Capítulo 68

Tras dejar a Lisa en Valeriusstraat para que pueda recoger algo de ropa antes de mudarse, la inspectora se dirige a su casa y aparca el coche en el garaje. A la mañana siguiente lo llevará a la comisaría.

Al salir por la puerta del garaje ve a Stitch tumbado delante del portal. Tiene los ojos brillantes de cansancio y está cubierto de barro, como si se hubiese revolcado en un lodazal. Sin importarle su suciedad, se agacha para abrazarlo. Ni siquiera le regaña por haberse escapado. Estaba convencida de que no volvería a verlo, y su aparición supone un regalo inesperado.

Lo ha echado mucho de menos. Sin Stitch, en su apartamento reinaba un silencio opresor. Lo que más había añorado eran sus recepciones de bienvenida: cada vez que entraba en casa, el perro siempre se acercaba para que lo acariciase.

Es casi un milagro que haya recorrido, sano y salvo, los cincuenta kilómetros que separan La Haya de Ámsterdam, una de las zonas más urbanizadas de Europa. Y aún más que haya sido capaz de encontrar el camino de regreso, con todos los olores que desprende una ciudad del tamaño de Ámsterdam.

Al salir del ascensor, Stitch se pone a ladrar, algo poco habitual en él. Cristina abre la puerta del apartamento, pero el perro se niega a entrar. Lo arrastra hasta la cocina, para que no lo manche todo de barro, y se queda paralizada.

Sentado en una silla, con una pistola en la mano, está Abd-el-Aziz Busiri: el hombre de El Cairo.