La inspectora Molen ve abrirse la puerta de su celda y, a través de una cortina de sudor, distingue al secretario primero de la embajada holandesa. La puerta se cierra con un crujido metálico detrás de él.
—¿Cómo se encuentra? —pregunta el diplomático.
—Supongo que es una pregunta retórica…
—Se ha metido usted en un buen lío. La policía egipcia no cree su versión de los hechos.
Cristina se seca el sudor con la manga de su sahariana. Hace dos días que no se cambia de ropa.
—Yo no he matado al inspector Elgabri.
—No sé si lo ha hecho, pero el Ministerio de Asuntos Exteriores ha intercedido desde Ámsterdam para conseguir su liberación. Tiene usted amigos influyentes.
La inspectora lanza una ojeada circular a la celda. En las últimas horas ha conseguido familiarizarse con ella.
—¿Quiere eso decir que puedo irme?
—Si está de acuerdo con la condición impuesta por las autoridades egipcias, podrá regresar a Ámsterdam hoy mismo. Tengo un coche esperando para llevarla al aeropuerto.
—¿Cuál es esa condición?
—Que no vuelva nunca más a Egipto, ni siquiera como turista. Si lo hace, será detenida.
—¿Con qué cargos?
—Yo no me arriesgaría a comprobarlo.
No hay nada que Cristina desee tanto como regresar a Holanda, pero esa condición le impediría volver un día a Egipto para buscar a Amin.
—Si acepto esa condición, estaré reconociendo indirectamente mi culpabilidad.
El diplomático la mira con hastío. Tiene los ojos enrojecidos y, visiblemente, más ganas que Cristina de abandonar esa celda.
—Mire, inspectora: llevo ocho horas negociando con las autoridades egipcias. Le aseguro que no ha sido fácil llegar a este acuerdo, pero si lo prefiere puedo conseguirle un abogado para que defienda su inocencia. En ese caso, le deseo suerte.