La inspectora Molen recupera el conocimiento en una celda de dos metros de ancho por otros tantos de largo. El suelo es de cemento y una cohorte de insectos revolotea alrededor de una bombilla amarillenta. La celda no tiene ventanas y la única ventilación proviene de una rejilla metálica en la puerta a través de la cual se filtra un olor a putrefacción.
Tiene ganas de orinar, pero decide quedarse sentada en el suelo, incapaz de sobreponerse a la sensación de asco. ¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde que perdió el conocimiento a las puertas de la embajada holandesa? ¿Ha sido detenida por la policía secreta egipcia?
Le viene a la mente una excursión por los canales de Ámsterdam, cuando era niña, en la barca de un amigo de su padre. Hacía un día soleado y las fachadas de los edificios se reflejaban en el agua; había tenido la impresión de que todo el mundo la miraba, de que todos la envidiaban.
Un hombre hace pasar una bandeja metálica por la rejilla de la puerta. Contiene un vaso de agua y un plato con una pasta de color marrón. Cristina no toca ninguna de las dos cosas.
Al cabo de una hora, la puerta se abre y ve aparecer a un hombre. Obedeciendo sus instrucciones, la inspectora lo sigue a través de un pasillo iluminado por tubos fluorescentes.
Cuando alcanzan el final del corredor, el hombre le ordena que entre en un cuarto, del mismo tamaño que la celda. En él hay dos sillas y una mesa oxidada sobre la que descansa una carpeta y un cenicero con varias colillas.
El hombre cierra la puerta y le pide que se siente. Se acomoda en la silla frente a ella y saca del bolsillo una cajetilla de Gauloises, la misma marca que había fumado el padre de Cristina durante décadas.
—Soy el detective Sadat, de la policía de El Cairo. Siento haberla golpeado delante de la embajada, pero no me dejó otra alternativa.
El hombre abre la carpeta y extiende sobre la mesa varias fotografías. En ellas se ve al inspector Elgabri con un cuchillo de cocina clavado en la espalda.
—¿Cómo…?
—Un vecino lo encontró muerto hace unas horas. Su apartamento estaba patas arriba.
Cristina observa las fotografías con detenimiento.
—¿Quién lo mató?
—Esperaba que usted me lo dijese: sus huellas dactilares están en el arma del crimen.
Era el cuchillo con el que Cristina había cortado el pan la noche que cenó en casa de Elgabri. Alguien le ha tendido una trampa.
—Yo no maté al inspector Elgabri. Soy inspectora de la policía holandesa y he venido a Egipto para custodiar a Amin Samir, un bebé que debía ser entregado a su familia tras el asesinato de su madre en Ámsterdam.
—¿Dónde está ese niño ahora?
—Fue secuestrado por una mujer que se hizo pasar por empleada del orfanato Maktoum.
El policía entorna los ojos. No parece creer una sola palabra de lo que ha dicho.
—El inspector Elgabri ha recibido en los últimos meses varias transferencias desde Holanda —dice Sadat—. Sumas importantes de dinero.
¿Había realizado aquellos pagos el AIVD? ¿Por qué servicios?
—Llevábamos unas cuantas semanas vigilando al inspector Elgabri —prosigue el detective—. Estaba mezclado en actividades ilícitas, pero no sabemos cuáles.
Aquello explicaba por qué la habían seguido en el Toyota negro. Deseaban encontrar pruebas para inculpar al inspector.
—¿De qué conocía a Elgabri? —le pregunta el detective Sadat.
—Solicité la colaboración de la policía egipcia, a través de la Interpol, para resolver el homicidio de una ciudadana egipcia llamada Asmaa Samir. Como no obtuve respuesta, una persona del servicio de inteligencia holandés me puso en contacto con él.
—¿El inspector Elgabri y usted eran amantes?
Cristina respira hondo antes de responder. Sabe que el detective Sadat buscará en cada uno de sus gestos un indicio de su culpabilidad.
—Por supuesto que no.
—Sin embargo, pasó la noche de ayer en su casa.
—Dormimos en camas separadas. Sabía que me estaban siguiendo y tenía miedo de regresar a mi hotel.
El detective Sadat sostiene un cigarrillo con el pulgar y el índice de la mano derecha.
—¿Qué fue a hacer a la clínica Heliópolis?
—Se lo diré cuando haya hablado con alguien de la embajada holandesa.
El detective apaga el cigarrillo y lo deja en el cenicero, junto a las otras colillas.
—Su abogado está en camino —informa a Cristina—. Me temo que va usted a necesitarlo.