Cristina se levanta de la silla. Es incapaz de concentrarse en el informe que debe redactar antes de archivar el caso de Branislav Kijic. Tras la confesión de Vermeulen, el asesinato de Kijic ha quedado resuelto. Lo único que le queda por averiguar es el papel jugado por Alaoui y el hombre de la cicatriz en los homicidios de Asmaa Samir y Abderramán Salah, aunque sospecha que nunca obtendrá esa información.
Observa desde su despacho la calle llena de gente. La comisaría ocupa un edificio construido en los años setenta, uno de los menos agraciados del centro de Ámsterdam. Su único atractivo es encontrarse a un paso de Leidseplein, una plaza llena de cafés, restaurantes y teatros.
La animación en las calles la hace sentirse como una niña encerrada en casa durante la época de exámenes. Le viene a la memoria el momento en que Amin Samir le había apretado el dedo con su mano en el hospital; y cuando le había sonreído, durante el vuelo de Ámsterdam a El Cairo.
—¿Has visto a Lisa? —le pregunta el comisario Van Sisk desde la puerta.
—No.
—Hoy no ha venido a trabajar. He intentado localizarla, pero no contesta al móvil.
—¿La has llamado a casa?
—Sí, pero tampoco contesta.
Cristina se siente preocupada. Lisa tiene un acusado sentido de la responsabilidad y, desde que la conoce, no ha faltado nunca al trabajo. En las últimas horas ha estado tan ocupada con la detención del agente Vermeulen que no ha tenido tiempo de relatarle a su amiga su conversación con Frans Hogenhuis.
—Iba a salir a comer —dice la inspectora—. Aprovecharé para acercarme a su casa.
Cristina coge la chaqueta del perchero y abandona la comisaría. Al subirse a la bicicleta marca el número de Lisa, pero le sale el contestador. El aire fresco consigue apartar su pesadumbre. La noche anterior había llovido y la atmósfera está limpia, magnificando esos pequeños detalles que hacen de Ámsterdam una de las ciudades más bellas del mundo: la línea de un balcón, el ángulo de un tejado, el arabesco de una puerta, la tracería en una fachada. Los reflejos del agua multiplican las perspectivas, dándole al granito una consistencia granulosa; al mármol, la plenitud de una caricia; la madera se vuelve satinada y el hierro parece bruñido, como la superficie misma de los canales.
Aprovechando el buen tiempo, la inspectora da un rodeo que la lleva hasta la casa de Ana Frank, la niña judía que durante la ocupación nazi sobrevivió dos años escondida por resistentes holandeses, hasta que una denuncia anónima provocó la deportación de su familia al campo de exterminio de Bergen Belsen. Para Cristina, la tragedia de Ana Frank simbolizaba la neurosis de los holandeses respecto a su rol en la Segunda Guerra Mundial, una ambivalencia presente en su relación con los países vecinos, con su historia e incluso con el mar: un enemigo que podía reclamar en cualquier momento la mitad de la superficie del país, aunque también un aliado y una fuente de riqueza.
La inspectora pedalea por Vondelstraat y enfila la calle Van Eeghen, bordeando Vondelpark. Había hecho el amor por primera vez entre los arbustos de ese parque. Jelle era el chico más atractivo del instituto, el que todas sus amigas soñaban con tener como novio. Aunque su conversación habría podido dormir a un insomne, ser su novia la había convertido en la muchacha más envidiada de su clase. Habían hecho el amor por primera vez, a plena luz del día, entre los arbustos de Vondelpark. Cristina tenía tanto miedo de que los descubrieran que no había podido disfrutar del momento. Al día siguiente, harta de hacer lo que los demás consideraban mejor para ella, había puesto fin a su relación.
Lisa vive en Valeriusstraat, cerca de Amstelveenseweg. El edificio tiene cinco plantas; en la última, abuhardillada, cuelgan los típicos ganchos para facilitar las mudanzas. Por la fachada de ladrillo trepa una hiedra rojiza que se enreda en los balcones.
Su amiga se mudó allí hace unos meses. Aunque ha realquilado varias habitaciones, a Cristina le sorprende que pueda permitirse vivir ahí. El alquiler de un piso de cuatro habitaciones en esa zona debe de costar una pequeña fortuna. No sabe lo que gana su amiga, pero seguro que el sueldo de una secretaria es menor que el de una inspectora.
Encadena la bicicleta a un árbol y vuelve a marcar el número de Lisa, con el mismo resultado que la vez anterior. Se acerca al portal y pulsa el timbre. Sin preguntar quién es, alguien le abre. En la puerta del apartamento de Lisa, situada a pocos metros del portal, la inspectora ve a una mujer pecosa, con gafas de montura rectangular y los cabellos recogidos en un moño.
—Soy Cristina, una amiga de Lisa. Trabajamos juntas.
—Yo soy Griet. Lisa me ha hablado mucho de ti.
La inspectora se limpia los zapatos en el felpudo y entra en el apartamento.
—¿Está Lisa en casa?
—No lo sé. Acabo de llegar.
En el salón hay una chimenea con una repisa de mármol y, frente a ella, un sofá de color amarillo. Varios cuadros abstractos cuelgan de las paredes. Al fondo de la habitación, una puerta de cristal se abre a una terraza con una mesa de teca y cuatro sillas.
—La habitación de Lisa está en el piso de arriba —le informa Griet.
Cristina la sigue por las escaleras y ve que llama a una puerta. Segundos después, gira el picaporte y entra. El cuarto está vacío y una cortina de gasa ondea al viento en la ventana abierta. La inspectora entra y echa un vistazo a la habitación. No hay rastro de Lisa por ningún lado.
—¿Sabes si ha dormido en casa esta noche? —pregunta Cristina.
—No tengo ni idea.
La colcha no tiene ni una arruga y todos los objetos están ordenados metódicamente. Cristina se agacha para echar un vistazo debajo del somier y ve varias botellas de ginebra vacías, perfectamente alineadas debajo de la cama. Esas botellas podrían explicar por qué Lisa ha perdido parte de su chispa; y también por qué no se emborrachó, como ella, la noche en que compartieron el Oranjebitter.
La inspectora le da las gracias a Griet y sale del apartamento. Está muy preocupada. La vida privada de Lisa nunca había afectado a su rendimiento en el trabajo. Por lo menos, hasta ese momento.
Cristina debería haberse percatado de su problema. ¿Desde cuándo bebía? ¿Semanas, tal vez meses? Le duele que Lisa no haya tenido la confianza para hablarle de ello. Para eso estaban las amigas.
Tal vez su madre sepa dónde está. Sube a la bicicleta y pedalea en dirección al domicilio de ésta, en Lauriergracht.
El barrio de Jordaan, situado al oeste de Prinsengracht, está delimitado por los canales Leidse y Singel. Con sus galerías, restaurantes, tiendas y eetcafes, evoca el ambiente del Quartier Latin de París. Aunque Jordaan había sido un barrio humilde en sus orígenes —Rembrandt se había instalado en él para ahorrar alquiler—, en la actualidad es una de las zonas más cosmopolitas de Ámsterdam.
Cristina conoce bien sus calles. Antes de adquirir su piso había vivido de alquiler en un apartamento de aquel barrio, que olía a humedad y en el que hacía tanto frío con las ventanas cerradas como abiertas. Desde su vivienda se oía el carillón de la iglesia de Westerkerk, cuyas campanas anunciaban las veinticuatro horas del día, con sus cuartos, siete días a la semana. No añora las campanadas, pero sí la vida de barrio y la animación de los sábados: el mercado de Lindengracht; los conciertos en la iglesia de Noorderkerk; los levenslieden, canciones de amor y nostalgia del acordeonista Johnny Meyer, que sonaban frecuentemente en los bruine cafes De Twee Zwaantjes y De Nol.
Recuerda especialmente una tarde de verano de aquella época. Estaba sentada junto a la ventana, con una taza de café en la mano. El cielo se tiñó de nubes de tormenta y empezó a diluviar. Los colores de los árboles se volvieron tan nítidos que parecían iluminados por una luz interior. Se quedó mirando por la ventana un buen rato, sin moverse, para no romper la magia del instante. Nunca se había sentido tan viva como en aquel momento.
Cuando llega a Lauriergracht, encadena la bicicleta al poste de una señal de tráfico. Lisa no suele hablar de su madre; lo único que Cristina sabe de ella es que, antes de jubilarse, había trabajado de taquillera en Stadsschouwburg, cuando el local recuperó su función primigenia de teatro tras el traslado de la ópera al Het Muziektheater. En sus conversaciones, Lisa nunca mencionaba a su padre, fallecido cuando era niña.
La inspectora aprovecha la salida de un vecino para entrar en el portal. Sube las escaleras hasta el primer piso y llama al timbre. Le abre una mujer con rulos en la cabeza y un mandil con manchas de harina. Su cara parece un molde de la de Lisa, con muchas arrugas.
—Soy Cristina Molen, una amiga de Lisa.
La mujer la invita a entrar, sin decir nada. Cristina observa que los aparadores y el sofá están cubiertos de muñecas; de las paredes cuelgan numerosos tapices con diseños geométricos, principalmente rombos y trapecios de diferentes colores.
—Estoy preocupada por Lisa —dice la inspectora—. No ha venido a trabajar y no está en su casa. Tampoco responde al teléfono.
La mujer mira a un lado y a otro, como si temiese que alguien las observase.
—Seguro que la han raptado.
—¿Quién? —pregunta Cristina.
—Las criaturas.
—Las criaturas —repite Cristina, desconcertada.
—Tienen los ojos negros y una cabeza enorme, sin nariz. Se la habrán llevado a su nave espacial para hacerle experimentos médicos. Pero no hay motivo para preocuparse; a mí me han raptado muchas veces y nunca me han hecho daño.
Cristina observa a la madre de Lisa con ternura. Ahora comprende por qué su amiga nunca habla de ella.