Frans Hogenhuis no está en el supermercado Albert Heijn. Es su día libre. Han pasado dos días desde su conversación, y la inspectora decide ir a su casa, en Meibergdreef, al sudeste de Ámsterdam.
La distancia hasta allí es de casi veinte kilómetros, por lo que deja la bicicleta en comisaría y toma prestado un Opel Vectra del parque móvil de la policía. Al llegar a Meibergdreef, aparca delante del edificio de apartamentos y sube en ascensor hasta el sexto piso, donde reside Hogenhuis con su familia.
—¿Qué quiere? —le pregunta una mujer de unos treinta años, con varios piercings en las orejas, al abrirle la puerta.
—Soy la inspectora Molen, de la policía de Ámsterdam. Me gustaría hablar con Frans Hogenhuis.
—¿Quién es? —grita su marido desde la habitación contigua.
—Es para ti. Será mejor que vengas.
Hogenhuis camina hacia la puerta y parece sorprendido de ver a Cristina. Al principio su mirada es hostil, pero después transparenta algo que la inspectora está habituada a encontrar en los ojos de los interrogados: puro y simple miedo.
—¿Podemos hablar a solas? —le pregunta Cristina.
Frans Hogenhuis le pide a su mujer que espere en la cocina e invita a Cristina a entrar en el salón. Permanece de pie frente a ella.
—¿Qué demonios hace aquí?
—Estoy buscando a Lisa. ¿Sabe dónde puedo encontrarla?
—¿Cómo coño voy a saberlo? —susurra Hogenhuis—. No la veo desde hace días.
—Ha desaparecido y, después de lo sucedido últimamente, usted es el principal sospechoso.
El hombre gira la cabeza hacia los lados, como si no diese crédito a lo que oye.
—No sé nada de ella. He pasado toda la noche en casa, con mi familia.
—Si no colabora, me veré obligada a hablar con su mujer.
Una vena empieza a hincharse en el cuello del hombre.
—Está usted loca, como la borracha de Lisa. Nunca le he puesto la mano encima: esos moratones se los hace ella sola, durante sus borracheras.
—¿Por qué la llama por las noches?
La vena en el cuello del hombre parece a punto de explotar.
—No he vuelto a llamarla desde que lo dejamos, hace una semana.
La inspectora no está convencida de que Hogenhuis diga la verdad, pero una cosa parece clara: los problemas de Lisa son más graves de lo que ella se temía. Su móvil suena en ese momento. Lo saca del bolsillo y reconoce el número de Lisa. Se despide apresuradamente de Hogenhuis y abandona el apartamento.
—Lisa, ¿eres tú? —pregunta en voz baja mientras comienza a bajar las escaleras.
—Sí.
—Te he llamado varias veces. ¿Por qué no contestabas al teléfono?
—Lo tenía apagado. Me he metido en un buen lío.
Cristina piensa en las botellas de ginebra perfectamente alineadas bajo la cama de su amiga.
—¿Dónde estás? —le pregunta a Lisa.
—No lo sé.
—¿Cómo no lo vas a saber?
—Ayer fui a una fiesta cerca de Beverwijk y conocí a un chico muy atractivo. Tenía unos dedos muy largos y un pelo precioso. Estuvimos bailando un rato y bebí más de la cuenta. Creo que me fui a su casa con él.
—¿Lo crees? ¿Por qué no se lo preguntas?
—Porque se ha marchado.
—¿Ha cerrado la puerta con llave?
—No, creo que no.
Cristina reflexiona durante unos instantes. Su instinto le dice que Lisa no corre peligro, pero no quiere arriesgarse. Podría obtener la posición de Lisa a través de la señal de su teléfono móvil, pero ese procedimiento requerirá unos minutos.
—¿Qué ves por la ventana? —le pregunta a su amiga.
—El mar.
—¿Hay casas alrededor?
—No, no veo ninguna.
—¿Dónde está el sol?
—Sobre el mar, medio oculto por la niebla.
Lisa tiene que estar en la costa oeste, en Noordholland. Probablemente cerca de Beverwijk, donde había tenido lugar la fiesta.
—Para ir a buscarte necesito la dirección exacta. Abre todos los cajones y busca alguna carta en la que aparezca.
Sin separar el teléfono de su oído, Cristina sale a la calle y se dirige hacia el coche.
—Aquí hay una factura —dice Lisa—. La dirección es Reyndersweg 27, en Wijk aan Zee.
Cristina entra en el coche. A falta de papel, apunta la dirección en la palma de la mano izquierda.
—Ahora quiero que te asomes a la puerta y mires si hay alguien.
Lisa hace lo que su amiga le pide.
—No veo a nadie.
—Entonces sal de la casa y aléjate un buen trecho. Avísame cuando lo hayas hecho.
La inspectora oye el ruido de la puerta y escucha la respiración entrecortada de Lisa. No cree que sea necesario enviar un coche patrulla: si el hombre con el que había dormido hubiese querido hacerle daño, la habría encerrado en un trastero y confiscado el móvil.
—Ya estoy fuera.
—Espérame ahí. En cuanto llegue te llamo al móvil; tardaré alrededor de media hora.
El enlace de la autopista se encuentra a poca distancia. Cristina se incorpora a la A2 y toma después la autopista A9 en dirección noroeste. Compartir aquella botella de Oranjebitter con Lisa, en Leliegracht, había sido una estupidez: igual que poner un Colt 45 en manos de un suicida. Pero ¿cómo iba a saber que tenía problemas con la bebida?
El sol de la tarde empieza a imponerse sobre la niebla, como un guerrero mitológico después de la batalla. Muestra una llanura de espejo y campos interminables de flores. La primavera está siendo especialmente lluviosa, después de un invierno duro, en el que los pequeños canales de Ámsterdam habían llegado a congelarse.
Una alfombra de tulipanes y narcisos se extiende a los lados de la autopista, como un lago irisado en medio de la niebla. Su zona de cultivo tradicional está entre Haarlem y Leiden, pero los viveros se han extendido por muchos lugares de Holanda. Lo que antes era una industria artesanal se ha convertido en un gran negocio, y el momento de recogida de los tulipanes se determina científicamente, para optimizar futuras cosechas. Holanda produce anualmente dos tulipanes por cada habitante del planeta.
Los campos de flores le hacen pensar en Las margaritas negras, la novela de Milan Avramovic. Los seres humanos tienen un lado oscuro, aunque la mayoría son capaces de controlarlo y de mantener una apariencia de cordura. Hasta que una pequeña gota hace colmar el vaso. Tal vez las botellas de ginebra perfectamente alineadas debajo de la cama de Lisa representaban un intento de ordenar el caos; tal vez fuesen una llamada de auxilio.
Wijk aan Zee es una localidad pequeña que desprende un aroma a algas y gaviotas, y cuyo cielo se esconde tras las nubes. La inspectora se detiene en el número 27 de Reyndersweg. Mientras contempla las ramas desnudas de un castaño, salpicadas de gorriones, marca el número de su amiga. En ese momento, Lisa se acerca corriendo al automóvil y abre la puerta del copiloto.
—Menudo susto me has dado —protesta Cristina.
—Vámonos de aquí, por favor.
Lisa tiene mal aspecto. Peor que dos días atrás, cuando hablaron de las supuestas amenazas telefónicas de Frans Hogenhuis. La inspectora pisa el acelerador y enfila la carretera de regreso a Ámsterdam. Al mirar de reojo a Lisa, observa que le tiemblan las manos.
—¿Puedes parar un momento? Creo que voy a vomitar.
Cristina detiene el automóvil en el arcén y baja para abrirle la puerta. Lisa se inclina sobre la cuneta, pero es incapaz de devolver.
—Es la primera vez que me pasa algo así, te lo juro.
—Me tenías muy preocupada.
Lisa está temblando, probablemente a causa del síndrome de abstinencia del alcohol, que suele ir acompañado de dolores de cabeza, temblores y náuseas. En su fase extrema, la de delirium tremens, se manifiesta con convulsiones y taquicardia.
—¿Por qué me dijiste que Frans te acosaba?
Los ojos de Lisa se llenan de lágrimas, aunque por el momento es capaz de contenerlas.
—Quería que me prestases atención.
—Estuve en tu apartamento y vi las botellas debajo de la cama. También fui a buscarte a casa de tu madre.
—¿Te habló de los hombres sin nariz?
Cristina asiente, pero no hace ningún comentario. Sabe que ese tema abochorna a Lisa.
—Empezó a recibir «visitas» de los extraterrestres tras la muerte de mi padre.
—Debe de sentirse muy sola…
Lisa apoya los brazos en el capó del coche.
—Mi padre tenía problemas con el alcohol. Cuando estaba sobrio era un hombre inteligente y cariñoso, pero cuando bebía se transformaba en otra persona. Al volver del colegio me lo encontraba muchas veces tumbado en el sofá, abrazado a una botella de whisky. Decía que podía dejar la bebida cuando quisiera.
Lisa se frota el cuerpo con el brazo izquierdo. Cristina se quita la chaqueta y se la pone a su amiga sobre los hombros.
—Mi padre iba muchas veces a beber al parque y los otros niños se burlaban de mí. Después de mi enfermedad empezó a beber más. Cuando perdió su trabajo, casi no salía a la calle. Un día, mi madre descubrió que le faltaban las cuatro joyas que tenía; mi padre le dijo que debía de haber entrado en la casa algún ladrón, pero ella no le creyó. Intentaba ocultar que bebía, pero olía siempre a alcohol… Es lo que más recuerdo de él: el olor amargo del alcohol, macerado con el sudor. Mi madre le compraba una botella e intentaba darle un poco menos cada día, pero no funcionó… Una tarde, al limpiar los armarios, encontró varias botellas de whisky vacías; tuvo una discusión con mi padre y lo echó de casa… Al día siguiente, dos policías fueron a casa: mi padre había aparecido ahogado en un canal.
Lisa apoya un pie en el guardabarros y rompe a llorar convulsivamente. Cristina se sienta a su lado, sin decir nada. Le acaricia el pelo como solía hacer con su oso de peluche cuando era niña.
—Tienes que dejar de beber, Lisa.
—Lo he intentado, pero no soy capaz…
La inspectora vuelve a pensar en las botellas de ginebra alineadas debajo de la cama. Quiere abrazar a su amiga, pero no se decide a hacerlo.
—¿Por qué no te vienes a vivir unos días a mi casa? Un cambio de aires te sentará bien.
—¿Y Gerrit? ¿No se enfadará?
—Si se enfada, es su problema.
Cristina atraviesa la línea imaginaria que las separa y abraza a Lisa. De todas sus amigas, es la que más se parece a la hermana pequeña que tanto habría deseado tener. Y poder proteger.