El Cairo, 1992
Abd-el-Aziz se quedó inmóvil frente a la puerta. Su madre había dejado de llorar y lo miraba fijamente. Permanecieron unos segundos sin decir nada, observándose. Abd-el-Aziz no disponía de mucho tiempo: tenía que huir con Asmaa antes de que el orfebre descubriese la desaparición del dinero.
—¿Te vas de casa?
Abd-el-Aziz asintió con la cabeza. El tono de voz de su madre indicaba que conocía sus sentimientos hacia Asmaa, y él prefería que pensara que se iba para no compartir el mismo techo con su futura hermanastra.
Su madre avanzó hacia él y lo abrazó con fuerza, como si pretendiese recuperar con ese gesto sus sueños perdidos. A continuación, sin decir nada, lo empujó con suavidad hasta la puerta y la cerró tras él.
Cuando Abd-el-Aziz salió a la calle, el horizonte empezaba a clarear. Caminó pegado a las fachadas, como una sombra, intentando no pensar en su madre. Al llegar a la plaza de Muneera vio un camión de la policía, del que descendieron varios hombres uniformados. Después llegó otro camión y, a continuación, varios más. Las calles de Imbaba se llenaron de cientos de policías y, aunque él desconocía el motivo de su presencia, tuvo la intuición de que harían peligrar sus planes.
Avanzó por los callejones estrechos, dando un rodeo para evitar encontrarse con las fuerzas de seguridad. Cuando estaba a pocas cuadras de la casa de Asmaa, oyó el ruido de un camión y ladridos de perros. A la entrada de la calle de Asmaa se habían agrupado varios policías. Para llegar hasta su casa tendría que pasar por delante de ellos.
Decidió dar la vuelta y esperar a que se hubiesen marchado. Enfiló el callejón en sentido contrario, pero una columna de policías le cortó el paso. Pensó en dejar su hatillo escondido en un portal, pero esa actitud resultaría sospechosa. Lo mejor sería fingir que se dirigía al trabajo, como cada mañana.
Avanzó en dirección a los policías, intentando controlar su miedo. Algunos de ellos eran tan jóvenes como él; otros tenían el rostro curtido y la edad que habría tenido su padre si viviera.
—¿Adónde vas? —lo interpeló uno de los hombres.
—Al taller donde trabajo. Soy aprendiz.
—¿Y dónde está tu taller?
Abd-el-Aziz no respondió. Si le explicaba al policía dónde estaba su taller, se arriesgaba a que lo escoltasen para asegurarse de que era cierto: el padre de Asmaa se despertaría y pondría fin a sus planes de huida.
—¿No sabes dónde está tu taller? Entonces vas a acompañarnos a la comisaría.
El policía lo agarró por un brazo, pero Abd-el-Aziz se zafó de él y salió corriendo con todas sus fuerzas. Dos policías lo siguieron, haciendo sonar sus silbatos. Eran jóvenes y, a diferencia de las sandalias de esparto de Abd-el-Aziz, llevaban botas con suelas de goma. Le dieron caza frente a la iglesia calcinada en la que había visto por primera vez a Asmaa.
Mientras los dos policías le propinaban una lluvia de patadas, Abd-el-Aziz se imaginó a Asmaa esperándolo delante de su casa, pensando que había cambiado de idea, y se alegró de la paliza que estaba recibiendo, pues aquellos golpes representaban una anestesia contra el verdadero dolor.