Cristina encuentra al detective Limburg en la primera planta de la comisaría de Prinsengracht. No se ha afeitado desde hace varios días y en sus mejillas despuntan, como púas de erizo, varios pelos blanquecinos. Limburg va completamente vestido de negro, como es habitual en él, aunque en esta ocasión lleva en la solapa de su chaqueta el lazo rojo que, desde 1991, simboliza la toma de conciencia sobre el virus del sida.
—¿Dónde está el guardaespaldas de Ginkgo Tan? —le pregunta la inspectora.
Limburg señala con la mano una de las salas de interrogatorios. A través del vidrio de visión unilateral, Cristina reconoce al hombre que le abrió la puerta en el restaurante Paz Celestial. A pesar de sus casi dos metros de altura, sus ojos hundidos le confieren un aspecto de animal asustado. Cristina sigue al detective al interior de la sala de interrogatorios.
—¿Qué puede ofrecernos exactamente? —le espeta Limburg al guardaespaldas, sin preámbulos.
—Información sobre las actividades de Ginkgo Tan. Siempre que me garanticen inmunidad y protección.
Limburg intercambia una mirada con Cristina.
—Empiece por contarnos quién puso la bomba en el restaurante Paz Celestial. Después veremos cuánto vale esa información.
—La bomba la puse yo.
—Ya veo. Como Ginkgo ha sobrevivido al atentado, las cosas pintan mal para usted. ¿Quién le ordenó que pusiera la bomba?
—Fue decisión mía.
Limburg mira su reloj, como si tuviera prisa.
—Eso no va a impresionar al fiscal. ¿Es todo lo que puede ofrecernos?
El guardaespaldas de Ginkgo Tan mueve las manos con nerviosismo, como si sostuviera entre los dedos un cigarrillo imaginario.
—Sé quién mató a Branislav Kijic… Si hacemos un trato, les ayudaré a atrapar al asesino.
Un silencio denso acompaña a sus palabras. Cristina puede oír el ruido que hace Limburg al rascarse la barba.
—Si quiere un trato, tendrá que entregarnos también a Ginkgo Tan —dice el detective.