El guardaespaldas de Ginkgo Tan atraviesa la verja de hierro de Van Baerlestraat y entra en Vondelpark. Un ciclista, con el cuerpo encogido en un traje de agua, pasa de largo a su lado.
El guardaespaldas camina hacia el corazón del parque y se detiene frente a la estatua El Pez, de Pablo Picasso. Instantes después, un hombre se acerca a él. Lleva una gabardina de color beis y un paraguas oscuro, y se detiene a unos metros del guardaespaldas.
—Te dejé claro la última vez que no volveríamos a vernos —le dice el recién llegado.
—Ha habido un contratiempo. Ginkgo sabe que fui yo quien puso la bomba; necesito dinero para huir de Holanda.
Los dos hombres permanecen unos instantes en silencio. La lluvia golpea las rocallas y los parterres como una letanía.
—¿Sospecha Ginkgo que seguías mis órdenes?
—No, no lo creo.
El recién llegado saca del bolsillo de la gabardina una pistola con silenciador y le dispara al guardaespaldas dos balas en el pecho, sin sospechar que éste tiene un chaleco antibalas oculto bajo la ropa.
Varios miembros de la brigada contra el crimen organizado salen de entre los árboles y rodean al hombre que acaba de disparar. Sin decir nada, éste obedece la orden de dejar su arma en el suelo. Mientras lo esposan, la inspectora Molen se acerca a él.
—Supongo que no se alegra de volver a verme —le dice Cristina, mirándolo a los ojos.