El Cairo, 1992
El viernes siguiente, al volver de la mezquita, Abd-el-Aziz se sentó a holgazanear a la puerta de su casa. Hacia el mediodía vio llegar a Asmaa, acompañada de su padre. Vestía una galabiya gris con adornos de pedrerías y llevaba una lasa de seda sobre los hombros. Su padre lucía la túnica blanca que reservaba para las grandes ocasiones.
Sin decirle nada a su madre, Abd-el-Aziz entró corriendo en el dormitorio y se lavó a toda prisa. A continuación, se puso la chaqueta de su padre y se sentó en el jergón a esperar. Su corazón latía con tanta fuerza que habría podido atravesar un muro de cemento.
Poco después llamaron a la puerta y oyó que su madre saludaba a los recién llegados. La voz del orfebre sonaba inusualmente distendida. Abd-el-Aziz se levantó del jergón y volvió a sentarse. Tras una espera interminable, su madre abrió la puerta del dormitorio y la cerró tras de sí. Una sonrisa iluminaba su rostro.
—Tengo una noticia que darte —dijo la mujer.
Abd-el-Aziz contuvo sus deseos de salir corriendo para ver a Asmaa.
—Desde que murió tu padre hemos pasado muchas dificultades, pero parece que nuestra suerte va a cambiar. Inshallah.
Abd-el-Aziz la invitó a continuar. Estaba impaciente por recibir la confirmación de que el padre de Asmaa había venido a entregarle a su hija y aceptarlo como yerno.
—Voy a casarme —dijo su madre.
La cara de Abd-el-Aziz reflejó una mueca de sorpresa tan intensa que el rostro de su madre se desinfló como una uva aplastada.
—Nuestro dinero se ha acabado —susurró su madre—. Es una oportunidad para los dos. Dejarás de ser un aprendiz para convertirte un día en el dueño del taller.
Abd-el-Aziz se llevó las manos a la cara. No quería que su madre viese que estaba temblando.
—No puedes reprocharme nada —añadió ella con amargura—. He cumplido la iddah de cuatro meses y diez días. Según el Corán, puedo casarme de nuevo.
Abd-el-Aziz sintió ganas de llorar. Lo que estaba oyendo era cierto: estaba realmente sucediendo. El padre de Asmaa mataba así dos pájaros de un tiro: por un lado, se casaba con una viuda pobre, lo cual le permitiría afianzar su imagen de musulmán generoso y alejar la sombra de su primer matrimonio con una cristiana; por otro, elevaba un muro infranqueable frente al pretendiente de su hija: frente a él.
—Tu futuro padre quiere hablar contigo.
Abd-el-Aziz oyó la voz de su madre, pero no entendió lo que decía: una campana amortiguaba los sonidos a su alrededor. La siguió hasta la habitación contigua y vio que servía té y frutos secos. Aunque la reacción de Abd-el-Aziz había enfriado su rostro, en ese momento su madre era feliz, como cuando escuchaba la música de Om Kalsoum y regresaba a su infancia, al pueblo a orillas del mar donde habían quedado enterrados sus sueños.
—A partir de ahora seré tu padre —dijo con solemnidad Hamid Samir—, y mi hija Asmaa será tu hermana.
El orfebre le dio un beso en cada mejilla. Su madre seguía la escena emocionada, con los ojos llorosos, sin saber que sus sueños acababan de destrozar los de su hijo.
—Tu hermana tiene un regalo para ti —añadió el orfebre.
Sin levantar los ojos del suelo, Asmaa se acercó a Abd-el-Aziz y depositó en su mano el escarabajo azul que éste le había regalado unos días antes.
El muchacho sintió un inmenso dolor, como si le hubiesen clavado una aguja en el vientre. Salió tambaleándose a la calle, sin mirar a los lados, y un carro tirado por una mula estuvo a punto de atropellarlo. De haber sido así, ninguna de las desgracias que ocurrieron en los meses siguientes habría sucedido.