de Kennedylaan.

—¿Tiene algo más que contarme? —le pregunta Cristina.

La mujer titubea durante unos instantes.

—Acabo de recibir la llamada de un hombre. Quería ofrecerme un corazón para mi hijo.

—¿El mismo hombre de la otra vez?

—No, no era el mismo. Hablaba un holandés perfecto.

Mohammed Salah, el director de la Asociación Al-Mahgoub, hablaba holandés como un nativo. ¿Se habría hecho cargo del negocio de su hermano tras su desaparición?

—¿Le contó usted que su hijo…?

—No me dejó hablar. Me dijo que me llamaría mañana para informarme del lugar al que debería llevar cien mil euros. Tendría que pagar otros cien mil euros unos días más tarde, cuando se realizase el trasplante.

Cristina le da las gracias y queda en llamarla a la mañana siguiente, a primera hora. Le pide que, mientras tanto, no salga de casa y que la informe si vuelve a tener noticias del traficante de órganos.

—¿Quién era? —le pregunta Lisa cuando su amiga entra en la cocina.

—La madre de Kees Veelerveen. Acaban de ofrecerle un corazón.

—¿Pero su hijo no murió?

—Quien le ofreció el corazón todavía no lo sabe.

Cristina marca el número del comisario. A juzgar por el ruido de platos y cubiertos, Van Sisk está cenando. Se disculpa por molestarle y le informa de su conversación con Katrien Veelerveen.

—¿Qué propones que hagamos? —le pregunta su jefe.

—Lo primero será conseguir una autorización judicial para intervenir los teléfonos de los Veelerveen. En cuanto al encuentro, tenemos que hacerle creer a los traficantes que Kees Veelerveen sigue vivo y que sus padres tienen interés en comprar el corazón. Habrá que utilizar dinero de verdad.

—Le pediré al comisario jefe que lo autorice. ¿Está de acuerdo Katrien Veelerveen en actuar como cebo?

—No se lo he pedido. Seré yo la que acuda a la cita.

—Mohammed Salah te conoce. Lo echarás todo a perder.

—No creo que él participe personalmente. Enviará a alguien a recoger el dinero… Además, llevaré conmigo un transmisor GPS para que podáis tenerme localizada. Si no me conducen hasta el niño, detendremos al mensajero.

El comisario se queda unos segundos en silencio. El ruido de platos a su alrededor ha cesado.

—Es un plan demasiado arriesgado.

—Entonces depilamos a Boer y le ponemos una peluca.

—No eres la única mujer en la policía de Ámsterdam.

Cristina acaricia las hojas de la flor de pascua que le regaló Gerrit.

—Es cierto, pero soy la que más interés tiene en que a Amin no le pase nada.