El Cairo, 1992
La boda del padre de Asmaa con la madre de Abd-el-Aziz se fijó para el segundo viernes de diciembre.
Las semanas anteriores a la ceremonia, Abd-el-Aziz continuó trabajando en el taller, aunque lo hacía como un autómata, como si algo se hubiese roto en su interior. Iba al taller por las mañanas y regresaba por las noches, contento de estar tan cansado que lo único que podía hacer era dormir.
En esas semanas apenas vio a Asmaa, a pesar de que dispuso de varias oportunidades para hacerlo. Desde que se anunció la boda, el orfebre abandonaba con frecuencia el taller para ultimar los preparativos y visitar a viejos conocidos que, al enterarse de su enlace matrimonial con una musulmana, habían vuelto a admitirlo en su círculo de amistades.
Por primera vez, el padre de Asmaa empezó a tratar a Abd-el-Aziz como a un aprendiz, en lugar de como a un esclavo. Le enseñó las técnicas de fundición y algunos métodos de orfebrería que hasta entonces se había guardado para él. Aunque su relación no llegó a ser estrecha, la desconfianza inicial dio paso a una tregua entre ellos.
Una tarde de principios de diciembre, a dos semanas de la boda, el orfebre abandonó el taller para visitar a un cantante al que deseaba contratar para el banquete nupcial.
Abd-el-Aziz, sentado ante el torno, se afanaba en incrustar piedras de colores en una diadema. Al levantar la cabeza vio a Asmaa a su lado. Los sarpullidos de su cara habían cicatrizado, pero unas manchas rojas afeaban su piel, antes pálida y suave. Se miraron en silencio durante un rato.
—¿No vas a decir nada? —le preguntó ella.
—¿Qué quieres que diga?
—Mi padre me obligó a devolverte el escarabajo.
—Lo he fundido para hacer otra joya —mintió Abd-el-Aziz.
Asmaa echó un vistazo alrededor, como si fuese la primera vez que entraba en el taller.
—¿Es cierto que le pediste a mi padre su bendición para casarte conmigo?
Abd-el-Aziz levantó la cabeza hacia ella. A pesar de las manchas en la cara, seguía siendo la muchacha más bonita de El Cairo.
—¿Qué importancia tiene eso ahora? Dentro de dos semanas seremos hermanos.
—Mi padre le ha ofrecido al sastre Abbas una dote de diez mil libras por casarse conmigo, a pesar de las manchas en mi cara.
—¿Y qué ha dicho el viejo Abbas?
—Ha aceptado.
Abd-el-Aziz negó en silencio con la cabeza. El orfebre estaba dispuesto a pagar una fortuna para que su hija se casara con alguien varias décadas mayor que ella. Tal vez desconfiaba de que su matrimonio con la madre de Abd-el-Aziz consiguiese mantenerlo alejado de Asmaa.
—No quiero casarme con el sastre Abbas. Quiero que me lleves a Alejandría, a ver el mar.
—El mar —repitió él—. ¿Y después?
—Nos quedaremos a vivir allí.
Abd-el-Aziz se levantó bruscamente del torno.
—¿Te has vuelto loca?
—Creía que querías casarte conmigo…
—Sin dinero no llegaremos muy lejos.
—Mi padre tiene dinero.
Algo empezó a desperezarse dentro de Abd-el-Aziz, como una serpiente hundida en la arena.
—¿Vas a robarle a tu propio padre? —susurró.
—En cuanto tengas tu panadería, le devolveremos hasta la última piastra.
—¿Conoces a alguien en Alejandría?
—No; por eso es un buen lugar para refugiarnos. Nadie nos buscará allí.
Era una locura, pero una oportunidad como aquélla no volvería a presentarse. Tenía que elegir entre su vida pasada y un futuro incierto al lado de Asmaa. Ella cumpliría dieciocho años en unas semanas, y aun entonces les resultaría difícil contraer matrimonio: la ley islámica dictaba que era necesario el consentimiento de ambas familias para la boda, y el padre de Asmaa no lo concedería nunca. Además, Abd-el-Aziz tendría que demostrar unos recursos económicos que no poseía. Mientras no estuviesen casados, o dispusieran de un certificado que acreditase su voluntad de hacerlo, no podrían compartir habitación en ninguna pensión de Egipto.
—¿Cuándo podrás conseguir el dinero? —preguntó Abd-el-Aziz, ignorando las señales de alarma que resonaban en su cabeza.
—Esta noche, cuando mi padre duerma. Tardará unas horas en darse cuenta.
—Te esperaré delante de tu casa al amanecer —dijo Abd-el-Aziz—. Mañana por la noche estaremos en Alejandría.
El mar. En ese momento parecía tan cercano…
—¿Estás segura de que quieres venir conmigo? —le preguntó—. A partir de ese momento no habrá vuelta atrás.
Asmaa fijó en Abd-el-Aziz sus ojos de obsidiana, que no habían perdido ni un ápice de su belleza, y lo besó en los labios. Aquél habría de ser su primer beso, y también el último.