La familia de Kees Veelerveen vive en un ático en Kalverstraat, una de las principales arterias peatonales de Ámsterdam, lo que permite suponer que gozan de una situación económica holgada. Su dinero, sin embargo, no les había servido para conservar lo más valioso que tenían.
Cristina no espera ser recibida con una alfombra roja. Cuando habló una hora antes con la madre del niño, su voz sonaba ausente, como si estuviese bajo los efectos de un sedante.
Al aparcar su bicicleta en Kalverstraat, la inspectora observa que un radio de la rueda trasera está torcido. Es el primer problema que le da esa bicicleta, que compró de segunda mano unos meses atrás y que inscribió en el registro municipal de bicicletas, para facilitar su recuperación en caso de un eventual robo. Tiene otras dos bicicletas guardadas en el trastero, pero esa Omafiets de color negro, diseñada para las abuelas holandesas, es más ligera y cuenta con unas protecciones que evitan que la ropa se enganche en las ruedas. La bicicleta debe de tener la misma edad que ella, y se ha preguntado muchas veces por cuántas manos habrá pasado antes de llegar a las suyas.
Después de oír el zumbido del portero automático, empuja la puerta. El ascensor está protegido por una reja de entramado modernista, restaurada recientemente.
El ático de los Veelerveen ocupa la totalidad del quinto piso. Cristina llama al timbre, consciente de que será recibida con apatía, en el mejor de los casos; en el peor, con hostilidad.
Le abre la puerta una mujer que frisa la cuarentena. Lleva una camiseta de tirantes, sin sujetador, y tiene el pelo enmarañado, como si hubiese estado durmiendo, llorando, o ambas cosas. Cristina se odia a sí misma por importunar a esa mujer que desea estar a solas con su dolor, pero la vida de Amin podría depender de esa conversación.
—Soy la inspectora Molen. Hablamos hace una hora por teléfono.
Cristina está a punto de añadir una condolencia, pero le parece más correcto callarse. Sospecha que la madre de Kees Veelerveen no necesita la compasión de una desconocida. La mujer deja la puerta abierta y, sin invitarla a entrar, camina hacia el salón. Se sienta en el sofá, con las piernas flexionadas y un cojín apretado contra el pecho.
Las paredes están cubiertas de estantes llenos de libros. En uno de ellos hay una copia de una estampa de Hokusai con una ola amenazadora —el Yang— y el monte Fuji en el horizonte —el Yin, la fuerza pacificadora del cielo—. Debajo de esa imagen, la madre de Kees Veelerveen parece un náufrago a punto de ser empujado contra las rocas.
—Sé que es un mal momento para importunarla, pero necesito su ayuda para encontrar a un bebé desaparecido. Tenemos motivos para creer que una organización criminal ha secuestrado a ese bebé para vender sus órganos. Necesito saber si alguien se puso en contacto con su marido o con usted, en los últimos días, para ofrecerles un corazón.
—¿Me está acusando de algo?
Cristina suaviza los rasgos de su rostro para evitar cualquier asomo de agresividad.
—Sólo le estoy pidiendo que, si sabe algo, me ayude a salvar la vida de ese bebé.
—¿Y mi hijo? ¿Por qué nadie me ayudó a salvarlo?
La mujer se levanta del sofá, coge una pastilla de encima de la mesa y se la traga sin agua.
—No puedo comprender cómo se siente, señora Veelerveen, pero estoy segura de que la muerte de otro niño no la consolará de su pérdida.
La mujer observa a Cristina con sus ojos enrojecidos. Coge otra pastilla, pero vuelve a dejarla en su lugar.
—Váyase de mi casa, por favor.
La inspectora le tiende una tarjeta de visita, que la mujer deposita, sin mirarla, encima de la mesa. Cuando sale a la calle Cristina se siente triste, pero también aliviada. A veces, no tener hijos es una bendición.