Ámsterdam
Cristina observa a Abd-el-Aziz Busiri. En las dos últimas semanas, la cicatriz de su mejilla ha perdido la coloración rojiza; ahora parece una zanja de cemento.
—¿Qué hace en mi casa?
—No tengo intención de hacerle daño —responde él, después de confiscar la Walther de la inspectora.
—¿Le dijo lo mismo a Asmaa Samir?
—Yo no maté a Asmaa.
—¿Qué hacía entonces en su apartamento?
Abd-el-Aziz Busiri se sienta a su lado, con una pistola en cada mano.
—Asmaa me había llamado por teléfono unas horas antes. Vino a Holanda para entregar a su hijo en adopción, pero una vez aquí se enteró de que la organización para la que trabajaba quería vender los órganos del bebé para trasplantes. Me pidió ayuda, pero llegué demasiado tarde.
La inspectora piensa en las fotos de Asmaa Samir ante el Palacio Real de Ámsterdam. Cuando se las hizo, probablemente creía que Amin sería dado en adopción. Tal vez el niño no aparecía en ellas para evitar recordarlo después, para no ahondar en la separación.
—Asmaa se negó a entregarle el niño a Abderramán Salah —explica el hombre de El Cairo—. Por eso la mató.
Stitch levanta la cabeza hacia su dueña. Sigue la escena con curiosidad, tumbado en el suelo de la cocina.
—¿Dejó usted al bebé en el cubo de la basura?
—Ni siquiera sabía que estaba en el apartamento —responde el hombre—. Pensé que Salah se lo había llevado.
La inspectora supone que, antes de abrirle la puerta a Abderramán Salah, la mujer escondió a su hijo donde creía menos probable que éste lo encontrase. A pesar de las trece puñaladas recibidas, Asmaa Samir había muerto sin desvelar el escondite del bebé.
—¿Mató usted a Abderramán Salah? —pregunta la inspectora.
—Sabía que regresaría a Egipto. Sólo tuve que vigilar durante dos días las puertas de embarque de los vuelos de Ámsterdam a El Cairo.
Abderramán Salah debería haber hecho escala en otro aeropuerto europeo. Le había puesto las cosas muy fáciles al agente del SSI.
—¿Cómo es que Abderramán Salah no encontró al niño en el cubo de la basura?
—Supongo que tenía prisa. Asmaa debió de decirle que había hablado conmigo y que estaba en camino; todos los egipcios conocen la reputación del SSI.
—¿Fue usted quien intentó secuestrar a Amin en el hospital?
El hombre de El Cairo niega con la cabeza. Si no había sido él, tuvo que tratarse de Abderramán Salah.
—¿Cómo entró Asmaa Samir en contacto con la organización de Salah? —le pregunta Cristina.
—Sólo sé que necesitaba dinero y que Salah la convenció de que trabajase para él. Asmaa creía que su hijo sería dado en adopción.
Daba igual lo que creyese. Ahora estaba muerta.
—¿Por qué no vender los órganos en Egipto? ¿Por qué tantas complicaciones para traer al niño a Holanda?
—Cada año se venden en Egipto miles de órganos. Los intermediarios operan en barrios pobres, como Muqattam e Imbaba: convencen a pobres diablos de que podrán cancelar sus deudas vendiendo un órgano que no necesitan. La extracción se realiza de forma chapucera y sin cuidados posoperatorios, de modo que los donantes acaban gastando en medicinas todo el dinero recibido; muchas veces, ni siquiera pueden volver a trabajar… Hasta hace poco, los extranjeros necesitados de un trasplante llegaban a Egipto y eran operados sin ningún problema en una clínica de su elección, pero la presión internacional ha obligado a las autoridades egipcias a cerrar varias clínicas y a detener a algunos intermediarios. Abderramán Salah decidió que era más seguro transportar los órganos fuera de Egipto.
La cicatriz de Abd-el-Aziz Busiri le recuerda de nuevo a Cristina la película The man from Cairo, ambientada en un Argel de cartón piedra. En la época dorada de Hollywood no se hacía mejor cine que ahora; lo que pasaba era que las películas malas, como The man from Cairo, no perduraban en el recuerdo. Hacían falta al menos dos generaciones para que nuestra memoria colectiva separase lo «clásico» de lo que terminaba abandonado en las cunetas de la historia.
—¿Por qué ha venido a verme? —le pregunta Cristina—. ¿Desea entregarse por el asesinato de Abderramán Salah?
Una mueca sarcástica asoma en los labios de Abd-el-Aziz Busiri. De no ser por su cicatriz, habría parecido una sonrisa.
—He venido para decirle que la asistente social y el bebé están en Ámsterdam.
Cristina se esfuerza por ocultar su emoción.
—¿Cómo lo sabe?
—Tengo amigos bien informados en Egipto. Es fácil identificar a una mujer que vuela con un bebé a Ámsterdam, aunque lo haga con un pasaporte falso y realice escala en otra capital europea.
—¿Dónde está el bebé ahora?
—Si lo supiera no habría venido a verla. Éste es su terreno, inspectora. Y su trabajo.
La inspectora lo observa en silencio, intentando descifrar sus motivos. Sospecha que no le ha dicho toda la verdad.
—¿Por qué me cuenta todo esto?
—Porque quiero que encuentre al hijo de Asmaa. Es lo único que puedo hacer por ella.
—¿Es usted el padre de Amin? —le pregunta Cristina.
El hombre de El Cairo no responde. Se levanta de la silla y camina hacia la puerta del apartamento. Antes de salir, retira el cargador de la pistola de Cristina y deja el arma encima del radiador.
Cuando el hombre se marcha, la inspectora permanece sentada, dándole vueltas a la conversación que acaban de mantener. ¿Sería cierto que Amin estaba en Ámsterdam?
—¿Hay alguien en casa?
La inspectora se gira y ve a Lisa en la puerta con una maleta en la mano.
—Vaya, veo que Stitch ha regresado. Me alegro.
Cristina la hace pasar y la invita a sentarse. Stitch se tumba al lado de Lisa, para que lo acaricie.
—¿Te has cruzado con él en la escalera?
—¿Con Stitch?
—Acaba de salir de aquí el hombre que me golpeó en el apartamento de Asmaa Samir.
—Pues menos mal que no nos hemos cruzado. Con la suerte que tengo con los hombres, igual me enamoro de él.
Cristina abre un cajón y coge una galleta de salvado de trigo. Comprueba que no tiene moho y se la lanza al golden retriever, que la atrapa en el aire.
—Me ha dicho que fue él quien mató a Abderramán Salah para vengar la muerte de Asmaa Samir; y que ésta trajo a su hijo a Ámsterdam para darlo en adopción, aunque la gente para la que trabajaba en realidad pretendía vender los órganos del niño. Según me ha contado, la asistente social ha regresado con Amin a Ámsterdam.
—Es una buena noticia.
Cristina observa a su amiga con desaliento.
—¿Es una buena noticia que alguien quiera vender los órganos de Amin?
—El niño está en Holanda. En Egipto tenías las manos atadas, pero aquí no. Además, no puede haber muchas instituciones que realicen trasplantes de órganos. Tenemos que empezar por revisar las listas de espera.
Cristina le lanza otra galleta a Stitch.
—No creo que esos trasplantes se realicen en instituciones legales —replica la inspectora—. Será difícil encontrar al bebé. Y si lo hacemos, tal vez sea demasiado tarde.
—Puede que el hermano de Abderramán Salah, el director de la Asociación Al-Mahgoub, sepa dónde está el niño.
—Mohammed Salah lleva varios días desaparecido…
Stitch se acerca a su dueña y le lame la mano. Está realmente sucio después de su maratón desde La Haya; tendrá que darle un baño antes de irse a dormir.
—Voy a preparar algo de comer y hablamos durante la cena —dice Cristina—. ¿Por qué no dejas la maleta en la habitación y te pones cómoda?
Mientras Lisa se cambia, Cristina aprovecha para llamar a Gerrit e informarle de la aparición del golden retriever.
—Me quitas un peso de encima —dice éste—. ¿Dónde estaba?
—Me lo encontré en el portal.
Cristina acaricia al perro en el entrecejo, el único lugar de su pelaje que no está cubierto de barro.
—¿Cenamos juntos para celebrarlo? —propone Gerrit.
—Hoy no puedo. Lisa ha venido para quedarse unos días en mi casa; ya te explicaré cuando nos veamos.
Cristina se imagina la cara de desilusión de Gerrit, como un niño que hubiese visto caer al suelo su tarta de cumpleaños antes de soplar las velas.
—Quería hacerte una pregunta sobre Amin —dice Cristina.
—¿Cuál?
—¿Estás seguro de que es hijo de Asmaa Samir?
—El margen de error es mínimo. Para asegurarme, hice dos veces la prueba de ADN.
El marido de Asmaa Samir la había repudiado por su supuesta esterilidad, lo cual demostraba que no era el padre de Amin. La prueba de ADN realizada por Gerrit indicaba que Abderramán Salah tampoco era el padre. Entonces, ¿quién había dejado embarazada a Asmaa Samir?
—Hay otra pregunta que quería hacerte —dice la inspectora—. ¿Recuerdas el grupo sanguíneo del niño?
—AB negativo. Me acuerdo porque es poco habitual: en Europa lo tiene sólo un uno por ciento de la población.
Cristina observa las farolas que iluminan, como fuegos fatuos, los contornos del parque Beatrix.
—¿A quién puede donarle sangre un AB negativo?
—A todas las personas del grupo AB, ya sean negativos o positivos. Constituyen un cinco por ciento de la población.
Cristina apoya la cabeza en la ventana. Dibuja dos puntos en el cristal y los une con el índice de la mano derecha.
—La organización que trajo a Amin a Holanda tenía intención de vender sus órganos. Considerando su grupo sanguíneo, ¿quién podría ser… beneficiario de un trasplante?
Gerrit permanece en silencio unos instantes, mientras digiere las palabras de Cristina.
—El donante y el receptor de un trasplante tienen que ser compatibles —dice él finalmente—. Para que la operación sea un éxito, es preferible que ambas personas tengan el mismo tipo de antígenos, aunque este requisito puede obviarse mediante la utilización de fármacos inmunodepresores. También es preciso asegurarse de que el receptor no tiene anticuerpos que ataquen al órgano recién trasplantado, aunque ese riesgo es pequeño en el caso de un niño y puede eliminarse tratando al receptor con inmunoglobulina. Las técnicas de trasplante han evolucionado mucho en los últimos años: lo mejor es que consultes a un especialista.
Es lo primero que hará Cristina a la mañana siguiente. Tiene que encontrar a Amin antes de que sea demasiado tarde.