Capítulo 50

Cinco millones de egipcios de clase media y baja viven en el distrito de Shubra, situado al norte de El Cairo. Muchos de ellos son cristianos coptos que trabajan en las fábricas textiles y, como sus vecinos musulmanes, contribuyen al caos circulatorio con sus desplazamientos diarios al centro de la ciudad. El río Nilo, que en otros tiempos discurría por Shubra, serpentea ahora a varios kilómetros de allí: las únicas vías de comunicación que atraviesan el distrito son el metro y la línea férrea de El Cairo a Alejandría.

El inspector Elgabri abre la puerta e invita a Cristina a entrar. Su vivienda está situada en el segundo piso de un edificio vetusto, combado sobre la calle, cuyas escaleras se deshacen con cada pisada en un polvo blanquecino.

El apartamento consta de un salón-cocina, un cuarto de baño y un dormitorio. En el salón, un televisor de sesenta pulgadas descansa sobre una mesa de cristal en la que se amontonan películas y discos compactos. Las cortinas amortiguan la algarabía de ruidos provenientes de la calle.

—Usted dormirá en la habitación y yo en el sofá —dice Elgabri.

—No quiero privarle de su cama —protesta Cristina.

—No se preocupe. Me gusta despertarme con la llamada del muecín: es un poco como regresar a la infancia.

Cristina observa los muebles del apartamento, que parecen datar del período colonial británico. Están llenos de polvo, como si acabasen de hacer un viaje por el desierto a lomos de un camello. Duerma en la cama o en el sofá, tendrá que hacerlo vestida: su equipaje está en el hotel Oasis, cuya reserva había extendido esa mañana, después de hablar con el comisario.

—¿No le molesta despertarse tan pronto? —le pregunta a Elgabri.

—Las cosas son así en El Cairo desde hace siglos, aunque es cierto que en tiempos de Mahoma los muecines no tenían altavoces.

El inspector le explica que, unos años atrás, el Gobierno egipcio había puesto orden al ritual matutino de llamadas a la oración. Hasta entonces, los quince mil muecines de El Cairo convocaban a la plegaria a través de sus propios altavoces, en una competencia despiadada para atraer a los fieles. A fin de evitar esa tortura para los oídos, el Ministerio de Asuntos Religiosos había escogido a los treinta mejores muecines de El Cairo, que desde entonces se turnaban para recitar las cinco invitaciones diarias a la oración, emitidas por un canal de radio y reproducidas por los altavoces de las mezquitas controladas por el Gobierno.

—¿Tiene hambre? —le pregunta Elgabri.

—La verdad es que sí.

El inspector deja su chaqueta sobre el sofá y se lava las manos en el fregadero. Saca una olla de una alacena y pone agua a hervir.

—¿Ha probado el koshari?

—Creo que no.

—Es una suerte de plato nacional egipcio. Se hace con lentejas, pasta, arroz y guisantes, todo ello aderezado con una salsa picante para chuparse los dedos.

Las comidas especiadas suelen provocarle a Cristina ardor de estómago, pero no dice nada. Mientras Elgabri prepara la cena, ella va al cuarto de baño y se lava la cara con agua caliente. Al mirarse en el espejo, comprueba que tiene unas profundas ojeras y la piel reseca. Los años en los que no necesitaba maquillarse han quedado atrás.

Cuando regresa a la cocina, ve al inspector picando cebolla sobre una tabla de madera; se ha puesto unas gafas de esquí para que no le lloren los ojos.

—¿Puedo ayudar en algo? —pregunta Cristina.

—Corte el pan, por favor; y saque dos cervezas de la nevera.

—Creía que los musulmanes no bebían alcohol —bromea Cristina.

—Tampoco deberían vivir en unas condiciones como las de Imbaba, ¿no le parece?

Cristina saca de la nevera dos botellas de Stella, una cerveza egipcia. Las abre y deja una sobre la encimera, delante de Elgabri.

—Esta mañana he echado un vistazo a la base de datos de la policía —le informa él—. Asmaa Samir era hija única, pero la esposa de Hamid Samir tiene un hijo de su anterior matrimonio: su nombre es Abd-el-Aziz Busiri.

Cristina piensa en la discusión del matrimonio en Imbaba. Abd-el-Aziz tenía que haber hecho algo grave para que su padrastro lo expulsara de la familia, una decisión con la que su esposa estaba obviamente en desacuerdo.

—Abd-el-Aziz Busiri pertenece desde hace quince años al SSI, el servicio de inteligencia egipcio. Todos sus datos han sido borrados del fichero.

¿Habría tenido el SSI algo que ver en el asesinato de Asmaa Samir?

—¿Tiene idea de quién accedió a esa información antes que usted? —pregunta Cristina.

El inspector Elgabri se quita las gafas de esquí y las deja sobre la nevera; a continuación, bebe un trago de su cerveza.

—Me temo que nuestros medios informáticos no son los de la CIA. Los datos pudo borrarlos un funcionario del Ministerio del Interior o un hacker, pero lo más probable es que lo hiciera alguien del SSI.

Cristina se acerca a la ventana y observa la calle. El sol acaba de ponerse y se ha levantado viento. A diferencia de Holanda, donde la gente va a todos los sitios con prisa, en Shubra las personas todavía se detienen para mirar una puesta de sol o conversar con sus vecinos.

—¿Nunca ha sentido ganas de vivir en otro lugar? —le pregunta Cristina.

Elgabri bebe otro trago de cerveza y vierte el arroz en la olla.

—La verdad es que no. Aunque El Cairo es una de las ciudades más grandes del planeta, conserva muchas de las características de un pueblo. En Shubra, por ejemplo, todo el mundo celebra las festividades coptas y musulmanas, y los montepíos se ocupan de los necesitados de ambas religiones. Las familias suelen resolver sus disputas sin necesidad de que intervenga la policía.

—¿También las cuestiones de honor?

Elgabri remueve el arroz con una cuchara de palo y se limpia las manos en el mandil.

—El honor constituye la única posesión de los pobres.

—¿Hasta el punto de justificar el asesinato de una hija?

—El honor en Egipto, lo que nosotros denominamos sharaf, va mucho más allá de los buenos modales. Representa el orgullo y la dignidad de una familia, su reputación dentro de la comunidad.

Si Asmaa Samir había deshonrado a su familia con su embarazo, ¿tenía su hermanastro derecho a matarla?

—No me malinterprete —añade Elgabri, como si hubiese leído los pensamientos de Cristina—. No estoy justificando ese comportamiento; sólo trato de explicarle los motivos. Cada sociedad tiene su propia forma de enfrentarse al miedo y la culpa, y el honor está indisolublemente unido a la vergüenza. Para un egipcio, ser expulsado de la comunidad a la que pertenece es un motivo de humillación, que sólo puede remediarse mediante la venganza. ¿Conoce usted la historia del sheyj y el ladrón?

Cristina niega con la cabeza. El inspector Elgabri coge su botella de cerveza de la encimera.

—Un día, un sheyj se quedó dormido debajo de una palmera. Un hombre pobre que pasaba por allí lo vio y le robó la capa. Al despertarse, el maestro religioso montó en cólera y le pidió a sus seguidores que buscasen al ladrón y lo llevaran ante la justicia. Cuando el juez le pidió al ladrón que se explicara, éste contó que había visto a un hombre dormido a la sombra de una palmera y que, antes de robarle la capa, mantuvo relaciones sexuales con él mientras dormía. Al oír aquello, el sheyj dijo que la capa no era suya y el ladrón fue puesto en libertad.

—¿Y cuál es la moraleja?

—Está recogida en un viejo proverbio árabe: «Una vergüenza oculta queda perdonada a medias».

Cristina no siente ganas de reír. Recuerda demasiado bien el cuerpo sin vida de Asmaa Samir, tras su autopsia en el NFI.

—Algunas de nuestras tradiciones pueden parecerle primitivas, pero el verdadero problema de este país no es el islam, sino la pobreza: la mitad de la población de Egipto sobrevive con dos dólares diarios.

Dos dólares. Con ese dinero no podía pagarse una cerveza en Ámsterdam. Sin embargo, Cristina sabe que el dinero no hace feliz a nadie. En Holanda llueve demasiado y sus habitantes nunca se conforman con lo que tienen, sean dos dólares o dos millones. Esa insatisfacción los había llevado a establecer un imperio colonial lejos de sus fronteras y a librar una batalla constante para ganarle terreno al mar. En comparación con los egipcios, los holandeses disponen de una gran libertad para elegir su profesión, su sexualidad, su religión. Pueden escoger a su pareja, consumir cannabis y decir públicamente lo que les apetece. Holanda es uno de los países más libres del mundo y, sin embargo, Cristina no cree que sea uno de los más felices. La libertad aumentaba las expectativas del ser humano, y la felicidad consistía, precisamente, en esperar menos de lo que la vida nos ofrecía.

—Es la pobreza, no el fanatismo, lo que lleva a los jóvenes a buscar respuestas en el lugar equivocado —concluye Elgabri.

Cristina se separa de la ventana y va a buscar su cerveza. Agarra la botella con dos dedos y bebe un trago.

—¿Podría Fatwa al-Islamiya gestionar una red de adopción ilegal? —le pregunta a Elgabri.

—Mi especialidad no son las organizaciones islamistas. En Egipto es el SSI quien se ocupa de ellas.

—Según la autopsia, a Asmaa Samir le fue extirpado un riñón unos meses antes de que naciese su hijo. Es posible que ambas operaciones fuesen hechas en la misma clínica, por cuenta de la organización para la que trabajaba. Si encontramos esa clínica, tal vez podamos obtener un nombre, o una cuenta bancaria que nos lleve hasta las personas que secuestraron a Amin.

—Imbaba tiene un millón de habitantes. Sería como buscar una aguja en un pajar.

Cristina observa las farolas de la calle, que el viento mece suavemente. Abd-el-Aziz Busiri podría estar esperándola en la acera en ese mismo momento. Y no para robarle la capa.

El teléfono móvil de Cristina vibra; acaba de recibir un mensaje de texto. Se lo ha enviado el detective Ralf Limburg y dice lo siguiente: «Los diamantes de Roterdam eran sintéticos».